El estado político pensado por Spinoza introduce una anomalía en la tradición iusnaturalista [*]. Si bien rompe con la idea clásica de Buen Gobierno como gobierno de la virtud [1], no es tampoco un puro dispositivo de producir orden e impedir conflictos, no es un artificio contra natura que despoja al cuerpo social de su derecho natural mediante un mecanismo de alienación y transferencia, sino una extensión (el verbo extendere es muy importante en la lógica política de Spinoza), una radicalización, una composición o una colectivización de ese derecho, que a la vez que instituye y conserva al estado, lo amenaza -y de este modo lo preserva de cualquier usurpación-, precisamente por haber permanecido “incólume” [2]. Vale decir que el derecho público no suprime al derecho natural; es este derecho natural mismo que adopta un estatuto político y de este modo se incrementa y deviene concreto como potentia multitudinis.
La soberanía no es transferida por medio de un contrato sino que permanece inmanente al poder colectivo que la constituye a la vez que la resguarda de toda apropiación particular o sectaria. Spinoza llama democracia a esta forma de soberanía común inalienable, a la que define como absolutum imperium y como “el más natural de todos los regímenes políticos”.
A la manera de los autores clásicos, Spinoza se interroga por las condiciones de permanencia de un estado, para anticipar -en el subtítulo mismo del TTP [**]- que la libertad es una de esas condiciones. No sólo la libertad de pensar lo que se quiera y decir lo que se piensa no amenaza la estabilidad política, sino que es su presupuesto más importante. Orden y la libertad no son términos antagónicos sino partes de una y la misma realidad, pues la libertad no tiene a la anarquía por efecto sino que es más bien una fuerza productiva de comunidad, y no el precio a pagar para la constitución del estado. Spinoza no sacrifica la libertad a la seguridad –el suyo es un pensamiento muy poco sacrificial, o absolutamente no sacrificial, en todos los órdenes.
Contra la Inquisición, que usaba el hierro candente para obtener lo que era interior y se hallaba oculto y sin manifestarse, Hobbes había limitado el poder de castigar del estado a todo lo que es exterior, incluidas las palabras, y había dejado las ideas acerca de Dios y de las cosas que se mantienen in foro interno más allá de la intervención por parte de los poderes públicos. La batalla de Spinoza es por la libertad de hablar y pensar de manera pública sin que ello sea pasible de persecución ni de castigo. Dicho más simplemente: la libertad de palabra es aquí concebida un derecho natural inalienable. Lo que el TTP llamaba imperium violentum, estado violento, es la forma más frágil que puede adoptar un régimen político debido a que su presupuesto es la destrucción de la naturaleza humana. El estado propiamente spinozista, la República libre, nada exige a los hombres que vaya contra su naturaleza: no les exige ocultar sus ideas, no les exige ser desapasionados, no los obliga a ser puramente racionales y virtuosos. Crea las condiciones materiales para la construcción de una libertad colectiva -y no meramente negativa- y la autoinstitución política en formas no alienadas de la potencia común. El nombre spinozista de esa libera Respublica es democracia.
Lo que resulta posible pensar a partir de la filosofía de Spinoza es una política emancipatoria no sometida a la idea del “hombre nuevo”, a la idea de que los seres humanos debieran ser diferentes de como realmente son; por el contrario, aquello que los seres humanos son capaces de ser y de hacer individual y colectivamente es siempre un trabajo lento y sin garantías que se mantiene en la inmanencia (el verbo inmaneo significa “permanecer en”) de su existir como seres naturales, apasionados y finitos. Un trabajo ininterrumpido que cada generación que llega al mundo debe emprender nuevamente porque no hay un sentido de la historia, ni la humanidad que ha tenido lugar puede ser reducida a una prehistoria de sí misma, ni existe un curso unitario de acontecimientos que, de manera transparente o “astuta”, lleve por necesidad a una reconciliación de los seres humanos consigo mismos.
