El alma no piensa sin fantasmas. |
Aristóteles (Ética a Nicómaco) |
Este trabajo se propone reflexionar acerca de las creencias, estableciendo sus relaciones con el juicio de realidad, sobre todo cuando son afectadas por la operación de desmentida, o asimismo por una pretensión desmedida de certeza, tomando como punto de partida la temprana indefensión del humano con sus momentos fusionales, la alucinación primitiva y la inaceptación de la realidad amenazante e intolerable. Asimismo trataré de establecer relaciones entre las creencias y otras prácticas discursivas que instituyen subjetividad tomándolas como “modos posibles de tratar con la verdad” (Kristeva), modos afectados por la historicidad y por la subjetividad de época [1]
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Posiblemente las creencias compartan de modo heterogéneo con los mitos, la poesía y lo narrativo, un lugar en la dimensión imaginaria y aún en el plano simbólico si aceptamos que éste puede estar a su vez irrigado por la riqueza de lo imaginario. Parecería existir una presencia fuerte de la creencia, generalmente inadvertida, en prácticas que instituyen subjetividad como el pensamiento científico y el psicoanálisis y de un modo evidente en la religión y los mitos.
Paul Virilio equipara con escepticismo creencias e ideologías, diciendo que “son siempre una reconstrucción, una formación de compromiso que a veces nos enceguece inercialmente ya que su propósito es promover el reconocimiento y la identificación automáticos” [2].
Propongo, siguiendo a Foucault que el discurso no es el conjunto de enunciados sino la red de prácticas que generan e instituyen subjetividad. Y que esas prácticas, hábitos, afectos, dispositivos de diversa trama, poseen una materialidad gigantesca [3].
Insisto, no es el conjunto de enunciados sino el conjunto de prácticas que siempre pertenece a una situación histórica y social en una implicación recíproca. No se trata solamente del ser-en- sí de una práctica sino del ser-ahí donde opera.
Pensamos entonces en una realidad discursiva, “entre” lo subjetivo y lo objetivo. Esa red de prácticas inmanentes a la condición humana y, de algún modo inexorables, ese espesor de la experiencia, alude al concepto de praxis aristotélico, el que connota además una condición moral.
Carlo Ginzburg es uno de los historiadores que más tomó en cuenta el problema de la relación entre los sueños, el mito y la narración a través de su referencia común a la muerte. Se interroga sobre las reglas formales que permiten la reelaboración del mito y del rito, transmitidos históricamente. La cuestión para él sería saber hasta qué punto se podría constatar la existencia prevalerte de determinados ritos y mitos en el interior de culturas en las que no se advierten lazos históricos [4].
Aunque a Ginzburg le interesa además la semejanza que confluye en el tema sabático de las brujas, más allá de esto, encuentra persistente la presencia de un “núcleo narrativo elemental” y que este núcleo narrativo ya no dependería de cuestiones de transmisión histórica sino del papel de un desplazamiento metafórico que expresa algo esencial del ligamen que hay entre los sueños, los mitos y la poesía. Algo que tendría que ver con participar del mundo de los vivos y de los muertos, de la esfera de lo visible y de lo invisible, constituyéndose así “la matriz de todos los relatos posibles”. Situar la experiencia de la muerte como eje y “matriz de todos los relatos posibles” equivale a trascender la problemática culturalista planteando un nexo necesario entre lo imaginario de la muerte y todo imaginario narrativo. Significa también problematizar la “relación entre el mito como relato de los orígenes y el rito que se inspira en ese relato, lo reproduce y lo enriquece y determina un espacio en el que los muertos reaparecen y los relatos se elaboran” [5].
Los mitos, a través de su estrategia narrativa despliegan en clave de ficción significaciones colectivas, pudiendo asumir la ficción el relevo del mito y soportando entonces el desplazamiento de sus metáforas.
De ese modo se propone un origen (mítico) para un proceso real que de algún modo ha quedado expresado y encubierto en ese mito. Un “recuerdo” histórico trasmutado en él.
