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Entre la dicha y la seguridad
Por María Cristina Oleaga
mcoleaga@elpsicoanalitico.com.ar
 
“(…) al hombre primordial las cosas le iban mejor, pues no conocía limitación alguna de lo pulsional. En compensación, era ínfima su seguridad de gozar mucho tiempo de semejante dicha. El hombre culto ha cambiado un trozo de posibilidad de dicha por un trozo de seguridad.” [1].

“El vocablo dicha, proveniente del verbo decir, significa ‘las cosas que se dijeron’, pero también ‘felicidad’, ‘buena suerte’.”

“¿Cuál es la relación del verbo ‘decir’ con este último significado? Los romanos creían que la felicidad dependía de algunas palabras que los dioses o las parcas pronunciaban en el momento del nacimiento de una criatura, de tal manera que el destino quedaba trazado en la dicta ‘la cosa dicha’. Esta antigua creencia romana está también en el origen de la palabra hado ‘destino’, que proviene de fatum, participio pasivo de fari ‘hablar’, ‘decir’.” [2]


Introducción

Freud, en la cita del acápite, se refiere al arreglo que, ley restrictiva mediante, resguarda la convivencia, el lazo social; la seguridad de poder gozar no proviene de la falta de limitación sino de ese instrumento legal que frena la violencia propia de los seres humanos. Ubica, de este modo, la dicha del lado de las satisfacciones pulsionales y la seguridad del lado de la protección simbólica. Inseguridad sería, entonces, desamparo de lo simbólico.

La palabra dicha, de acuerdo con la etimología, une en sí lo dicho, la felicidad y el decir del Otro. Revela, así, una indicación en el sentido de la intervención de lo simbólico en la posibilidad de la satisfacción de los humanos.   Bien sabemos -y la sociedad actual es una prueba de ello-  que la dicha proveniente de la satisfacción de las pulsiones depende, para ser tal, de condiciones muy precisas y acotadas. Este circuito es claro para nosotros que vivimos en la época de la entronización del goce, del Házlo ya, de la idealización de lo ilimitado, y que –sin embargo- verificamos el padecimiento de los sujetos que se embarcan en esa vía. Por otro lado, Freud -en su época, marcada por la represión- advirtió que el efecto tanático del Superyó se ejerce sobre el más virtuoso. La satisfacción, entonces, cabalga en un estrecho desfiladero, no está asegurada.


Una versión de la inseguridad: la delincuencia común

Actualmente, un discurso empecinado acerca de la inseguridad ha tomado los medios, tanto para denunciarla como para negar su incremento. La inseguridad denunciada y o minimizada es, básicamente, la que proviene de la delincuencia, circunscripta a hurtos, robos, secuestros extorsivos, asesinatos en ocasión de asaltos, etc. La inseguridad, de este modo, entró a formar parte de un falso debate, falso en tanto los participantes están atrincherados en certezas previas y sólo aspiran a demostrarlas con fines partidarios o, en el fondo, de rédito económico. Si se parte de postulados, al modo psicótico, sólo se arriba a delirios.  Unos se empecinan en el pedido de más seguridad, para denunciar la ineficacia del manejo oficial del tema, y la entienden como mayor participación de la represión; los otros desmienten la existencia del problema,  en nombre de la defensa, a cualquier precio, de su gestión y acusan a los que se quejan de encarnar oscuras fuerzas de la reacción.  

Sin embargo, si entendemos la inseguridad  como efecto del desamparo de lo simbólico, creemos poder otorgarle un valor de verdad al discurso que denuncia su avance, incluso -aunque no sólo-  en su versión delincuencial. No es ese el único aspecto a resaltar, como veremos, de este déficit. El enfrentamiento que tiene lugar en los medios encubre otras formas, avasalladoras, de la inseguridad y limita la posibilidad crítica en los destinatarios del mensaje.


El primer violento

Para el Psicoanálisis, el Yo se constituye desconociéndose. Lo extraño, lo no asimilable ni tramitable en las redes del principio del placer -o sea en las redes significantes, en la trama de las representaciones-, aquello que altera su equilibrio de cualquier modo, es expulsado  de sí. Ese tratamiento –según el modo de la oralidad, del tragar/escupir- es el primer modo en que el aparato psíquico constituye el no-yo o sea el mundo exterior. Este movimiento está motorizado por el odio, efecto del displacer, de la alteración de una homeostasis. Dicha alteración, desde luego, proviene originariamente del surgimiento de cualquier desequilibrio sentido como contraste con un nivel de armonía y satisfacción.

