LA NARIZ: el sentido del olfato está, por lo general, menos desarrollado en los seres humanos que en otros animales.
Aún huelo con fuerza los olores del cuerpo de mi amante. El olor a levadura de su sexo. El denso olorcito en fermentación del pan que sube.
Mi amante es una cocina donde se guisan perdices. Visitaré su acre guarida de techos bajos y me alimentaré de ella. Tres días sin lavarse y está a punto y caliente. Sus faldas se apartan de ella, su aroma es un aro en torno a sus caderas.
Ya antes de llegar a la puerta de la casa mi nariz empieza a moverse nerviosamente, puedo olerla cruzando la entrada y acercándose a mí. Es un perfumador de sándalo y lúpulo. Quiero destaparla. Quiero apretar la cabeza contra el muro abierto de sus ingles.
Está firme y madura, un oscuro compuesto de alfalfa para el ganado y Madonna del Incienso. Es incienso y mirra, penetrantes olores hermanos de la muerte y la fe.
Cuando sangra, los olores que conozco cambian de color. Durante esos días tiene hierro en el alma. Huele como un arma de fuego.
Mi amante está amartillada y lista para disparar.
Lleva en la piel el olor de su presa. Me consume al estallar como una blanca nubecilla de humo oliendo a salitre.
Al dispararme contra ella todo lo que quiero son las últimas espirales del deseo que van desde su base hasta lo que los médicos llaman los nervios olfativos.
[*] Del libro Escrito en el cuerpo, de Jeanette Winterson. Traducción Encarna Castejón. Editorial Anagrama, Barcelona 1994.
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