Las filosofías políticas del XVII -y de allí tal vez su proximidad con el presente- ya no contaban con un fundamento teológico para su elaboración, y aún no eran auxiliadas por una filosofía de la historia o una teleología de la naturaleza en las que fuera posible descifrar el sentido de los signos que entrega la época; tampoco disponían de una idea trans-histórica de Buena Sociedad a la que adecuar las sociedades empíricas. Pues lo que Spinoza llama democracia no es un conjunto de formas definitivas presuntamente fundadas en la naturaleza, y ni siquiera un régimen político en sentido estricto, sino el desbloqueo, la desalienación y la liberación de una fuerza productiva de significados, de instituciones, de mediaciones por las que se mantiene e incrementa. Autoinstitución ininterrumpida, generación de cosas nuevas, la ontología spinozista de la necesidad no equivale a un determinismo, ni a un fatalismo de los que pudiera extraerse un pesimismo o un optimismo pasivos o puramente contemplativos. La ontología de la necesidad, antes bien, obtiene su cumplimiento en la acción humana colectiva en la que se aloja la novedad. La encrucijada de necesidad y acontecimiento es el lugar de lo político. Como ahora, el pensamiento sobre las cuestiones humanas del siglo XVII se hallaba librado a sí mismo.
El desastre de los llamados socialismos reales -íntimamente idealistas, en la medida en que consideraron los afectos como “vicios en los que los seres humanos caen por su propia culpa” (TP, I, §1)- se debió al hecho de concebir la ciudad futura como un constructo racional no para ser habitado por hombres y mujeres de carne y hueso sino por seres humanos “como deberían ser” según una lógica trascendente, poiética, y por ello la necesidad de implementar formas de violencia represiva, la irrupción del estado como imperium violentum que en tanto poder constituido acabó autonomizándose del poder constituyente en el que tuvo su origen y se volvió contra él para su aniquilación o su despotenciación.
Lo que Spinoza llama democracia es un trabajo, el trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el comunismo), que nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación. La pregunta por lo común, la comunidad y el comunismo es uno de sus grandes legados, un legado “tan difícil como raro”. Una política spinozista no deja lugar a ningún lamento por la adversidad de las cosas, ni promueve nunca una ruptura reaccionaria con las situaciones efectivas desde un moralismo que se arroga la función de juzgar los avatares de la vida colectiva a partir del paradigma de la Buena Sociedad -perdida o por venir-; una política spinozista, más bien, es potenciación de los embriones emancipatorios que toda sociedad lleva en su interior -a veces a pesar de sí misma- para su extensión cuantitativa y cualitativa. Una confianza en lo que hay como punto de partida de un trabajo. También, el spinozismo político alienta una responsabilidad del pensamiento por el estado, por sus fragilidades, por sus condiciones de estabilidad y por los riesgos a los que se halla expuesto.
La contribución del pensamiento de Spinoza a la actual experiencia latinoamericana es mucha. En particular la necesidad de concebir la democracia como contrapoder que puede tener en el estado su expresión y no necesariamente su bloqueo –siempre que la distancia entre el poder constituyente y las instituciones producidas por él sea mínima. En realidad no sabemos lo que puede un cuerpo colectivo. Este es el punto de partida de una política emancipatoria, que lleva el nombre de democracia si la entendemos como algo más que como pura vigencia de la ley y de los procedimientos previstos (que sin dudas son imprescindibles), si la concebimos también como “salvaje” (la expresión “democracia salvaje” es de Claude Lefort), es decir continua irrupción de derechos (en sentido antiguo del término, el que le adjudicaban Spinoza y Hobbes: tantum juris quantum potentiae) que provienen de un fondo irrepresentable y no previsto por las formas institucionales dadas. Democracia es así la existencia colectiva que tiene su lugar de inscripción en una falla (en sentido geográfico tal vez) entre el derecho como potencia (fondo inagotable e imprevisible, inextirpable de la vida humana y por tanto inmanente a ella) y la ley, que como tal es negativa y limita al derecho pero también puede convertirse en su expresión, en su protección y ser hospitalaria con novedades que se gestan en la fragua anómica de la imaginación radical y de la vida común.
Spinoza ayuda a pensar el enigma democrático de manera realista en un doble sentido, bajo una inscripción que debiera animar las militancias emancipatorias de todos los tiempos: non ridere non lugere neque detestari, sed humanas acciones intelligere –“no ridiculizar, ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino entenderlas”. Realista, en primer lugar, porque no supone exigencias sacrificiales (que la volverían más que una política una construcción para situaciones sin conflictos -es decir situaciones que no existen en ninguna parte o donde, de existir, no haría falta ninguna política-); en segundo lugar la democracia de Spinoza es realista en el sentido de que debe autoconstituirse en el modo de una potencia común ejercida como resistencia y como afirmación pública frente a los embates de poderes que acechan la vida humana con su carga de superstición y de tristeza. La democracia spinozista está lejos de ser una pura tolerancia indiferente: es potencia ejercida, virtud (en el sentido estricto de vir, fuerza, que resuena en la palabra maquiaveliana: virtù).
