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Título: Il bevitore (1914) de Umberto Boccioni.
Título: Il bevitore (1914) de Umberto Boccioni. Imagen obtenida de: http://www.wikipaintings.org/en/umberto-boccioni/the-drinker-1914
Hoy una apuesta: del caos a la creación
Por María Cristina Oleaga
mcoleaga@elpsicoanalitico.com.ar
 
“Pues no hay allí más que encuentro, encuentro, en la pareja, de los síntomas, de los afectos, de todo cuanto en cada quien marca la huella de su exilio, no como sujeto sino como hablante, de su exilio de la relación sexual”
Jacques Lacan, Seminario XX, Aun, pág. 175.


Que no haya es el caos y el origen

Para Hesíodo, Caos es el origen -como lo  anuncia en su Teogonía- de la dinastía de los dioses. En ese vacío anterior, primero, en ese  espacio que se abre como un bostezo entre la Tierra y el Cielo, según Werner Jaeger [1], se funda el Cosmos. La llegada del viviente está precedida por algo homólogo: en el origen, entre el hombre y la mujer, hay una falta, no hay el modo de vincularse sexualmente, no hay especificidad en ese punto; hay un agujero que Lacan bautizó como “No hay relación sexual”. Luego, si nos referimos a ese segundo nacimiento que es la constitución subjetiva, el golpe del lenguaje en el viviente -el que viene de la mano del Otro primordial, de su deseo, su amor y su palabra- es el trueno que lo afecta: acota su goce y, a la vez, dibuja en su cuerpo las vías para su posibilidad restringida, única, desnaturalizada e irrepetible.

Lo que de allí resulta, del hecho de que no se sepa -a diferencia del dato instintivo, fijado para cada especie y que comporta una suerte de saber en el reino animal-, es también la oportunidad de toda la creación humana.  Ese apartamiento de la fijeza, ese caos, propicia el camino pulsional, la afectación del cuerpo del ser hablante, las vías habilitadas para el goce más o menos bizarro de cada quien, tanto en su versión sufriente como de disfrute. La sexualidad humana, en su carencia, es el espacio de la invención  que posibilita que sí existan las relaciones sexuales, modos singulares en que el goce autoerótico hace lazo con el Otro, con el cuerpo del Otro. Asimismo, a través de su consecuencia, la pulsión, se despliega -en el destino que esquiva la represión- toda la obra de la sublimación.


El fantasma, ese zurcido

El encuentro inaugural con el goce se cifra y se conmemora en el fantasma; es el aparato que permite elaborar ese trauma inaugural. El fantasma, pensemos en el clásico “Pegan a un niño” -esa construcción simbólica, imaginaria y  real-,  mediatiza, permite una relación placentera con el objeto, siempre que ni se vislumbre su imposible ni se presentifique como alcanzable. En este tema la distancia justa limita con la posibilidad del surgimiento angustioso. El fantasma es una respuesta al enigma del deseo del Otro y, por lo tanto, al desamparo, si consideramos que éste se ocasiona frente a la falta de significante, la suspensión del sentido. El goce que puede ser capturado allí, en la trama fantasmática, tiene ocasión de circular.

Las redes del principio del placer, entonces, redes significantes, son el tejido que entrama, zurce de algún modo la inexistencia estructural de la relación sexual, la no posibilidad de su representación.  Hay en  Freud nombres para designar este punto irrepresentable: lo incognoscible, lo insondable, “el ombligo del sueño”.  Castoriadis, al referirse a lo ininterpretable del sueño para Freud, dice de esas ideas: “ (…) son magmas en un magma.” ;  “El sentido del sueño como deseo del sueño es condensación de lo inaprehensible, articulación de lo que no se deja articular.” [2]. Me parece que apunta a lo que en su conceptualización del ser permanece indeterminado y da lugar de la creación.

Entonces, así como el fantasma permite una relación pacificada de goce con el objeto, a nivel social hay -en cada época y cultura- diferentes tratamientos e invenciones para lidiar con la ausencia de relación sexual. Son los discursos, los modos de tratamiento de lo simbólico sobre lo real, modos de elaboración de goce. Así, la gesta de los caballeros medievales, por ejemplo, hace del amor cortés el prototipo de la relación con la Dama [3]. La inexistencia es vestida con un estilo particular, reglado y previsible de relación. El concepto de semblante aplica a este velo que brinda un supuesto saber  así como un saber hacer allí donde no lo hay.