El resultado, por consiguiente, dicho aspecto escupido/expulsado, es parte del yo pero no es admitido como tal. Además, esta operación permanece prototípica para el tratamiento de lo que resulte, en adelante, perturbador. [3]  La primera violencia, en este sentido, proviene del Yo y se dirige a desconocer algo de sí como parte del proceso mismo de la constitución del Yo y de la construcción del Otro.


El nosotros va por la misma senda

Si consideramos este proceso a nivel de la cultura de cada época, encontraremos rasgos particulares en el camino de armar, en este caso, un nosotros protector y un los otros externo y depositario de todos los males. Los ideales, los que van variando, son los elementos simbólicos pacificadores que reúnen a los sujetos y dan cuerpo a un nosotros unido bajo las insignias que convengan al mantenimiento del statu quo, de lo instituido epocal.
 
Así, la religiosidad, por ejemplo, podía circunscribir –en la Edad Media- una pertenencia reguladora que dejaba –por consiguiente- cualquier amenaza del lado de los otros, los herejes, etc. No estamos aquí para valorizar positiva o negativamente la cualidad de estos ordenamientos. Sabemos, sin embargo, del retorno fatal de los efectos moralizantes, de la caza de brujas, de las Cruzadas, etc. con sus objetivos de extensión territorial y de dominio. No obstante, queremos destacar lo que, en el nivel social, cumple la función de armado de lo colectivo, operaciones simbólicas homólogas a las que se dan en la constitución de un sujeto, y ver lo que ocurre cuando ellas vacilan o fracasan.

Actualmente, nos hallamos, como tantas veces lo hemos señalado, bajo el efecto de caída de los Ideales, de pérdida de las creencias de los sujetos en el valor de los mismos. Los significantes Amos, los que ordenan lo permitido y lo prohibido, los que facilitan -en ese mismo movimiento- el deslizamiento deseante, han perdido su poder. Los sujetos no encuentran cobijo bajo propuestas significantes, que promuevan identificación. Los grandes relatos, por lo tanto, son hoy cuentos para niños.  Además, en el reino de la exclusión actual, los sujetos están sometidos al miedo generalizado, ya que la incertidumbre por el futuro los abruma y deja poco margen al deseo.

Esta coyuntura de fragilidad simbólica se cruza con otra: la del individualismo extremo. Antes, los espacios comunes: plazas y calles, eran un lugar de encuentro entre vecinos, un lugar generalmente amable. Hoy, los sujetos se recluyen en el interior de sus territorios, casas, barrios cerrados, etc. Los lugares comunes se vuelven despoblados y amenazantes, en ellos puede estar el otro del peligro.

La exclusión social, asimismo, versión naturalizada del ghetto, del campo de concentración o del centro clandestino de detención, arroja fuera de los límites de lo humano a todos aquellos que resultan desecho de la máquina capitalista. Gran parte de la clase media y alta trata ese desecho como  el lugar privilegiado donde depositar al enemigo: esos desplazados amenazan irrumpir en la paz de sus hogares cual retorno de lo reprimido. Dijimos que hay razones estructurales, afines a la constitución subjetiva para que esta depositación sea efectiva. Sin embargo, hay que destacar el rol central de los medios de comunicación para dar forma y explotar este rasgo.


Aislados y temerosos

Al poder le sirve, dentro de ciertos límites, contribuir a la ruptura del lazo social, aislar a la gente entre sí y sembrar el miedo a los otros que cualquier dato puede calificar como diferentes. El miedo que nos provoca –en principio- lo extraño en nosotros mismos, puede ser utilizado con el fin de desarmar el lazo social. La operación de demonizar al depositario, al diferente, al que puede albergar lo temido de cada uno, cumple un rol aplacatorio y desresponsabilizante para unos y obstaculiza los contactos con los otros. Así, se debilita el entramado social que podría, eventualmente, interpelar al poder. El odio se constituye en un motor más redituable que el amor.

