Título: Interno con due donne, de Umberto Boccioni.
Título: Interno con due donne, de Umberto Boccioni. Imagen obtenida de: http://www.wikipaintings.org/en/search/Umberto%20Boccioni/
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Microtexto de Henry Miller
Selección Héctor J. Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
 

Ha adornado a la odalisca con malaquita y jaspe, ha ocultado su carne con mil ojos, ojos perfumados y bañados en esperma de ballenas. Dondequiera que se alce una brisa hay pechos tan frescos como la gelatina, palomas blancas llegan a revolotear y a aparearse en las venas azul hielo del Himalaya.

El empapelado con que los hombres de ciencia han cubierto el mundo de la realidad se cae a jirones. La gran casa de putas en que han convertido la vida no requiere decoración; lo único esencial es que los desagües funcionen adecuadamente. La belleza, esa belleza felina que nos tiene cogidos por los cojones en América, se ha acabado. Para sondear la nueva realidad primero es necesario desmantelar los desagües, hay que abrir los conductos gangrenados que componen el sistema genitourinario que proporciona las excreciones del arte. El olor del día es el de permanganato y formaldehído. Los desagües están atascados con embriones estrangulados.

El mundo de Matisse es todavía bello al modo de un dormitorio anticuado. No se ve un rodamiento ni una plancha de caldera ni un pistón ni una llave inglesa. Es el mismo mundo antiguo que iba alegremente al Bois en los días bucólicos del vino y la fornicación. Me resulta sedante y refrescante moverme entre esas criaturas con poros vivos y palpitantes cuyo fondo es estable y sólido como la propia luz. Lo siento intensamente, cuando camino por el Boulevard de la Madeleine y las putas pasan presurosas a mi lado, cuando el simple hecho de mirarlas me hace estremecer.

¿Será porque son exóticas o están bien alimentadas? No, es raro encontrar una mujer bella por el Boulevard de la Madeleine. Pero en Matisse, en la exploración de su pincel, está el brillo tembloroso de un mundo que sólo requiere la presencia de la mujer para cristalizar las aspiraciones más fugitivas.

Encontrarse con una mujer que se ofrece a la puerta de un urinario, donde hay anuncios de papel de fumar, ron, acróbatas, carreras de caballos, donde el pesado follaje de los árboles corta la espesa masa de paredes y tejados, es una experiencia que comienza donde acaban los límites del mundo conocido. De vez en cuando, por la noche, al pasar junto a los muros del cementerio, tropiezo con dos odaliscas fantasmagóricas de Matisse atadas a los árboles, con sus enredadas melenas empapadas de savia. Unos pasos más allá, separado por incalculables neones de tiempo, yace, postrado y vendado como una momia, el espectro de Baudelaire, de todo un mundo que no volverá a vomitar nunca más.

En los oscuros rincones de los café hay hombres y mujeres con las manos cogidas y los lomos moteados; cerca está el garçon con su delantal lleno de sous, esperando pacientemente el entreacto para lanzarse contra su mujer y pasarla por la piedra. Incluso cuando el mundo se desintegra, el París de Matisse se estremece con el jadeo de orgasmos vivaces, el propio aire está sereno  a causa de la esperma estancada, y los árboles enredados como los cabellos. En su eje bamboleante la rueda gira cuesta abajo sin cesar; no hay frenos, ni rodamientos, ni neumáticos. La rueda se desintegra, pero la revolución sigue intacta.

*Fragmento del libro Trópico de Cáncer (1934) de Henry Miller. Ed. Bruguera. Barcelona 1979. Traducción, Carlos Manzano.



 
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