Los pueblos primitivos vieron la creación como un proceso a la vez personal y universal; el suelo produce comida, y los humanos (a menudo hechos de arcilla o barro) producen niños. La lluvia cae del cielo e impregna la tierra, lo que hace surgir la fruta y el grano de la carne bronceada de la tierra, una tierra cuyas montañas parecen mujeres reclinadas, y cuyos manantiales brotan como hombres saludables.
Los ritos de la fertilidad, si son realizados con suficiente frenesí, pueden alentar a la naturaleza a no ahorrar su tesoro.
En las antiguas festividades orgiásticas los cocineros preparaban carnes y panes en forma de genitales, especialmente penes, y estatuas de hombres y mujeres de exagerados órganos sexuales presidían esas celebraciones en las que las parejas sagradas copulaban en público.
Una mítica Gaia arrojaba leche de sus pechos y esa leche se convertía en galaxias. La más antigua Venus nos muestra sus enormes pechos y caderas que simbolizaban la fuerza vital femenina, madre de cosechas y hombres.
La tierra misma era una diosa, redonda y madura, radiante de fertilidad, cargada de riquezas. En general, se considera a las figuras de Venus como exageraciones de la imaginación, pero las mujeres de aquel entonces puede que fueran en realidad muy parecidas, todas pecho, vientre y trasero. Embarazadas, debieron de ser enormes masas de formas.
La comida es creación del sexo de las plantas o los animales, y nosotros la encontramos excitante. Cuando comemos una manzana o un melocotón, estamos comiéndonos la placenta de la fruta. Pero aun si no fuera así, y no asociáramos inconscientemente la comida con el sexo, igualmente la encontraríamos excitante por razones físicas.
Usamos la boca para muchas cosas; para hablar y besar, tanto como para comer. Los labios, la lengua y los genitales tienen los mismos receptores nerviosos, llamados “bulbos terminales de Krause”, que los hacen hipersensibles. Hay una similitud de respuesta entre todos esos órganos.
Un hombre y una mujer están sentados uno frente a otro en un restaurante de luz tenue. Un pequeño ramo de lirios rojos y blancos endulza el aire con un vago aroma a cinamomo. Pasa un camarero con una fuente de conejo en salsa. En la mesa vecina un soufflé de fresas difunde su aroma. Las ostras abiertas, dispuestas sobre una fuente con hielo, cubren una a una la lengua de la mujer con un brillo satinado.
Se huele el aroma del pan fresco en la canastilla. Las manos de ambos comensales se rozan justamente cuando van a coger pan. Él la mira a los ojos, como si quisiera fundirse con ella. Los dos saben dónde terminará ese delicioso preludio.
“Tengo tanta hambre…..”, susurra ella.
[*] Del libro Una historia natural de los sentidos, de Diane Ackerman. Ed. Anagrama. Barcelona, 1992. Traducción de César Aira.
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