Al tratar el tema del racismo, Žižek utiliza los conceptos de Yo, Superyó y Ello para ubicar distintos tipos de “Mal”, demostrativos de la tramitación que puede seguir esta depositación. Así, ubica “ (…) el mal del yo la conducta motivada por el cálculo egoísta y la ambición, es decir, el desconocimiento de los principios éticos universales; (…) mal del superyó: el mal realizado en nombre de la devoción fanática a algunos ideales ideológicos; (…) el mal del ello, estructurado y motivado por el más elemental desequilibrio en la relación entre Ich y jouissance”, aquel que devela un goce –más allá de la racionalización a la que se apele- en la descarga agresiva descontrolada al extranjero. [4]

En todo caso, este esquema ubica las hondas raíces que tienen las operaciones de violencia que se generan en el aparato psíquico a partir de esa partición con el Otro, el que me amenaza con lo peor de mí. No toleramos esa presencia extranjera; ella hace surgir el odio ante esa forma de gozar que nos es, supuestamente, extraña. El desprecio por la diferencia, por el goce particular, va de la mano con la aspiración capitalista de desubjetivar, de homogeneizar, de hacer tábula rasa con las peculiaridades. Es la aspiración de lograr que todos podamos compartir las mismas satisfacciones.
 
Asimismo, este tratamiento de la subjetividad es homólogo al abordaje medicamentoso de la patología psíquica pues ambos desconocen lo que nos define: el Inconsciente y sus retoños; el goce que nos habita o sea: la particularidad que nos hace únicos, sea en su cara de sufrimiento, de  angustia, sea -también- en cuanto a sus efectos creativos. La clasificación psiquiátrica de los así llamados trastornos es una lista de observables que definen apartamiento respecto de lo esperable para el consumidor tipo. Crea también, de este modo, una clase de excluidos del reino de la normalidad quienes –como beneficio secundario- obtienen un nombre, un ser, a partir de esa ubicación: son los adictos, los bipolares, etc. El problema, y siempre nos encontramos con estos efectos paradojales del capitalismo, es que así como el número de humanos que gozan de riqueza disminuye cada vez más, la población  de consumidores normales es cada vez más reducida mientras crece inusitadamente la de los  trastornados que deben recibir mercancía medicamentosa.

Nuestra clínica, por el contrario, no confronta al sujeto con ninguna media a la que amoldarse. Muy por el contrario, hace lugar a su peculiaridad, busca el reconocimiento de sus aspectos rechazados, apuesta a que de esos desechos surja alguna joya, otra versión de su ser más íntimo. Poder amar y trabajar sigue siendo, en su más amplia significación, el efecto deseado de un psicoanálisis, sin que por ello sepamos de antemano en qué consiste para cada uno la cualidad de esa resolución.


Consume y serás

Si el Dios actual, al que se sacrifica todo, es el Mercado, el Ideal ya no puede cobijar del mismo modo que en otras épocas, dentro de alguna clase de armonía imperfecta, los requerimientos pulsionales. En su lugar, la sociedad ofrece el consumo de objetos como Ideal Así, el toque de destrucción que se aloja en la palabra misma -se consume la vela, los celos consumen al que los padece- se verifica cuando  el consumidor, como hipnotizado por la oferta, es quien queda consumido, no sólo en cuanto a su bolsillo, sino también por el efecto de insatisfacción posterior. Ella va desde la decepción del “No era eso” a los gravísimos cuadros característicos de nuestra época. Los mismos se despliegan tanto en la vertiente de la fatiga, la pérdida del deseo y la depresión, como en la serie del acto, de la reivindicación violenta ante la imposibilidad de otra salida para la angustia y el vacío.

Si el sujeto angustiado se encuentra reducido a la posición de objeto, sin posibilidad del auxilio simbólico que le permita articularse a la cadena significante, él mismo ofrecido como respuesta al deseo enigmático del Otro, el consumo lo devuelve a ese lugar, no sin antes haber satisfecho –eso sí que se cumple- algo de la ley del mercado, del siempre más del capitalismo voraz. Ese goce frágil, fracasado, induce, a su vez a reanudarlo, lo que da el rasgo adictivo de la época.