Capitalismo y goce

Hemos asistido, sin embargo, al desvalor de los semblantes que, en cada época ofrecieron esas soluciones/brújula al sujeto. Actualmente, el capitalismo empuja al consumo desmedido y señala el tener como horizonte deseable. El sujeto, directamente conectado a su objeto -cualquiera sea que le ofrezca el mercado- se encierra en modos de gozar autoeróticos, parciales, que prescinden del vínculo con el semejante. No hay, entonces,  ninguna orientación para el goce y, a la vez, hay la promesa de goce ilimitado. La ciencia, además, sus alcances en todo sentido pero especialmente en lo que se refiere a la reproducción de la especie, avanza sobre los impedimentos y hace que se reduzcan los imposibles: ni siquiera es necesario el encuentro sexual de un hombre y una mujer para procrear. Descontamos, desde luego, las ventajas de dichos progresos pero nos preguntamos acerca de sus implicaciones en la subjetividad.

En cuanto al tema que nos ocupa, ese espacio, ese hueco de la inexistencia de relación sexual que señalábamos, colonizado en otras épocas por diversos artificios -que decían qué y cómo hacer- es la ocasión para redoblar el mandato obsceno del Superyó: “Goza sin límites”. Lo que se presenta como una apuesta de libertad - si todo es posible, no hay castración, no hay ese punto de imposible que destacamos- coincide con la oferta coercitiva del mercado, oferta que aísla al sujeto del otro, que deja al desnudo el carácter parcial y asocial del goce y que condena al sujeto a un desamparo evidente, por ejemplo, en el modo en que los adolescentes recurren al alcohol y a otras intoxicaciones para enfrentar y tolerar la angustia que les promueve el encuentro con el otro sexo.  El amor, mediador entre el goce y el deseo [4], permitiría una tramitación sublimatoria pero, en el discurso capitalista, no es una opción.

Caída de los semblantes, vacilación del fantasma y depreciación del amor. ¿Cómo se las arregla el sujeto con la angustia? ¿Cómo se protege? Surgen en su auxilio, por ejemplo, todo tipo de miedos, que los medios de difusión se encargan de masificar: el problema serán los ladrones y otros peligros inminentes. Asimismo, la tecnociencia rotula los miedos menos complacientes para encontrar un objeto -como sucede en los ataques de pánico-, y ofrece curas instantáneas que no requieren compromiso subjetivo. Los adultos,  se muestran así infantilizados; los Yoes, de conformación básicamente narcisista,  exhiben su precariedad, la tendencia a la desestructuración: su fortaleza es su debilidad. Estos datos, que denuncian intolerancia frente a la angustia, los lanzan, también, a la búsqueda de Amos que les prometan garantías de todo tipo [5].

Otro rasgo del discurso capitalista, que destruye el lazo social y  pretende la abolición de la castración, es el de la destrucción del lenguaje [6] en su aspecto más humano - del tropo y el malentendido-  para reforzar su aspecto instrumental, técnico, de código. Los efectos de este rasgo, francamente deshumanizante, se reflejan  en la creciente tendencia a la impulsividad y en la sobreactividad teñida de ansiedad. Asimismo, la dificultad para la espera es paralela a los escasos caminos y ramificaciones ofrecidos en medio de esa devaluación de la red significante. La destrucción del lenguaje afecta la constitución subjetiva misma y, según creo, amenaza en consecuencia la existencia misma del Psicoanálisis tal como se lo entendió desde su invención por Freud.

