Los arqueólogos han demostrado que la guerra y el Eros condicionan el ornamento de la vestimenta del hombre y de la mujer. En latín: Marte y Venus. Marte es la confrontación a muerte. Venus es la mirada atenta y seductora que suscita la cólera (Marte) del coito para controlar la satisfacción y atemperar (pacificar) la violencia mortal. Lucrecio, al finalizar su invocación a Venus, evoca al dios Marte: «El amo de los feroces (ferá) combates, el poderoso dios de las armas, Marte vencido (devictus), Marte herido por la herida eterna del amor (aeterno volnere amoris) se refugia en tus senos, Venus. Apoya en ellos su nuca. Entonces, con los ojos alzados hacia ti, los labios entreabiertos, diosa, te mira. Sus ojos están sedientos de esa visión. Con la cabeza inclinada hacia atrás retiene su aliento ante tus labios. ¡Oh, divina, cuando descanse abrazado a tu cuerpo sagrado, fúndete en su abrazo y dulcemente pide para los romanos paz tranquilizadora.»
Una paz que no llega sin violencia. Es una pacificación fecunda, una paz que brota. Es la restauración de los sperma, de las semillas de la lanx satura de las labores agrícolas, de las ceremonias satíricas que las acompañan. Hércules acostado a los pies de Ónfale, Eneas retirándose con Dido a la gruta tunecina, Marte en los brazos de Venus; todas estas escenas se aplican en primer lugar a la reparación de la virtus (de la fuerza, de la energía, del vigor, de la semilla que brota, de la victoria).
El goce, el demonio Voluptas, la hija de Eros y Psique, proporciona a la mirada ese «temblor fulgurante» que penetra en la mirada de la muerte como en la de la locura (furor). Así describe Apuleyo la mirada de Venus: «Sus pupilas móviles a veces se velan de languidez, otras veces lanzan, como si fueran dardos, visiones que excitan. La diosa danza solamente con sus ojos (saltare solis oculis).» Una mujer enamorada se dirige a su amante (Ovidio, Metamorfosis X, 3): «Son tus ojos (tui oculi) —le dice ella— los que, pasando por mis ojos (per meos oculos), han penetrado hasta el fondo de mi corazón. Han encendido una llama que me quema. ¡Ten piedad!» Los naturalistas afirman que las danzas animales de apareamiento derivan de gestos de espanto. La actitud de la gaviota en pie, amenazante, roza el miedo, que ella fija en forma de ceremonia inmovilizada. El espanto de la amenaza, tomando los gestos de las secuencias de la hostilidad, exagerándolas hasta el énfasis, llama al combate sexual. El comportamiento agresivo y el comportamiento amoroso nunca han estado del todo disociados. La seducción es la conducta del espanto ritualizada con énfasis.
El deseo de los hombres ante la depredación del cuerpo femenino tiene dos opciones: el rapto con violencia (praedatio) o la fascinatio intimidante, hipnótica. La intimidación animal es ya una estética prehumana. Roma consagró su destino, su arquitectura, su pintura, sus arenas y sus triunfos a la intimidación hipnótica.
Sándor Ferenczi, en su admirable estudio titulado Thalassa, describe la pasión erótica como un combate en el que debe decidirse cuál de los dos adversarios, ambos acosados por la nostalgia del útero materno perdido, conseguirá forzar el acceso al cuerpo del otro para alcanzar la antigua domus.
La técnica de la hipnosis no sería más que un efecto de esta búsqueda animal de una violencia fascinadora en la que el espanto desembocaría en la obediencia (el obsequium) de la víctima o, como mínimo, volvería a sumirla en comportamientos infantiles, catalépticos, pasivos, subyugados. Nunca se ve con suficiente claridad cuál es el fondo sádico de la ternura. Uno de los miembros de la pareja es devuelto a una situación intrauterina donde penetra por efracción su pareja activa. Pero, para gozar, el que goza también está obligado a adoptar la pasividad.
Los romanos asociaban la mirada de pasividad (el tembloroso fulgor del furor que es la voluptuosidad) con los ojos agonizantes, con la mirada de los muertos. Ovidio reitera a lo largo de toda su obra la descripción de esos ojos temblorosos: «Créeme, no apresures la voluptuosidad de Venus. Aprende a demorarla. Aprende a provocarla poco a poco, con demoras que la difieran. Cuando hayas encontrado el lugar donde a la mujer le gusta que la acaricien (loca quae tangifemina gaudet), acarícialo. Verás en sus ojos brillantes (oculos micantes) un fulgor tembloroso (trémulo fulgoré), como un charco de sol en la superficie de las aguas (ut sola liquida refulget aqua). Vendrán entonces las quejas (questus), el amable murmullo (amabile murmur), los dulces gemidos {dulces gemitus), las palabras que excitan {verba apta)» (El arte de amar II).
Por la misma razón, sin duda, Ovidio es el único escritor de Roma que en vez de prepúberes prefiere mujeres maduras que han cambiado el espanto por el placer: «Amo a una mujer que tiene más de treinta y cinco años. Que los que tengan prisa beban el vino nuevo (nova musía). Amo a una mujer madura que conoce bien el placer. Tiene experiencia, lo único que da talento. Aceptará a tu gusto prestarse en el amor a mil posiciones.
[*] Del libro de Quignard Pascal, El sexo y el espanto, Editorial Minúscula, Barcelona 2006. Traducción Ana Becciú.
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