Expresándose de un modo muy condensado el relato mítico tiene relación con lo que no puede ser pensado ni traducido por el Logos involucrado éste en sus propias estrategias. El mito agrega predicados disponibles sin preocuparse por la coherencia; usando una lógica “de galpón”, de hipertexto, reuniendo elementos que mirados desde el logos serían contradictorios; no obstante, esas versiones proliferan sin dañarlo tal como ocurre con el Mito del Minotauro y sus versiones modificadas. Es una operación tan tenaz la del mito (como la de los sueños) que puede apropiarse de materiales diversos y volverlos funcionales a sus propias necesidades.
Desconoce el principio de no-contradicción y no se mira a sí mismo desde el logos, sino desde esa dispersión y acumulación de sentidos que le es propia.
Es una contradicción coherentizada por la fuerza del deseo. No encubre una presencia consistente, discernible y neta sino que lo que encubre es un agujero, una inconsistencia. Sólo es mito a posteriori, no en el momento en que se constituye, sino mucho después. Es retroacción de un presente sobre un pasado efectivamente ocurrido [6].
¿Qué relación hay entre creencias y paradigmas? ¿Qué son los paradigmas?
Los paradigmas de época que constituyen el soporte de sistemas de interpretación, dan cuenta de lógicas diferentes y operan como red de supuestos que subtiende la formalización del conocimiento y reflejan lo “concebible” para una época, lo que puede ser inscripto, simbolizado. La subjetividad está entramada por lo que puede concebir, por aquello a lo que puede hacer lugar; lo otro es “inconcebible” y a veces queda puesto en la exterioridad o en lo intraducible.
Los paradigmas se infieren, generalmente “a posteriori” como una trama oculta y silenciosa, abstracta, pero no por eso menos eficaz, cuyos hilos "hacen fondo" al caos de la diversidad de prácticas y discursos. Constituyen un presupuesto básico dificultosamente observable.
Los paradigmas y su arquitectura modelística, hacen posible un marco de relativa diversidad de teorías en una determinada época y también una weltanschauung, una concepción del mundo. Entonces las creencias, si bien están afectadas por la contingencia, son relativas al paradigma y trabajan silenciosamente en su interior, a la vez que son trabajadas por él. Cito a modo de ejemplo el paradigma antropológico o el paradigma teocéntrico o el paradigma evolucionista.
Interesa al propósito de este trabajo establecer algunas relaciones de “frontera” entre las creencias, el saber y el pensar. Es a veces dificultosamente discernible la diferenciación entre creencias y saberes constituidos; en ocasiones las creencias son premisas subsumidas en el interior de saberes al modo de un continuum [7]. En la creencia, afectada por el sentido común y por cierta adhesión afectiva, habría una tendencia al reconocimiento de equivalencias y de semejanzas, en tanto que estaría dificultada la consideración de lo singular.
Pensamiento y saber nos plantean una disyunción o al menos un intercambio complejo: Badiou señala que la potencia del pensamiento consiste en “perforar en diagonal la enciclopedia de los saberes”. “El pensamiento es creador en los puntos de impasse del conocimiento y sería solidario de un proceso de desobjetivación, es decir el rechazo de la objetividad como única forma de pensar lo real” [8].
Pensar es pensar la diferencia, pensar desde la diferencia, un pensamiento que “horada” la noción de identidad (Derrida) [9], porque toda identidad está fracturada por la diferencia y esto es inherente al psicoanálisis.
El pensamiento paradojal, desagrega la solidez del concepto, del objeto, de la representación y lleva a cabo una transcripción en un registro metafórico en el que se afirman los dos sentidos a la vez.
Querría ahora detenerme en la consideración de una creencia pertinazmente presente en la modernidad; una creencia que ha sido y es el soporte del pensamiento científico y supuesto básico de innumerables planteos. Me refiero a la categoría objetividad cuya pretensión hegemónica ha sido cuestionada por la epistemología más reciente. En ese contexto todas las cualidades del objeto se consideran inmanentes al mismo, y su conocimiento (apropiación) consistiría en su captación adecuada (realismo gnoseológico).
