A lo largo del transcurso de su procesamiento, la condición adolescente puede detonar de manera pasajera una serie de vigorosas inhibiciones, síntomas y angustias. Muchas de estas afecciones de carácter transitorio ostentan de manera franca su indiscutible cuño narcisista, mientras que otras lo manifiestan de manera solapada a través de los pliegues encubridores de una vestimenta histérica, fóbica, obsesiva, persecutoria, depresiva o psicopática. Justamente, es a raíz de las singulares características que adquieren estas dolencias en los sujetos adolescentes que resulta ineludible delimitar, jerarquizar y profundizar un eje diagnóstico que dé cuenta de las perturbaciones que aquejan al registro narcisista durante la transfiguración que lo acomete. Por ende, para que la clínica con adolescentes lleve a cabo el montaje específico de este eje, se hará necesaria la focalización y el seguimiento de los desequilibrios que de manera permanente se produzcan en el campo de la autoestima.
La encrucijada adolescente, por su parte, en su devenir estructurante, se encuentra enmarcada y caracterizada por la emergencia de una doble crisis. Aquella que se desbarranca sobre el mundo interno del sujeto a partir de la metamorfosis física y psíquica a la que éste se ve arrojado sin un posible retorno. Y la que simultáneamente se desencadena sobre el territorio de sus vínculos (amistosos, familiares e institucionales). No obstante, el forzoso desdoblamiento de esta crisis se efectúa con el objetivo de precisar sus áreas de incumbencia y anclaje, más allá de que en los hechos ésta se habrá de expresar de manera conjunta y uniforme. Este enfoque que se ha consolidado en las últimas décadas no ha impedido que perdure la vigencia de aquellas perspectivas que sólo toman en cuenta lo que sucede en el mundo interno del sujeto.
Siguiendo los lineamientos de este enfoque encontramos que en el registro intrasubjetivo el adolescente se enfrenta a la pérdida de las representaciones y afectos que habían poblado la atmósfera de su niñez. Esta pérdida pone en jaque a la mayoría de sus referentes infantiles, aquellos con los que había construido su ser y estar en un mundo gobernado por adultos. Otro tanto ocurre en el plano intersubjetivo, ya que allí se enfrenta con la pérdida de los códigos designados y asignados para relacionarse con los otros del vínculo [1] (ya como sujetos de la realidad, ya como objetos de su fantasía.) Y, encabalgada entre ambos registros, con las vicisitudes propias de la reorganización de su dimensión pulsional (sus descargas específicas, sus sublimaciones, etc.).
De la misma manera, este conjunto de pérdidas también habrá de perturbar de forma contundente el equilibrio tópico, dinámico y económico del registro narcisista, ya que los recursos, logros y conquistas con los que se cimentó su autoestima fueron tributarios de la misma organización representacional y afectiva que caducó en su vigencia con la llegada del adolecer. En el mismo sentido, esta crisis por vaciamiento se habrá de reflejar también en los trabajos de duelo cursados a partir de las cuantiosas pérdidas sufridas (cuerpo infantil, padres idealizados, recursos acopiados, etc.), y en las rectificaciones tanto estructurales como funcionales (reformulación de sus instancias psíquicas, modificación de la dependencia material y afectiva respecto de los adultos, etc.).
Asimismo, la avidez incorporativa de modelos y herramientas que, a la sazón, despierta este vaciamiento acuñó en la obra de A. Missenard la elocuente expresión de urgencia identificatoria para definir así el estado que el psiquismo adolescente atraviesa en su normal anormalidad. Esta urgencia, sin embargo, no va a trabajar en soledad. Es que para que pueda plasmarse la recomposición intrasubjetiva que le permita operar al joven en su nueva realidad mediante el proceso de recambios afectivos y representacionales que denomino remodelación identificatoria [2] , es necesario contar con una dinámica de intercambios en el registro intersubjetivo. Esta dinámica de intercambios será piloteada por la urgencia vinculatoria [3].
Estas dos urgencias marcan el ritmo incesante que lleva al adolescente a conectarse con estos nuevos otros del vínculo (pares y adultos extrafamiliares), que oficiarán como modelos, rivales, objetos y auxiliares en su desesperada búsqueda de un lugar en la tan deseada y tan temida cultura adulta. Esta dinámica de intercambios va a precipitar en las fugaces identidades con las que los adolescentes se manejarán en su larga marcha hacia el desprendimiento material y afectivo de la familia de origen, gracias a la puesta en marcha de un proyecto a futuro y a la construcción de un escenario para el enfrentamiento generacional.
