Lysistrata, 1896. Aubrey Vincent Beardsley (1872-1898)
Lysistrata, 1896. Aubrey Vincent Beardsley (1872-1898).
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El valor del desenfreno sexual (*)
Selección Héctor J. Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
 

El acto sexual posee en sí mismo un poder fecundante. Es cálido, como dicen los tongas, o sea que desarrolla una energía capaz de aumentar, de excitar a todas las que se manifiestan en la naturaleza: la orgía de virilidad, que motiva la fiesta, ayuda, pues, al funcionamiento de aquélla por el solo hecho de estimular y reanimar las fuerzas cósmicas. Pero ese resultado podría ser también efecto de cualquier otro exceso, de cualquier otro frenesí. No hay ninguno que no desempeñe su papel en la fiesta. Como el orden que conserva pero se desgasta, se funda en la medida y la distinción, el desorden que reina implica confusión y exceso.

En China, una continua barrera de prohibiciones separa a los sexos en todas las manifestaciones de la vida pública o privada. El hombre y la mujer trabajan separados en cosas distintas; más aún, nada de lo que pertenece al uno debe entrar en contacto con lo que procede del otro. Pero en las fiestas, durante los sacrificios, la labranza ritual, la fundición de los metales, cada vez que hay que crear, se requiere la actuación conjunta del hombre y de la mujer. “La colaboración de los sexos –escribe Granet- tenía tanta más eficacia, cuanto que siendo sacrílega en tiempo normal se reservaba para momentos sagrados”.
Así, las fiestas invernales se terminan en una orgía, donde hombres y mujeres combaten y se arrancan las vestiduras. Esto se hacía, sin duda, menos para desnudarse que para revestirse con las prendas conquistadas. En efecto, el intercambio de vestiduras aparece como la rúbrica misma del estado de Caos, como símbolo del trastrueque de los valores. Solía realizarse en las Saceas babilónicas y entre los judíos, en la fiesta orgiástica de los Purim, como violación directa de la ley de Moisés.

Hay que entroncar sin duda con ritos de esta especie el doble disfraz de Hércules y de Onfalia. En Grecia, en todo caso, la fiesta argiva del intercambio de vestiduras entre muchachos y muchachas, lleva el nombre bien significativo de hybristika. Pues la hybris representa el ataque al orden cósmico o social, el exceso que pasa la raya. Los textos la presentan como caracterizando a los Centauros, los monstruos mitad hombres mitad animales, de la mitología, que raptan a las mujeres y comen carne cruda, encarnados, como reconoce Dumézil, por los miembros de cofradías iniciadas y enmascaradas que intervienen violentamente al cambiar el año y, como sus antepasados legendarios, típicos transgresores de todas las prohibiciones.

Estos “excesos son fecundos”, ya que la fecundidad nace del exceso. La fiesta añade a la orgía sexual la ingestión monstruosa de bebidas y alimentos. Las fiestas “primitivas”, preparadas con gran anticipación, presentan en alto grado ese carácter que es conservado de modo sorprendente en las civilizaciones más “refinadas”.

En las Antesterias atenienses se daba a cada uno un odre de vino: entonces se organizaba una especie de torneo en donde vencía el primero que vaciara su odre. Durante los Purim, el Talmud indica que se debía beber hasta que no se pudieran distinguir los dos gritos específicos de la fiesta: “Maldito sea Anam” y “Bendito sea Mardoqueo”.

Del mismo modo, a los gestos reglamentados del trabajo que permiten acumular las subsistencias, se opone la agitación frenética que las despilfarra. La fiesta, en efecto, no comprende sólo orgías consumidoras, de la boca y del sexo, sino también orgías de expresión, del verbo o de los ademanes. Gritos, injurias, duelo de bromas groseras, obscenas o sacrílegas entre un público y un cortejo que lo atraviesa.

Las contorsiones obscenas provocan la risa, despiertan a la naturaleza de su letargo devolviéndole la fecundidad, producto del exceso.

[*] Del libro El hombre y lo sagrado, de Roger Caillois. Traducción Juan José Domenchina. Editorial Fondo de Cultura Económica. 1984 México.



 
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