(Para Dina, en mi recuerdo)
Este trabajo relata cómo, a través de un serio obstáculo clínico, pude apreciar la enseñanza de Lacan lo suficiente como para atreverme al arduo camino de recorrerla. El escrito original fue, muchos años después de sucedido el episodio clínico, un intento de dar cuenta de esa primera experiencia –con su interrogante y mi perplejidad- tanto en la práctica privada del Psicoanálisis como en la supervisión de casos. Lacan, a pesar del costo que tiene el intento de descifrarlo, me permitió –años después- volver sobre ese caso, revisar aquella dificultad y echar luz sobre los enigmas que me había despertado. Recorrimos -mi amiga Dina, hoy ausente, y yo- ese camino juntas. Este es, también, mi homenaje a su recuerdo entrañable.
Esa primera experiencia transcurrió hace 37 años, lo cual quizás explica el apresuramiento con el que se formularon las sentencias de las psicólogas con quienes supervisaba. El otorgamiento anticipado de significaciones y la escasa atención a la literalidad de la palabra escuchada eran datos frecuentes en los ámbitos psicoanalíticos. Haber pasado por la obra de Freud, tal cual se la leía, no era, entonces, una garantía contra esa práctica.
El caso clínico
La anécdota que relataremos nos acerca al por qué de la preocupación que concierne a este trabajo: la ética del Psicoanálisis. Recibamos, con una analista principiante, a su primera paciente. Consulta por una “esterilidad secundaria” posterior a la reciente muerte de su segundo hijo, a poco de nacer, a causa de una malformación congénita. Henos, entonces, ante una demanda: “Quiero quedar embarazada” y un obstáculo que, en aquella ocasión, fue tomado como síntoma: la esterilidad. La esterilidad es el primer cuestionamiento a la legitimidad de esa demanda de quedar embarazada. De hecho, la paciente llega por indicación del obstetra, ya que -desde el punto de vista médico- estaba en condiciones de procrear. La terapeuta de esta historia –movida por el afán de curar- da por sentado que el embarazo es la meta y acude a buscar, en la supervisión, al Otro que le enseñe cuál es el método por el cual ayudar a la paciente a alcanzar la felicidad que viene a pedir nombrándola “embarazo”.
Las supervisiones
La supervisora elegida debe viajar y deja, en su lugar, a dos personas (¡bendito azar!) que se ocuparán –ellas también principiantes, aunque en la práctica de la supervisión- alternativamente del caso y, sin saberlo, del caso de la terapeuta en cuestión. Una de ellas sentencia: “Lo mejor es que pueda embarazarse, reparando así el daño infligido a ese bebé; por culpa, la paciente interpreta así la malformación congénita y de ahí la esterilidad”. La terapeuta había dado por sentado ese camino: ¿acaso no es lo que la paciente pide? Pero aprende algo: hay quien dice “Lo mejor”, que –en este caso- coincide con lo que la paciente dice buscar. ¿Podría no coincidir? Es un primer interrogante fuerte, que dura poco, pero es decisivo, es una marca inaugural en esa práctica.
La otra supervisora afirma: “Lo peor que le puede pasar a esta paciente es embarazarse. El lugar para el nuevo hijo es el de un muerto, quiere tapar con un nuevo embarazo, lo que pasó con el otro; no hay, así, espacio para un duelo”. Esto es insostenible; las razones hasta podrían ser razonables. Lo más desconcertante es que ha aparecido “Lo peor” y en el mismo sitio en que antes estaba “Lo mejor”. ¿Cómo elegir? ¿Cómo acceder al saber que estas personas encarnan? Aunque hoy parezca muy extraño, en ese momento parecía muy claro que había que saber, sin que surgiera tan claramente cuál era el camino para llegar a saber. El retorno esperado de la supervisora original fue la apuesta del momento. Algo así como esperar el regreso de un Otro del Otro. Destronarlo supone un recorrido, el paso por una suerte de orfandad, y ese desasimiento es el precio a pagar para poder sostenerse en algún sitio.
Puntos en común y diferencias
Estas supervisiones, aparentemente contradictorias, tienen algo en común: ninguna de las dos escucha a la paciente en su literalidad. En un análisis se busca una verdad particular del sujeto. Su instrumento -dado que el Inconsciente tiene, aunque no solamente, estructura de lenguaje- es la palabra. En este caso, el primer cuestionamiento a la demanda viene del obstáculo que la paciente nombra como “esterilidad secundaria”. Así entendida, sin embargo, tiene más que ver con un diagnóstico médico que con el síntoma con el que trabaja el Psicoanálisis, el que se construye en transferencia y sobre el cual se despliegan sus efectos. Entre la demanda y el deseo suele haber una brecha y éste sólo es abordable si nos mantenemos cerca de las palabras en las que aquella se formula.