Angustia y violencia

La angustia, dato clínico privilegiado, índice de dificultad para la tramitación simbólica, está íntimamente vinculada a la frecuente patología del acto. La impulsividad ya no se circunscribe exclusivamente a la marginalidad, como Freud lo señala en relación a la “juventud descarriada” [5]. Sin embargo -a contrapelo de esta tendencia- y de acuerdo con el mecanismo tranquilizador que nos hace ubicar en el Otro la amenaza, las familias más pudientes, las de más elevado rango social, temen por lo que pueden sufrir sus hijos a manos de los villeros violentos. Desconocen, así, la violencia patológica que despliegan las barritas de adolescentes de clase media y alta tanto en escuelas como en la calle y los actos vandálicos que cometen sus hijos en los barrios cerrados, a los que fueron llevados para, entre otros motivos, defenderlos de la inseguridad. Ambos, tanto el desclasado como  el adolescente de clase media y alta, tienen hoy, frecuentemente, algo en común: una carencia simbólica, impedimento para la elaboración, para el manejo de conflictos intersubjetivos, que los lleva fácilmente a la resolución por la violencia.


¿Respuestas?

Las respuestas institucionales más frecuentes implementan un incremento del control, de los mecanismos represivos, que muchos –comprensiblemente en el caso de las víctimas de actos violentos- requieren y exigen. Sin embargo, estas respuestas, tan desgraciadas en el caso paradigmático del gatillo fácil, demuestran ser métodos de control encubierto de la población pobre más que respuesta efectiva al problema de la violencia.

Por otro lado, hay también una respuesta temerosa ante las actuaciones de los jóvenes. Se traduce en cierta indiferencia, en una mayor tolerancia, en un desprecio que se disfraza de complicidad, todo lo cual deja a los chicos en un mayor desamparo y potencia su recurso a la acción. Así, los docentes se quejan del desinterés de los estudiantes, del clima violento de las escuelas; los médicos resienten la agresividad con que los enfrentan los pacientes, etc. pero todos se sienten atemorizados e impotentes para hacer algo. En el caso de las escuelas, parece  aumentar la permisividad, pero en verdad se deja hacer y se incrementa, así, la orfandad de los chicos. 

Se ha dicho repetidamente que la educación podría ser un recurso privilegiado para resolver estos temas. Sin embargo, si se entiende por aprendizaje de habilidades o acopio de datos, ella no  resuelve el drama de la subjetividad actual, de la intemperie simbólica. Quizás, habría que pensar en dispositivos comunitarios -que apunten al reconocimiento,  a la construcción y al sostén de la subjetividad- que no renieguen de lo que encuentran, de la particularidad del material humano en juego. Para ello sería preciso partir de los sujetos, de su habitat, de sus vínculos, para diseñar –luego- los ámbitos destinados a asistirlos. [6]


Delincuencia no hay una sola

Si, como decíamos, los ideales encauzan el deseo de los sujetos y albergan los proyectos del poder de cada época, en este momento el Mercado no tiene demasiadas máscaras significantes para velar su carácter depredador. El recurso de señalar, como amenaza inminente, la inseguridad delincuencial común deja en la sombra el tipo de delincuencia mayor que el mismo Mercado ejerce, la que está causando devastación a nivel planetario.

Los medios masivos de comunicación, los que publicitan y amplifican las amenazas que provienen de la creciente violencia epocal y los que la desmienten, unos y otros  prestan escasa atención, e incluso desmienten, las amenazas mayores que se ciernen sobre la seguridad. Se trata del extractivismo y su consiguiente devastación, la depredación de las fuentes de agua, el uso de los agrotóxicos,  los cultivos transgénicos, la deforestación, las consecuencias de éstas y de otras intervenciones sobre el cambio climático, etc.  

El desamparo simbólico, en este nivel, es llamativo. Las corporaciones de todo tipo, en nuestro país las mineras y las sojeras en especial, encuentran ya sea un vacío legal, ya sea leyes que habilitan sus avances,  que les permiten actuar de modo prácticamente irrestricto, avasallar glaciares, envenenar el agua, deforestar y desertificar, desalojar a pequeños campesinos y pueblos originarios, etc. Se trata de delincuencia de altísimo nivel, que nos afecta a todos ya que amenaza las condiciones mismas de la vida, pero que no es reconocida ni, por lo tanto, significada como tal salvo por los pobladores cercanos a las zonas más comprometidas y para los estudiosos del tema.

