“No bien la mujer del emperador Claudio veía que su marido dormía, prefería un camastro a su lecho del Palatino. Durante la noche, vestida con una capa con capuchón, la puta imperial se escapaba con una sola sirvienta. Disimulando sus cabellos negros bajo una peluca rubia, entra en la tibieza del lupanar de vieja cortina.
Tiene una célula reservada para ella, y un cartel la anuncia con el pseudónimo de Lycisca. Allá se prostituye, con los senos cubiertos de una redecilla de oro, y expone el vientre dentro del cual estuviste antes de nacer, Británico.
Hace demostraciones de ternura al cliente y reclama su pago. Cuando el leno despide a sus muchachas, ella se marcha muy triste. Todo lo que puede hacer es irse la última de su célula, aún ardiente de un prurito de deseos, fatigada de hombres pero todavía no saciada. Repugnante, odiosa, las mejillas ennegrecidas por el hollín de la lámpara, trae al lecho imperial los olores del lupanar”. (Juvenal, Sátira VI. El nombre elegido por Mesalina, “Lycisca”, es sinónimo de “lupa”).
El lector ya ha reconocido a Mesalina, cuyo nombre ha pasado a la posteridad como denominación genérica de las mujeres lúbricas, a Mesalina, tan maltratada por los historiadores y los satíricos latinos, que nunca terminan de detallar los gustos desviados y sórdidos de la que llaman “la puta imperial”. Aun cuando la mujer de Claudio haya tenido un gusto especial por las “fiestas” que degeneran en orgía, es más que dudoso que llevara la doble vida de emperatriz de día y pensionista de lupanar de noche.
Como otras antes que ella, Mesalina pertenece a ese grupo de romanos de la alta sociedad, suficientemente liberados de tabúes sexuales como para exhibir en pleno día la libertad de sus hábitos. Ya la bella Clodia, hermana de Clodius Pulcher, según lo que nos cuenta su enemigo Cicerón, transforma los jardines de su propiedad, a orillas del Tíber, en un verdadero lupanar. Es el sitio donde la juventud de la ciudad viene a bañarse y Clodia no tiene más que elegir a su amante para el día. La hija de Augusto, Julia, también ha causado escándalos por su falta de pudor. Sus locas distracciones constituyen un desafío permanente a la voluntad, manifestada por su padre, de restablecer la decencia en las costumbres romanas.
“Rebaños de amantes introducidos en su morada, bandas de borrachos que vagabundean toda la noche en las calles de la ciudad, el Foro mismo y la tribuna de las arengas, desde donde su padre hizo votar las leyes sobre el adulterio, son los sitios elegidos por la hija para realizar sus orgías, citas cotidianas junto a la estatua de Marsyas; mujer infiel transformada en prostituta, se permite probarlo todo ofreciéndose a un desconocido”. (Séneca, De los Beneficios, VI. Es deliberado el que Julia elija la estatua de Marsyas, situada en el Foro como símbolo de la libertad, para entregarse a sus desenfrenos.)
La imprudencia de estas princesas no les da buenos resultados: Julia es exilada por su padre a una isla desolada, donde muere dieciséis años más tarde sin haber vuelto a ver a su patria ni sus hijos. Mesalina es degollada por orden de marido, el emperador Claudio.
Respecto de las perversiones de Mesalina, Tácito escribe que “…el exceso de infamia hace gozar al extremo a aquellos que han agotado los demás placeres”.
Elegir para sus amores a aquellos seres que la sociedad ignora, es algo que han realizado habitualmente los hombres, en Grecia y Roma, sin consecuencias. Pero para las mujeres de la nobleza, es un auténtico desafío amar a un gladiador, a un esclavo, a cualquiera de los despreciados; ¿no es especialmente excitante endosarle a un marido senador o caballero la paternidad de un niño cuyos rasgos recuerdan los de un mirmidón, un cantor, o, peor todavía, los de los servidores de la propia casa?
La “vida inimitable”: Antonio y Cleopatra le dieron el nombre de Vagabundeo de reina y emperador, a la asociación que formaron en Alejandría para gozar al máximo de los placeres de la existencia. Pero lo esencial de la “vida inimitable” de esta pareja de amantes terribles no son las fiestas nocturnas en el Nilo, los banquetes suntuosos ni las representaciones de grandes espectáculos. Para retener a su amante, la reina lo inicia en placeres nuevos; empiezan por disfrazarse, y utilizan las ropas de los sirvientes más humildes. Y después, toda la noche, vagan por las callejuelas populosas del barrio de Rhacotis. Cometen algunas depredaciones, participan en alguna riña de tabernas. Al amanecer, vuelven al palacio real, agotados, con moretones, o un ojo negro.
El bisnieto de Antonio, Nerón, siempre en busca de sensaciones desconocidas, vuelve a encontrar en Roma los goces de la “vida inimitable”.
[*] Del libro Las historias de la Historia. Los bajos fondos de la Antigüedad. Catherine Salles. Traductor César Aira. Juan Granica Ediciones. Barcelona 1983.
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