Algo de esto está presente en trabajos donde se analizan las condiciones de posibilidad y los límites de la neutralidad (llamada también benévola) como condición del trabajo clínico con pacientes.
Esa pretensión de neutralidad, concebida como desafectación o puesta entre paréntesis de la subjetividad del analista, sería equivalente de la aspiración a la objetividad en el campo del quehacer científico.
Vattimo plantea que como los científicos se desvinculan de lo subjetivo y se centran en el objeto, su conocimiento es deliberadamente limitado. Heidegger critica la definición de verdad como dato objetivo. No hay experiencia de la verdad que no sea también interpretativa.
Denisse Najmanovich propone con acierto que “una epistemología que sustituya la objetividad por la objetivación nos abre las puertas de la diversidad. La objetivación tiene que ver con el proceso por el cual algo puede tornarse objetivo en un contexto histórico social dado. Las cosas no son objetivas antes o independientemente del proceso de conocer. Son objetivadas (y al mismo tiempo subjetivadas) en un proceso de doble faz en el curso de un proceso que involucra tanto a los sujetos como al imaginario social. Las teorías entonces ya no son concebidas solo como las representaciones de algo anterior sino como productos de un proceso de imaginarización: un entrecruce entre el imaginario social y subjetivo ya que en el sujeto resuenan las novedades latentes en el imaginario social. Ese entrecruce bien puede alcanzar su mejor expresión en la metáfora” [10].
No definimos la verdad como la adecuación del sujeto al objeto. En tal sentido, quisiera citar un fragmento de un poema de Paul Celan: “un sentido sobreviene también, por la senda más estrecha, que fractura, la más mortal de nuestras marcas estatuidas”. Este poema alude a que el acceso al ser no es la vía abierta y real de la objetividad, y también al predominio sustractivo de las marcas, de la inscripción (marcas que en otro contexto serían consideradas indiciarias).
La verdad es el resultado de un proceso infinito; esta afirmación adscribe a la postura que sostiene la importancia de la interpretación, y es designada como giro lingüístico o viraje lenguajero .
Esta postura promueve el debate y un cuestionamiento muy severo acerca de la hegemonía de la categoría representación, en sus aspectos más inerciales, es decir los que están relacionados con el concepto aristotélico de sustancia (substare) “lo que está debajo de” y que sirve de soporte a accidentes o cualidades que pueden cambiar sin que cambie la substancia.
Así la representación estaría ubicada más del lado de la función de saber, de un saber sedentario, que del pensamiento, me refiero a un pensamiento y una praxis que digan sí a la diferencia, a la multiplicidad y a un azar que podría traducirse como contingencia.
Se le atribuye entonces a esta categoría representación cierto efecto de congelamiento y el ser solidaria con la ontología de lo uno y con las ideas claras y distintas de Descartes [11], más bien respaldada en la concepción de que el conocimiento es la adecuación de la mente al objeto. Como ya señalé, la reciente epistemología propone depender menos de la representación y valorar la coherencia, es decir el acuerdo entre creencias compartidas.
En relación a este movimiento disolutorio respecto de la creencia en la objetividad y de la hegemonía del objeto unificado, teórico y hegemónico, aparece un fuerte cuestionamiento de la categoría objeto, también para la historia como disciplina, emergiendo como ámbito pertinente para la práctica historiadora el concepto de “campo de intervención” [12]. Se trata de pensar teóricamente las operaciones puestas en juego en el análisis de singularidades y el abordaje de situaciones en su especificidad ubicándose estas prácticas en un borde inestable, construyéndose el dispositivo conceptual en cada situación, algo semejante a lo que sucede en nuestra práctica.
Quedan cancelados los viejos ideales de un principio unificador del campo para cada disciplina y el paradigma de la unidad y la permanencia aunque las ideologías pretendan restituir esa modalidad.
Con Foucault las supuestas “objetividad y neutralidad científicas” se ven muy cuestionadas, a favor de la impronta social e individual de todo conocimiento. El vínculo esencial entre Nietszche y Foucault es la crítica al concepto de verdad y los discursos “verdaderos” en relación con el poder y los procedimientos de disciplinamiento.