Hay, sin embargo, una respuesta comunitaria, horizontal y diversa, a estos avances.  Recomendamos, al respecto, todos los artículos que ha publicado, en varios números de El Psicoanalítico, nuestro compañero Germán Ciari. Esas luchas, huérfanas hoy de eco, atacadas y reprimidas, son caminos probables para que, en algún momento, mediando el aval de muchos otros, el amparo legal pueda acotar  la codicia de la delincuencia extractivista.


Conclusión

Señalé el acople que existe entre el mecanismo con que espontáneamente separamos de nosotros lo que no toleramos y lo ubicamos en el otro y el beneficio que obtiene el statu quo a partir de dicha operación.  Asimismo,  quiero subrayar la importancia, cierto efecto de antídoto, que ofrece el lazo social, la construcción horizontal, en cualquier tipo de dispositivo que pretenda lidiar con los efectos del desamparo simbólico.

La inseguridad, en este sentido y en cualquiera de sus variantes, se asienta y crece en relación con la división y el aislamiento entre los sujetos. Si rescato la construcción en horizontalidad es porque creo que esa disposición alberga –además- posibilidades de interpelar el empuje masificador que malogra la construcción en diversidad. Ella podría lidiar mejor con nuestro rechazo de lo diferente y dar espacio a una posición subjetiva cuestionadora y, a la vez, autocrítica.


 
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Notas
 
[1] Freud, Sigmund, Obras Completas, El malestar en la Cultura, Tomo XXI, Amorrortu Editores, Argentina, Pcia. de Bs. As., 1986. Pág. 112.
[2] Estas frases ha sido extraídas de los libros de Ricardo Soca La fascinante historia de las palabras y Nuevas fascinantes historias de las palabras.
http://www.elcastellano.org/palabra.php?id=1578
[3] “El yo odia, aborrece y persigue con fines destructivos a todos los objetos que se constituyen para él en fuente de sensaciones displacenteras, indiferentemente de que le signifiquen una frustración de la satisfacción sexual o de la satisfacción de necesidades de conservación.”  Freud, Sigmund, Obras Completas, Pulsiones y destinos de pulsión, Tomo XIV. Amorrortu Editores, Argentina, Pcia. De Bs. As., 1986. Pág. 132.
[4] Žižek, Slavoj, Las metástasis del goce. Seis ensayos sobre la mujer y la causalidad, Paidós, Argentina, Buenos Aires, 2003. Pág. 114/115.
[5] Freud, Sigmund, Obras Completas, Prólogo a August Aichhorn, Verwachrloste Jugend, Tomo XIX. Amorrortu  Editores, Argentina, Pcia. De Bs. As., 1986. Pág. 292/3. 
[6] “Creo, entonces, que si hay algún rescate posible para esos chicos la teoría psicoanalítica puede dar elementos para entender la estructura de la posición en juego y pensar respuestas. Diré, por ello, que el abordaje podría ser inicialmente colectivo sin por ello resultar masificante. Encontrar a estos niños en su mínimo lazo afectivo social callejero, preservarlo y ofrecer alternativas más allá de cubrir la necesidad. Instalar dispositivos abiertos en los que se les reconozcan sus rasgos singulares: radios comunitarias, recursos cibernéticos, talleres de artes y oficios, juegos y deportes, etc. Todo aquello que promueva el hablar, que estimule la escucha y personalice y profundice lazos sociales, que les abra caminos para reinventarse un lugar cuando aún les sea posible. En este sentido, fomentar paulatinamente articulaciones horizontales en las cuales puedan deliberar y decidir algunos proyectos. Desplegar los recursos del refugio simbólico haciendo uso de los objetos que ofrece hoy la técnica y ver si el sujeto, contando con su mínimo entorno afectivo inicial, puede anidar y partir de allí.” Oleaga, María Cristina, “Desnutrición simbólica y desamparo”, Revista El Psicoanalítico número 3.
http://www.elpsicoanalitico.com.ar/num3/subjetividad-oleaga-desnutricion-simbolica-desamparo.php
 
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