En este sentido, no comparto el optimismo de Colette Soler respecto de que la transferencia siempre sería posible dado que tiene su fundamento en la palabra y dado que los sujetos son sujetos de lenguaje. La denigración del lenguaje incide en la constitución y trabaja, como ella misma lo indica cuando habla de “narcinismo” o de “cinismo generalizado”, en la vía de la destrucción del lazo social. [7]


El objeto en su trono

Los objetos propuestos por el mercado -para todos igual- ocupan el lugar predominante,  devienen insignias. Según su procedencia, su marca u otros rasgos indican algo, dan un sentido que es exhibido/visto por los congéneres. El diálogo se sustituye, de este modo, por este tipo de intercambio visual significativo que permite la clasificación de sí mismo y del otro. Así, tienen una función de signo, con una fijeza que implica la pérdida del valor humano del lenguaje, el que yace en el hueco, en el efecto no calculable de significación, en el malentendido y, por lo tanto, en la creación poética.

En este camino, aflora el consumo compulsivo ante el ofrecimiento del mercado: un ser a partir del tener. Los objetos de diversos consumos adictivos, por otro lado, permiten el acceso a identidades que la ciencia define: alcohólicos, anoréxicos, bulímicos, toxicómanos, etc.

El Otro social, en este marco de depreciación simbólica y prevalencia de la forma y de la imagen, promueve la belleza y la juventud: el privilegio del Yo Ideal. El cuerpo joven y bello, deseado como objeto, es promesa de felicidad y éxito. La ciencia se ofrece como garante de tal aspiración. Es la paradoja de las paradojas ya que es su propio cuerpo, a pesar de cualquier ofrecimiento científico o tecnológico, el sitio en el que el sujeto experimenta -crudamente- el filo de la castración  en los cambios que le impone  el deterioro. Al respecto, dice Freud del propio cuerpo que se encuentra “destinado a la ruina y la disolución”  y que el hombre “no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma” [8]. La mismidad especular siempre se encuentra en jaque a pesar de las ofertas del mercado y, más aún, a causa de sus promesas.

De un modo u otro, lo que en el discurso del capitalismo está promovido es una directa apropiación del objeto -¡Nada es imposible!- en una propuesta reversible en la que el sujeto mismo se objetaliza. El también es el bocado del Otro. La supuesta solución a la angustia es, nuevamente, la ocasión de su desencadenamiento. El ciclo no tiene fin. Ese goce, una nada, deja al sujeto en búsqueda de más. Las formas de su realización actual tienen, por ello, carácter adictivo; es el carácter clásico del goce de la época.


La clínica

Es a partir del agujero que cava el Otro en el viviente, de ese trauma que Lacan designa “No hay relación sexual”,  que se despliega -decíamos- la creación primera, la pulsión; ella se escribe en el cuerpo como destino exigente de goce: desde el síntoma, modo sufriente de la creación, a las posibilidades que abre el destino de la sublimación. El hombre es un animal raro, loco -en el decir de Castoriadis- que no busca su Bien, entendido como supervivencia y bienestar. También es quien crea mundos a partir de su caos/carencia original.

Sin embargo, los datos de época a los que nos referimos inciden en la constitución subjetiva y dan su sello a las posibilidades creativas consideradas a partir de la clínica. Lo que prima son las marcas en el cuerpo, el gosentido, que no se aviene con facilidad a su tramitación por una cadena asociativa, al trabajo del Inconsciente. Estas manifestaciones actuales -y actuales freudianamente hablando- se conectan con la operación primordial: el golpe, la marca mortificante de lalengua que no se deja enlazar, pues es idiosincrática, hecha de malentendidos, de maloídos, depende del azar y de la historia singular y pertenece a un registro previo al ser de palabra [9]. El sujeto es, de este modo, tanto más vulnerable a la angustia y -a la vez- se encuentra tanto más pertrechado contra ella. Está más atento a su cuerpo, al discurso con que la ciencia lo acuna, que a su posición de sujeto.

El dolor de cabeza se presenta como tal, en la ajenidad del que no quiere saber  ni del conflicto ni de la angustia y se entrampa en  la opción muda de la migraña, la neuralgia, etc. Son los nombres con los que la ciencia los identifica en un movimiento de cura/obturación. El gusto amargo en la boca por la mañana sólo muy trabajosamente desplaza hacia una amargura, un dolor psíquico, o al llenarse la boca de comida antes de vomitarla. En un caso se pasa del sufrimiento del cuerpo al conflicto y, en el otro, ese cuerpo es una boca que recibe y expulsa sin mediación del Otro. Goce reacio a la tramitación por los significantes del Inconsciente es una presentación frecuente en los sujetos que consultan.  

