De la hierba santa (1975) de Leonora Carrington.
Título: De la hierba santa (1975) de Leonora Carrington.
Imagen obtenida de: https://www.pinterest.com/camillia63/leonora-carrington/
Mishima-Bataille Dos textos eróticos
Selección Héctor J. Freire
hectorfreire@elpsicoanalítico.com.ar
 

Era una reproducción del “San Sebastián” de Guido Reni, que pertenece a la colección del Palazzo Rosso, en Génova. El tronco negro y levemente oblicuo del árbol de ejecución se recortaba contra un fondo oscuro y distante, de bosques sombríos y cielo crepuscular, en el estilo de Tiziano. Un joven notablemente apuesto estaba desnudo al tronco del árbol. Sus manos cruzadas se alzaban bien altas y las correas que le amarraban las muñecas estaban anudadas al árbol. No se veían otras ataduras, y lo único que cubría la desnudez del joven era un trozo de tela blanca ordinaria que le colgaba flojamente de las caderas.

Adiviné que debía ser la representación de un martirio cristiano. Pero como fue pintada por un esteticista de la escuela ecléctica que derivó del Renacimiento, incluso esta imagen de la muerte de un santo cristiano está rodeada por una intensa atmósfera pagana. El cuerpo del muchacho –hasta podría comparárselo con Antinóo, el favorito de Adriano, cuya belleza ha sido inmortalizada con tanta frecuencia por la escultura- no muestra ninguna de las huellas de sufrimientos misionarios o de decrepitud que se descubren en las imágenes de otros santos; en cambio, sólo se advierte la primavera de la juventud, sólo luz y belleza y placer.

Su desnudez blanca e incomparable resplandece contra un fondo crepuscular. Los brazos vigorosos, brazos de un guardia pretoriano acostumbrado a tensar el arco y a manejar la espada, se alzan en un ángulo grácil y las muñecas atadas se cruzan directamente sobre la cabeza. El rostro está vuelto un poco hacia arriba y tiene los ojos bien abiertos, contemplando con profunda serenidad la gloria del cielo. No es el sufrimiento lo que le ronda el pecho forzado, el abdomen tenso, las caderas levemente contorsionadas, sino un temblor de placer melancólico  como música. De no mediar las flechas con las puntas hundidas profundamente en la axila izquierda y el costado derecho, parecería más bien un atleta romano descansando, apoyado contra el árbol oscuro de un jardín.

Las flechas han penetrado en la carne tersa, fragante, joven, y están por consumir el cuerpo desde dentro con llamas de suprema agonía y éxtasis. Pero no mana sangre, ni se ve la multitud de flechas presentes en otras imágenes del martirio de Sebastián. En vez de eso, dos flechas solitarias proyectan su sombra serena y grácil sobre la suavidad de la piel, como las sombras de un arbusto sobre una escalinata de mármol.

Pero todas estas interpretaciones y observaciones aparecieron más tarde.
Aquel día, en cuanto posé los ojos en la imagen, todo mi ser se estremeció con un goce pagano. Se me aceleró la sangre; se me inflamaron los órganos sexuales como si estuvieran furiosos. La parte monstruosa de mí mismo que estaba a punto de estallar esperaba que yo la utilizara con un ardor sin precedentes, insultándome por mi ignorancia, jadeando indignada. Las manos, de modo completamente inconsciente, empezaron un movimiento que nunca habían aprendido. Sentí algo secreto, radiante que saltaba con pies ligeros al ataque desde mi interior.

De repente interrumpió, trayendo consigo una embriaguez enceguecedora...
Pasó cierto tiempo, y luego, con penosos sentimientos, paseé la mirada sobre el escritorio que estaba ante mí. Un arce proyectaba desde la ventana un reflejo brillante  sobre todo: el tintero, los libros y notas escolares, el diccionario, la imagen de San Sebastián. Había una cantidad de salpicaduras blancas y turbias: sobre el título estampado en oro de un libro de texto, sobre el tintero, sobre una punta del diccionario. Algunos objetos goteaban perezosos, pesadamente, y otros brillaban opacos como los ojos de un pescado. Por fortuna, un movimiento reflejo de la mano para proteger la ilustración había impedido que el  libro se ensuciara.

Fue mi primera eyaculación. Fue también el principio, torpe y completamente impremeditado, de mi “mala costumbre”.

(Es una coincidencia interesante que Hirschfeld ubique “las imágenes de San Sebastián” en primera línea entre las obras de arte que más deleitan a los homosexuales. Esta observación induce a conjeturar fácilmente que en una mayoría abrumadora de casos de homosexualidad, sobre todo de homosexualidad congénita, los impulsos homosexuales y los impulsos sádicos se entremezclan inextricablemente).

Yukio Mishima

(De Confesiones de una máscara, Traducción Elvio Gandolfo.Ed. Librerías Fausto, Bs.As. 1978.


María mea encima del conde

-Tengo miedo- dijo María-. Pareces un mojón.
El conde no contestó. Pedro le agarró la polla.
En efecto, seguía impasible, como un mojón.
-Vete- le dijo María-, de lo contrario te meo encima...
Subió a la mesa y se acuclilló.
-Me haría usted feliz- contestó el monstruo.
Su cuello no tenía flexibilidad alguna:
Cuando hablaba, sólo se le movía el mentón.
María meó.
Pedro se la meneaba vigorosamente al conde,
cuyo rostro recibió el primer chorro de orina.


María se moja de orina

María seguía meando.
Encima de la mesa, entre vasos y botellas,
Se mojaba de orina con las manos.
Se inundaba las piernas, el culo y la cara.
- Mira-  dijo, soy hermosa.

Acuclillada, con el coño a la altura de la cabeza del enano,
Se abrió horriblemente los labios.


María cae sobre el monstruo

María esbozó una sonrisa llena de hiel.
Una visión de mal horror....
Uno de sus pies resbaló: el coño golpeó la cabeza del conde.
Este perdió el equilibrio y cayó.
Los dos se desplomaron gritando, en medio
De un increíble estruendo.

George Bataille

(De El Muerto, Traducción Eusebio Fontalba. Ed. Tusquets, Barcelona, 1981)



 
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