El deseo, por tanto, es un componente democrático fundamental que se incorpora a la vida republicana cuando se abre a tensiones que pueden ser de gran fecundidad política. No hay contradicción entre democracia y república (palabra esta última recientemente apropiada por las derechas en Latinoamérica, que es necesario no abandonar sino disputar y concebir a la manera antigua, desmarcándola de su reducción a una mera máquina procedimental de impedir transformaciones, para su determinación como conflicto del que nace la libertad); más bien la democracia debe hacerse republicana y la república hacerse democrática.
Esta conjunción de democracia y república equivale a una conjunción entre el conflicto y la institución, el deseo y la paz. Si el contractualismo hobbesiano tiene lugar como filosofía del pactum, la de Spinoza puede ser pensada como una filosofía de la pax. El pacto requiere pues la despotenciación de quienes forman parte de él, sacrifica el derecho natural a la seguridad; la vida a la conservación de la vida. Según Hobbes el derecho natural y la libertad entrañan siempre la violencia y la muerte mutua, la imposibilidad de la vida, la guerra –como dice Roberto Esposito, la filosofía hobbesiana está menos animada por el amor a la vida que por el miedo a la muerte. La ciencia civil es aquí puramente negativa, arte de evitar el summum malum: su propósito no es proteger la libertad humana de eventuales abusos de poder (expresión en sí misma autocontradictoria), sino proteger a los hombres de su propia libertad, siempre contigua de la muerte –y en particular preservarlos del estado de naturaleza de la interpretación, en el cual cada quien se arroga el derecho de interpretar libros, ideas, palabras o preceptos morales. Para Hobbes, entre la libertad de interpretación y la guerra hay solo un pequeño paso –permitir una es desencadenar la otra.
Spinoza nunca describe el estado de naturaleza como guerra de todos contra todos, y esta es una diferencia muy importante. Únicamente dice que en el estado de naturaleza el derecho natural es mínimo, y máximo en el estado político democrático (pero incluso un estado despótico implica un incremento del derecho natural por relación al estado de naturaleza, que es la forma más baja de existencia). A diferencia del armisticio contractual que exige una delegación del derecho natural en un poder común trascendente, la paz spinozista es potencia, afirmación, conflicto que encuentra su inscripción, su elaboración y su trabajo en la política. Por eso dice Spinoza que la paz es una virtud; no silencio, obediencia y miedo, pues esto no conduce a un estado de paz sino a lo que el Tratado político llama un estado de “soledad” (TP, V, §4). La mera ausencia de guerra es armisticio que presupone y requiere la impotencia de todos y la soledad de cada uno, no una paz.
La paz es difícil; no sólo su consecución sino también su perseverancia y la perseverancia en ella, por el hecho de que se trata de una actividad, de una praxis y no de la garantía de seguridad prometida por un poder trascendente una vez que el cuerpo social se ha despojado de todo derecho. Como la democracia, como la libertad pública, como una legislación que ha logrado una contigüidad con los derechos, la construcción de la paz es lenta, y en cambio puede perderse de un momento para el otro si logra imponerse un régimen de pasiones determinado por el miedo y el odio a lo que es diferente de sí.
Como la entiende Spinoza, la paz no es tolerancia; resulta significativo que, no obstante estar inserto en una cultura de la tolerancia de tradición erasmiana muy difundida en el republicanismo holandés del siglo XVII -y de la que participaban sus amigos y compañeros de ruta como Jarig Jelles o los hermanos de la Court-, la palabra tolerantia nunca aparece en su obra (en rigor aparece sólo una vez, en el TTP, pero no en el sentido de tolerancia sino de “soportar una adversidad”). Esto no quiere decir que se aliente la intolerancia, sino que la dicotomía tolerancia / intolerancia es insuficiente o directamente impertinente para pensar la paz de los distintos. Tolero significa soportar, tiene en su semántica pero también en cuanto noción política, social y religiosa que designa una carga de tristeza e indiferencia de la que no puede desprenderse. El razonamiento que la palabra contiene sería este: preferiría que la desgracia de que en el mundo haya Otros no hubiera tenido lugar, pero dado que tiene lugar la tolerancia (es decir el deber de soportar esta pluralidad de la existencia) es un mal menor que la intolerancia, y la única solución para el sumo mal de la guerra.