Síntoma analítico es, en primera instancia, el síntoma relatado: aquel que establece una primera distancia y una caída inicial de goce -entendido como sufrimiento subjetivo- respecto del síntoma vivido. Relatar es ya aliviante. Asimismo, ese síntoma representa al sujeto en su singularidad respecto de la generalidad en la que lo sumerge el síntoma que nombra la teoría o que designa el discurso médico. No se trata, entonces, de tener que abordar el quedar o no quedar embarazada, sino de cómo la paciente nombra al obstáculo que representa la “esterilidad”: ella, repitiendo lo dicho por su médico, dice “secundaria”. Tomarla literalmente hubiera acortado el proceso. De hecho, en el tratamiento de la paciente, se vio luego que había razones que podríamos nombrar primarias, fundamentales, para bloquear los futuros embarazos, razones ligadas a sus conflictos respecto de la maternidad, que ya ejercía con gran dificultad, y de la pareja.
Las intervenciones de las supervisoras instalan a la terapeuta frente a otro con mayúscula, le confirman que existe un más allá del discurso de la paciente –teoría, saber, experiencia, etc.- que podría ser garante de su accionar. En tanto no es escuchada, el efecto en la paciente será de cancelación para el sujeto y para el deseo. Podríamos pensar en la instalación de la terapeuta como otro demandante, imaginario. Su instrumento podría ser la sugestión, violencia de la palabra que hace impacto en el Yo, amparándose en la transferencia, usándola no para dirigir la cura sino a la paciente misma; o sea: abusando del poder que esa transferencia le otorga.
Esta modalidad de intervención es obturadora y deja -como única salida posible, salvo que el sujeto en cuestión se defienda mediante una buena resistencia- la identificación. Para la terapeuta, porque la priva de un aprendizaje muy aliviante: su instrumento, el sostén de su quehacer, es la palabra que escucha, no hay saber acerca del ‘bien’ del otro. Para la paciente es obturadora porque cierra las vías, que la asociación libre favorece, de acceso a su deseo -que casi nunca coincide con el querer yoico- y le propone el sometimiento a Otro que sabe lo que le conviene. Podríamos diferenciar, en este sentido, la omnipotencia del conocimiento -que pretende imponerse desde la teoría- del saber del analista, saber de la falta, así como del saber del paciente: ese saber no sabido que las supervisoras desestimaron.
Veamos de qué manera apreciar lo que cada una afirma. La que apuesta a que “lo mejor” es el embarazo, adjudica un sentido a cada hecho. Así, la malformación se iguala a daño; la esterilidad es castigo frente a la culpa y ¿qué mejor, entonces, que otro embarazo para reparar la pérdida? Daño, culpa y reparación son conceptos clave en la teoría kleiniana. El proceso de duelo, central a la misma, es subsumido aquí en un supuesto epílogo: un nuevo embarazo. Pensamos que, si la malformación congénita del bebé muerto estuviese significada en la paciente como daño, nuestro trabajo sería destituir ese armado imaginario, hacerle perder su consistencia. Tanto la malformación, en este caso, como la muerte, por ser del orden de lo no representable, se ubicarían del lado de lo traumático, aquello que la trama significante no logra recubrir: lo Real. Allí el sujeto, siempre que pueda, intentará revestir de sentido, hacer recaer la culpa sobre sí, elaborar, pero habrá que acompañarlo para encontrar con qué signos y semblantes lo hace.
El trabajo del duelo es recorrido significante, con gran costo afectivo, que intenta instalar el vacío producido por una pérdida en un lugar simbólico: su producto es una introyección simbólica, en principio. En este caso, no necesariamente desembocará ni será equivalente a un nuevo embarazo. La reparación kleiniana es la restitución –mediante pensamientos, acciones y sublimaciones- de un fantasma dañado: el cuerpo mítico de la madre. Pero, en verdad, la pérdida es central y constitutiva. Se trata del Das Ding freudiano, podemos rastrearlo en el Proyecto de una psicología científica, de Freud, lo que orienta la búsqueda del deseo. Su inaccesibilidad es de estructura y su espacio: en el exterior más íntimo, el que conviene para ubicar lo Real. No hay, así, restitución posible. La tachadura del Otro no es producto de ningún daño y no hay forma, aunque la neurosis sea un intento, de asegurar su completud. Dar consistencia a una supuesta significación de daño es ir en su misma dirección. La elaboración de las pérdidas se topará siempre con el punto de sin sentido central.
Detengámonos ahora en la afirmación de la segunda supervisora. El tomar en cuenta la necesidad del duelo, de su duración, el señalar los peligros de obturarlo, contempla mejor las condiciones del aparato psíquico. Lo cuestionable es que, al hacerlo desde la teoría, sin apegarse a la literalidad del discurso, convierte su indicación en oráculo y los puentes que nos permitirían avanzar en el reconocimiento de lo particular se desmoronan. El sitio desde donde una hipótesis es formulada es clave, más aún si se trata de la transmisión y sus efectos en el quehacer del que se inicia. Ninguna de las dos supervisiones libera a la practicante del peso de suponer que tiene que saber lo que conviene a la paciente.