Este procesamiento, que va a incluir un imprescindible cuestionamiento de los valores e ideales inculcados por la familia, habrá de presentar en su desenlace el formato de una articulación o de una fractura, cuestión que la clínica con adolescentes deberá tener en cuenta al momento de trabajar los desequilibrios que justamente padece la autoestima. Es que según sea la estructura de roles familiar habrá mayores o menores chances de que los protagonistas de esta instancia crucial puedan elaborar vicisitudes propias de la finalización de un ciclo vital junto con la caducidad de sus posicionamientos subjetivos.
De este modo, los desórdenes narcisistas que puedan presentarse en el transcurso del procesamiento de la condición adolescente no se van a configurar forzosamente con las cristalizaciones propias de su versión psicopatológica, aunque su apariencia fenoménica se encuentre hilvanada con las mismas hebras. Es que en su transcurso, este procesamiento despliega un tipo de dinámica que lleva al sujeto adolescente a comportarse como si estuviera padeciendo un dilatado trastorno narcisista. Por tanto, las perturbaciones en el campo de la autoestima que detectamos en el ámbito clínico, lejos de adoptar las coordenadas de una afección estable, pueden sencillamente estar reflejando las vicisitudes propias de la elaboración que lleva al sujeto a trasponer el umbral de la adultez a través de la conformación de una serie de sucesivas y cambiantes constelaciones identitarias.
En este preciso sentido, todo adolescente va a estar bajo la influencia pertinaz de un trastorno narcisista de pleno derecho, en la medida que se encuentra profundamente sumido en la remodelación tanto del conjunto de sus instancias psíquicas como de su registro narcisista. Esta compleja situación, que nos ubica en el vórtice de los desequilibrios de la autoestima, se habrá de transformar en una problemática de decisiva importancia en la clínica con adolescentes si estamos dispuestos a reconocerle su estatuto de piedra angular.
De acuerdo a estos lineamientos tenemos esbozado, entonces, un trastorno narcisista adolescente de tipo genérico. Éste se origina cuando al abandonar la infancia el sujeto pierde no sólo sus recursos sino también la estructura psíquica que laboriosamente construyó. Por ende, aquello que resultó operativo para desempeñarse como un niño ya no le sirve a la hora de ser un adolescente. Nos encontramos aquí con las alteraciones con las que nos desafía la remodelación tanto de la instancia yoica como la del registro narcisista representadas a través del incesante repiquetear de las preguntas acerca de quién soy y cuánto valgo. Otro tanto habrá de ocurrir en la esfera superyoica con la remodelación que se llevará a cabo en torno al Ideal del Yo, ya que las modificaciones que sufrirá la imagen a futuro quedarán simbolizadas con las interrogaciones acerca de quién quiero ser y qué quiero para mí. La Conciencia Moral, por su parte, en su trabajo de resignificar el sentido de la ley paterna, se habrá de preguntar qué es lo que ahora sí puedo hacer. Estas preguntas, desde luego, no necesitan ser enunciadas de manera conciente para que cursen sus efectos sobre los adolescentes, ya que su vibración estará presente a lo largo y a lo ancho de esta compleja transición.
No obstante, para que estas preguntas cuenten con alguna chance de encontrar su correspondiente respuesta resultará imprescindible reconocer el papel que históricamente viene cumpliendo el registro transubjetivo en la producción de subjetividad. En este sentido, es necesario tomar noticia de cómo los colosales cambios que se produjeron a lo largo el siglo XX contribuyeron decisivamente en la mutación de las significaciones imaginarias sociales. Así lo atestiguan las dos grandes guerras, el nuevo papel de la mujer, el estado de bienestar, la sociedad de pleno empleo y su progresivo desmantelamiento, la caída del muro de Berlín y la restauración del neoliberalismo socioeconómico; la juventud como modelo idealizado, el individualismo a ultranza, etc. Por esta razón, durante los tiempos en los que el futuro parecía asegurado, la estabilidad marcaba una forma de pensar y de sentir que se perdió no sólo para los adolescentes, sino también para los adultos. De esta manera, quedaron impedidos, en gran medida, de seguir ofertando la brújula que les permitiría a los jóvenes moverse a conciencia en las coordenadas espaciotemporales en las que se produjo su desembarco.
Consecuentemente, si acordamos con las líneas maestras de este planteo, resulta imposible obviar en la clínica con adolescentes las diversas alternativas que se producen en el contexto sociocultural donde éstos se mueven [4]. Todas las variables intervinientes van a influir en la constitución de la subjetividad en la medida en que el sujeto está enraizado a los valores e ideales que circulan en la época que le tocó en suerte vivir. Por consiguiente, nadie se puede posicionar ni más allá ni más acá de las variables que genera su momento histórico, aunque sí se puede partir de allí para intentar modificarlas (tal como ocurre con las vanguardias y las contraculturas, encarnadas en numerosas oportunidades por adolescentes). De este modo, nos habremos de encontrar con una problemática central a la hora de la constitución de la subjetividad allí donde los padres y la familia no pueden sustentar los valores e ideales con los que crecieron y maduraron, ya que, al estar también sumidos en la crisis que atraviesa la sociedad, su capacidad de investir, apuntalar y acompañar se encuentra entre interferida y deteriorada.