El trabajo de la paz como virtud, en cambio, afirma la multiplicidad de la naturaleza, la diversidad de culturas, de religiones, de imaginaciones y no simplemente las tolera. La paz es siempre con otros –y el conjuntivo es aquí fundamental.
El último pensamiento político de Spinoza -que se expone en ese librito de singularidad extrema llamado simplemente Tratado político- conjunta al de multiplicidad (que sería el motivo democrático del Tratado teológico-político) el concepto de multitud –acuñado aquí positivamente, y al que se confiere por primera vez una relevancia política constitutiva y elemental. El de multitud es un concepto que Hobbes consideraba pre-político e incompatible con cualquier orden civil. Según su pensamiento, las nociones de pueblo y estado se remiten mutuamente y establecen la condición propiamente política, en tanto que la irrupción de la multitud –lo irrepresentable, lo no identificado, lo diverso- era considerada por el filósofo inglés como una rémora del estado de naturaleza. Las sediciones y rebeliones contra el estado, por ello, son definidas por Hobbes como un levantamiento de la multitud contra el pueblo.
En el Tratado político este concepto tiene una valencia completamente diferente; es la clave de un nuevo materialismo que no sólo introduce una novedad en la obra de Spinoza, sino que también la hace aparecer bajo otra luz y permite leer el propio Tratado teológico-político (es lo que hacen por ejemplo Emilia Giancotti o Antonio Negri) de una manera no contractualista –un poco como los Discorsi de Maquiavelo permiten leer El Príncipe de un modo no ingenuo. Es probable que la noción de multitud haya tenido por origen un hecho histórico y también biográfico: el linchamiento de los hermanos Johan y Cornelius de Witt por una multitud enfurecida instigada por la ortodoxia clerical calvinista, a pocas cuadras de la casa donde vivía Spinoza en La Haya. Eso ocurrió en 1672, dos años después de haber sido publicado el TTP precisamente como texto de intervención en favor del partido republicano de Johan de Witt frente a la amenaza ortodoxa, que finalmente se haría realidad. En cualquier caso, el de multitud no es aquí un concepto pre-político -no hay multitud en el estado natural-, sino una categoría plenamente política.
Tal vez menos optimista que Antonio Negri por lo que respecta a este concepto, Paolo Virno ha insistido en la inherente ambivalencia de la multitud, cuya potencia puede manifestarse de muchos modos, también en modos reaccionarios. Lo cierto es que Spinoza reconoce esa subjetividad compleja, cuya temporalidad es plural (sobre esta noción ha trabajado mucho Vittorio Morfino), que carece de esencia y de sustancia estable, que no es autotransparente, y que por supuesto puede ser emancipatoria. La multitud está definida por la no-identidad y la diferencia: su constitución -a veces efímera- incluye un zócalo de minorías que combaten por distintas cosas, que hablan diferentes lenguas sociales y que tiene orígenes muy diversos.
De cualquier manera no me parece que Spinoza aliente su manifestación inmediata; más bien el secreto está en las mediaciones que es capaz de producir, en las instituciones nuevas que puede llegar a darse como expresión de su potencialidad democrática, porque de otro modo puede desvanecerse en la impotencia y en una estetización sin resultados. Creo que ese es el riesgo por el que está capturado el movimiento de los indignados en Europa. En mi opinión es necesario el esfuerzo de pensar una institucionalidad nueva, más allá de la ecuación demasiado cómoda que reduce toda institución a ser mera burocracia y la política a ser solo poder instituyente a resguardo de cualquier deriva institucional.