Impulsar la llegada de un niño, a contramano del obstáculo de la “esterilidad”, sería desconocer la legitimidad de lo que se opone a las demandas de los sujetos que nos consultan. Los síntomas, en ese sentido, hablan de un conflicto y de un obstáculo que tiene una razón de ser. Los objetos que los neuróticos dicen querer, en este caso el niño, pueden estar en relación con una satisfacción narcisista, con la ilusión de obtener algo que acorte la brecha entre el Yo y el Ideal. Para Lacan, se trata del registro especular, imaginario. En ese campo puede pensarse “Lo mejor y “Lo peor” regulado por el principio del placer. El deseo, actuado en la pulsión, fuerza ese campo, en contacto con el más allá de esa regulación.
En efecto, el objeto de la sublimación, como destino de pulsión, tiene otra ubicación. Así, Lacan contrapone la sublimación, “creación ex-nihilo”, de la nada, a la reparación kleiniana y plantea que un objeto puede “elevarse a la dignidad de la Cosa”, venir a representarla, pero únicamente en tanto sea creación significante que reinstala la falta. Se trata de la repetición, en acto, de la operación que produce a un sujeto allí donde había un viviente. El vacío, no colmable, juega un papel central en las producciones de la sublimación, producciones simbólicas, como son las del arte.
La sublimación implica el forzamiento del campo metonímico del principio del placer y el narcisismo –donde los objetos pueden ser intercambiables- por el deseo actuado en la pulsión. En este ámbito, los objetos se constituyen en las marcas de una historicidad única y devienen causa, empuje, para el sujeto. No son accesibles a través de la imagen especular, aunque el neurótico los busque allí. La sublimación, como destino pulsional, no tendría por qué estar ausente cuando se trata de la operación por la que el Otro da lugar, allí donde antes no estaba, en el viviente, al nacimiento del sujeto. Sería un ingrediente necesario para que el niño por venir ocupe un lugar más allá del narcisismo materno que puede temporariamente colmar.
Conclusiones
Recorrimos un camino: del afán de curar, entonces, al deseo del analista, deseo de obtener, dice Lacan, la “diferencia absoluta”. Deseo que está ligado, así, al encuentro de lo más particular. ¿Por qué hablar de terapeuta? Lacan señala la paradoja de tener que articular el deseo del analista con el no deseo de curar y habla de curar al sujeto de las ilusiones que lo retienen en la vía de su deseo. El analista, por posición, sin embargo, será terapeuta, más allá y a pesar de su intención de curar, si entendemos como cura los efectos de un proceso analítico.
¿Tenemos que imaginar, acaso, un analista prescindente, que no apueste? ¡Para nada! En la estrategia apuesta al deseo. En la táctica, lugar de la mayor libertad, podemos pensar las situaciones particulares en las que se juega la vacilación de su neutralidad; incluso en el sentido de acompañamiento o de interdicción, así como de sostén de las precarias significaciones que el sujeto se haya dado, aunque éstas se destituyan en el curso de su tratamiento. Pensemos en los casos que llegan desde hace ya muchos años, y con mayor frecuencia en la actualidad; sujetos en los que domina la patología del acto y la degradación de la palabra; o en los que predomina el terror y el desamparo. Incluso, en casos más semejantes a las clásicas neurosis, cuando los sujetos atraviesan crisis esenciales. Todos ellos requieren de apuestas finamente calculadas de las que únicamente sabremos el resultado a posteriori, como siempre, por la respuesta del sujeto.
“Lo mejor” y “Lo peor” es, para el Psicoanálisis, una categorización problemática. Si tuviéramos que encontrarle lugar, desde lo que Lacan plantea en el Seminario de la Ética, pensaríamos en deseo y goce, pero como funciones no ligadas a la facticidad. Por lo tanto, un embarazo en sí –como cualquier avatar de la vida- no podría estar ligado, intrínsecamente, ni a “lo mejor” ni a “lo peor”. Esta ubicación descentrada de los atributos -lo bueno y lo malo, las cualidades- responde a la estructura de un aparato psíquico que se produce por la transformación radical que el significante que porta el Otro deseante engendra en el viviente, dejando “lo bueno” y “lo malo”, los objetos de bien, para siempre separados del campo central al que se refiere el Psicoanálisis, el Bien Supremo interdicto. El sujeto humano es un ser reñido con su bien.
La propuesta lacaniana de matematización, incluso de elegante estilización, de despojamiento, encuentra un fundamento íntimamente ligado a lo que impone la clínica: descubrir los significantes entre los cuales cada sujeto nombra, de manera única, lo que la teoría designa. Dejar, lo más aparte posible al atributo, a la referencia. Es únicamente desde lo ideológico –terreno vedado al analista- que podríamos calificar una demanda y pretender responderla. La ética del Psicoanálisis es, justamente, la que se desvincula de la ideología –dominio de la moral- para apuntar hacia lo que no es pasible de ser calificado: lo Real.
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