De este modo, la situación que aqueja a los adultos va a resultar gravitante para los adolescentes en la medida que la autoestima es el corolario de una producción de neto corte vincular. Esta producción se manifiesta desde los primeros intercambios entre el sujeto y los otros del vínculo a partir de las actitudes que éstos vayan adoptando a lo largo de la vida del sujeto: apoyo, estímulo, indiferencia, crítica, etc. El precipitado y posterior decantación de estas actitudes va a promover la constitución de las diversas líneas valorativas que terminarán integrando el registro narcisista. En este mismo sentido, la confianza en uno mismo, o su pertinaz ausencia, puede surgir tanto a partir de la influencia de aquellos estímulos como de la incorporación de los modelos identificatorios que portan los otros del vínculo. Por esta razón, si la autoestima de los adultos a cargo pende de un hilo, los jóvenes se van a encontrar en una situación muy dificultosa a la hora de gestionar la propia.
De todas maneras, la autoestima que se origina en los primeros intercambios vinculares tendrá la posibilidad de recrearse de manera permanente en ocasión de los sucesivos encuentros significativos que se produzcan durante el procesamiento de la condición adolescente. Es en esta línea que habrá de trabajar la clínica de los trastornos narcisistas, ya que tratará de refundar las bases en torno de lo que no se posibilitó, de remodelar lo que se encuentra maltrecho o contrahecho y, por último pero no por eso menos importante, de expandir aquello que genera confianza y bienestar. Por esta razón, cada vez que nos encontramos con una declaración de impotencia, es decir, con la enunciación de un “no puedo”, nos hallaremos frente a un indicador diagnóstico que marca la existencia de un posible desequilibrio de la autoestima. Este desequilibrio, en caso de persistir y no ser tratado a tiempo para propiciar su elaboración, a futuro podría llegar a cristalizarse en un formato psicopatológico.
Estas cruciales circunstancias son las que definen la orientación que habrá de tomar un trabajo clínico con adolescentes que porten y soporten estas dolencias. Es en este sentido que la conceptualización de la dirección de la cura implica un posicionamiento ideológico acerca de la teoría en juego, de su aplicación práctica y de las consecuencias que inevitablemente sobrevendrán en la vida del sujeto. Por esta razón, dos lineamientos habrán de confluir para sustentar una técnica específica en el abordaje de los trastornos narcisistas en adolescentes. La primera es la de implementar un estilo de intervenciones que nos permita abordar esta conflictiva a través de una postura profundamente empática, es decir, la de ponernos efectivamente en sus zapatos. La segunda es la de tener siempre presente la dimensión del sufrimiento adolescente, en tanto ésta tiende a escamotearse de manera defensiva tanto por parte de los adolescentes como por parte de los adultos. Los jóvenes, porque van a intentar negar o desmentir todo lo que les sea posible su nivel de sufrimiento, en tanto su develamiento devendría altamente disruptivo para su bamboleante equilibrio psíquico. Los adultos, en caso de no tenerlo elaborado, porque negamos, reprimimos o desmentimos cuán mal la pasamos en la época en que cursamos nuestra propia adolescencia. Justamente, es ese reflejo especular el que nos dificulta digerir alguno de los malestares, angustias y ansiedades que atraviesan al sujeto adolescente.
De esta manera, la instrumentación de un recurso técnico centrado en la empatía nos traslada directamente al corazón del sufrimiento adolescente. En consecuencia, por más que parezcan divertidos, por más que vengan a contar chistes, por más que hablen de cualquier cosa menos de ellos mismos, o sencillamente, aunque ni siquiera hablen, la pasan mal y uno no debe olvidarlo. Es en este sentido que las funciones apuntalante y acompañante que debería asumir el psicoterapeuta son decisivas para contribuir a elaborar los desequilibrios que se presentan en el campo de la autoestima. Por ende, si acompañar es ir a la misma velocidad que va el otro sin imponerle la propia, y apuntalar es darle sustento y continuidad a los recursos que ofrece el vínculo, el escenario clínico va a poner en juego la posibilidad de un verdadero encuentro significante. De este modo, la necesidad de precisar y jerarquizar el origen y la dinámica de estas sintomatologías en pos de la elaboración de los desequilibrios que sufre la autoestima va a requerir que la labor psicoterapéutica se desarrolle en el marco del trabajo de la intersubjetividad [5]. |