El punto de partida de Spinoza no es tanto el riesgo de la anarquía y los estragos en la vida colectiva de una ausencia o insuficiencia de autoridad, sino el asombro fundamental de la dominación. Su reflexión no es ex parte Principis sino ex parte populi. ¿Cómo es posible que tantos obedezcan sin resistencia cuando esa obediencia es para daño de su propia vida? ¿Cuál es el secreto de que tantos acepten la dominación, o bien, en palabras del TTP, cómo es posible que los hombres luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación? Se trata de una pregunta que no es nueva; hay en ella una inspiración clásica pero al mismo tiempo, como muy bien advirtió Althusser, da lugar a la primera crítica del imaginario social en el sentido de lo que Marx llamará ideología.
Si bien una “ciencia de los afectos” es la vía que permite decodificar la dominación ideológica, es improbable que la expresión “servidumbre voluntaria” sea aquí la clave de explicación del enigma; Spinoza dice explícitamente que el régimen monárquico se vale del “engaño” y el “disfraz” para producir ese deseo paradójico de servir que se halla siempre determinado por el miedo. Los hombres son conscientes de su deseo (y por ello se creen libres) pero no de las causas que los mueven a desear lo que desean; precisamente esa es la tarea de una ciencia de los afectos: la lucidez en relación a las motivaciones por las que los hombres son determinados a creer ciertas cosas, y a participar de ciertas prácticas en una situación concreta. Esa lucidez no sólo es obtenida por la filosofía sino también por la política, por una transitio común que se pone en obra mediante una praxis colectiva –“consultando escuchando y discutiendo” (consulendo, audiendo et disputando), dice Spinoza en TP, IX, §14.
Spinoza no hace un elogio de la desobediencia per se, sino una crítica de la obediencia que no va acompañada por la comprensión de su causa, cuando es una obediencia insensata. La “superstición” no es simplemente una religión falsa o una creencia equivocada de las cosas sino un dispositivo esencialmente político, una máquina de dominación que separa a los hombres de lo que pueden, que inhibe su potencia política y captura su imaginación en la tristeza y la “melancolía” –que es la pasión antipolítica extrema; una pasión totalitaria que afecta la totalidad del cuerpo. Es posible que lo que hoy llamamos “apatía” para referirnos a cierto retiro de lo público y a cierta pasividad civil sería pensado por Spinoza como una melancolía social -pasión cuya hegemonía es lo que el TP designaba con la expresión “estado de soledad”.
Lo contrario es la hilaritas, palabra de muy difícil traducción que refiere la alegría integral que es capaz de alcanzar un cuerpo cuando se halla en plena posesión de su potencia de afectar y de ser afectado. Tal vez sea posible aquí una pequeña traslación e interrogarnos qué sería una hilaritas colectiva. En mi opinión podría ser pensada como un ejercicio pleno y extenso de los derechos; la capacidad productiva de derechos siempre nuevos, imprevistos; la alegría común de un sujeto complejo que se experimenta como causa inmanente de sus propios efectos emancipatorios; una determinación social del deseo en tanto deseo de otros y no ya deseo de soledad.
Coda intempestiva. Si bien el pensamiento de Spinoza es político en sentido pleno (y no sólo el TTP y el TP sino también la Ética, incluso -sobre todo- la Parte I), en la medida en que quizás como ningún otro filósofo clásico pensó de manera tan intensa el contenido filosófico de la política y el contenido político de la filosofía, sin embargo hay en ese pensamiento algo que es irreductible a la política. Creo que eso es lo que en Ética V se nombra con la expresión “experiencia de la eternidad”. Esa paradoja es muy interesante. Spinoza es un filósofo realista que piensa la vida de manera no moral, que parte del poder del poder y de la fuerza de la fuerza y sabe perfectamente que no hay otro límite del poder que el poder mismo; que registra las formas de falsa conciencia y las maneras y micromaneras de la tristeza que atestan la vida social; y sin embargo su filosofía testimonia que eso no es todo, hay algo más, una experiencia que hacer totalmente independiente de la lucha política, de la crítica de los poderes fácticos, de la resistencia a la dominación, de la construcción democrática. En mi opinión, esa diferencia (esa irreductibilidad, esa tensión) en el pensamiento de Spinoza, no debemos perderla nunca, y nunca dejar de pensar en el significado -quizás lo más importante- de lo que el llamaba con una palabra antigua: beatitudo.
Lo que la última página de la Ética alude como cosas praeclara, su dificultad y su rareza, exceden en mi opinión cualquier traducción política.
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