Un grupo de filósofos y epistemólogos que vienen trabajando sobre el sustrato epistemológico del pensamiento de Winnicott proponen una lectura heideggeriana de su obra a partir de cierta afinidad conceptual entre los autores (Zeljko Loparic, Universidad de San Pablo).
Se desprende de los planteos de El Ser y el Tiempo que la constitución del sentido del ser no puede tener ya cabida en el interior de la metafísica de la representación. Asimismo Winnicott parecería cuestionar, según estos estudios, la aptitud de una metapsicología en sus versiones más sedentarias para dar cuenta del proceso de maduración.
Winnicott plantea que la construcción del sentido del ser, es un “ir siendo”, (lejos de los planteos definitivos de la sustancia) enfatizándose el “ser humano” como tarea a realizar desde los inicios de la vida.
Importa señalar la pertinencia del concepto de transicionalidad: se trata de un instrumento conceptual que describe un pasaje y da cuenta de una construcción, de un “estar en curso”, de un advenir, y una encrucijada a la vez que es “soporte transitorio” de una serie de operaciones “en trámite” en la constitución de la subjetividad.
Winnicott atraviesa la distinción entre objetos internos y externos es decir la objetividad relativa a una subjetividad representacional planteando que “la experiencia del bebé es la de haber creado la realidad que encuentra, la realidad encontrada creativamente y los objetos que resultan de la ilusión creadora se llaman objetos subjetivos. Esa realidad subjetiva antecede a cualquier distinción entre sujeto y objeto. Esa relación es anterior a la representación: la experiencia de la ilusión es anterior al “yo represento””.
El bebé crea ”jugando experiencias” que él mismo ha hecho posibles.
El “entre” potencial en que se da el jugar es, más que un espacio, un espacio-tiempo donde ni el espacio ni el tiempo tienen el sentido dado en la representación. El bebé circula entre objetos que son parte de él, y esos mismos objetos paradojalmente ya no son más parte de él. Viajar de la experiencia no representacional de los objetos subjetivos y de la realidad subjetiva, a la experiencia mediatizada representacionalmente, de la realidad externa objetiva. Los objetos transicionales son “creaciones” y “han sido hallados” [13]. El “advenir” es “acontecimental”.
Vemos entonces que las categorías utilizadas desdibujan su fijeza definitiva en aras de la paradoja, que trasciende las disparidades de los opuestos y apunta a resolverlos metafóricamente.
Quisiera finalizar esta lectura haciendo aún más explícito el presupuesto que subtiende la presentación: el mundo de las ideas de Platón, inmutable y paradigmático, define las esencias de una vez y para siempre. Esta concepción se contrapone a una mirada que destaca la importancia de lo singular en su diversidad y heterogeneidad, cuestión ya muy presente en Aristóteles, lo que lo acerca enormemente al psicoanálisis, paradójica ciencia de lo singular. Podría establecerse una equiparación entre la caverna de Platón, lugar de sombras, opinión, imperfección, y el Laberinto que habita el Minotauro. Castoriadis plantea que pensar no es salir de la caverna, ni reemplazar la incertidumbre de las sombras por la luz de las esencias. Es entrar al laberinto, es “hacer que sea y que aparezca un Laberinto”.
Deleuze y Foucault, entre otros, proponen invertir el platonismo: desplazarse desde el mundo de las ideas eternas y trascendentes hacia lo singular y contingente.
Instaurar otra serie, desatada y divergente, más comprensiva de lo real, del mundo y del tiempo. Pervertir el platonismo es rescatar la existencia de la diversidad frente a la esencia conceptual del mundo de las ideas, dar lugar al hormigueo de los individuos, esa diversidad sin medida que escapa a toda especificación y cae fuera de concepto [14] [15].
Los mitos, las ideologías, las creencias, intentan cercar y expresar algo de la condición humana.
Postulamos un pensar que diga sí a la diferencia, a la divergencia, a la disyunción, un pensamiento de la multiplicidad dispersa y nómade.
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