La parálisis del miembro comprometido en un decir que concierne a un deseo prohibido -un mensaje que se dirige al Otro, que delata su inmersión en el orden simbólico- es ya casi una pieza de museo. En su lugar prolifera el cansancio aplastante más propio a la caída del deseo. El dolor deslocalizado y generalizado no se aviene a tramitarse como  saber y, por lo tanto, la fibromialgia y la fatiga crónica son los nombres que toman de la Medicina. Son clasificaciones que desresponsabilizan al sujeto o que -más vale- apuntan a obturar su surgimiento. Se trata de etiquetas que apelan al organismo, con un lenguaje médico/técnico que está muy lejos del reconocimiento del Inconsciente y del deseo.

En todos estos casos hay cortocircuito con lo simbólico y directa relación con el objeto plus de gozar, entendido como aquello que es desecho de la operación de significantización y cuyo destino sería el fantasma, el privilegio de un rasgo del cuerpo del otro, etc. Esas manifestaciones clínicas, divorciadas de la palabra, son lo que la Psiquiatría denomina equivalentes somáticos de la depresión y se ofrecen desvinculados del componente subjetivo. El sujeto no quiere tener que ver con el malestar.  Nunca mejor empleada la afirmación de que no quiere saber nada. De la mano del cognitivismo -que  aspira a fraccionarnos en trozos, mecanismos, conductas, etc., que la ciencia medicamentosa promete atender y curar- el capitalismo nos convoca a un solo lugar: consume/goza. En ambos casos hay desconocimiento de la singularidad del sujeto.


¿Psicoanálisis?

Ese funcionamiento de las terapias cognitivistas, violento para el sujeto, es -sin embargo- el que ha podido desplazar al Psicoanálisis -que necesariamente tiene que ejercer una violencia sobre el Yo y el narcisismo para poder operar- de muchos de los lugares que lo albergaban así como de gran parte de la consideración pública media. Además, esas terapias conductistas han logrado imponer un mito en cuanto a su eficiencia y brevedad, dos valores jerarquizados hoy casi tanto como el clásico “Time is Money”.

Si hay alguna chance para la operación analítica, la clave será lograr que se instale la transferencia. Ese artificio, difícil de producir en el sujeto descreído, es lo que le permitirá tolerar su implicación, soportar tener algo que ver con el malestar que denuncia como ajeno [10]. Cómo, en cada sujeto, encontrar la particularidad que permita instalar la transferencia, cuando no estamos ya tocados por ninguna magia como analistas, es un tema aparte. A veces, es el azar lo que nos permite hallar ese rasgo, esa pequeña tontería que engancha con un punto distintivo del sujeto. A veces, es el tiempo y la escucha lo que la favorecen.

En un análisis hay tramitación, elaboración: apuntamos a destrabar vías para dar su lugar a la castración y que, así, circule el deseo. Es un camino que va desde el sujeto en desamparo al sujeto amarrado, identificado en relación con sus significantes primordiales y con recursos disponibles para hacer algo nuevo con el goce que lo determina. Que pueda pasar por la puesta en cuestión de las identificaciones imaginarias coaguladas de su historia, y de las significaciones del Otro no es posible sin la instalación de la transferencia.

Miller destaca el lugar que ha tenido el éxito histórico del Psicoanálisis en la cultura -en su ir contra los semblantes, en su denuncia de los efectos de la moral represiva, etc.- en el estado actual de dificultad para su ejercicio. [11]. El analista es el que, consecuentemente, debe desamarrarse hoy más que nunca de toda identificación imaginaria, especular, a Un analista supuesto y abrirse a lo que el caso demande inventar para crear ese amor nuevo que permita querer saber. Es una apuesta que se pone de nuevo en juego cada vez. 

 
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Notas
 
[1] Jaeger, Werner. The Theology of the Early Greek Philosophers, The Gifford Lectures, 1936.
[2] Castoriadis, Cornelius. La Institución imaginaria de la sociedad, pág. 439, Tusquets Editores, Buenos Aires, 2007.
[3] Lacan, Jacques. Seminario VII, La Ética del Psicoanálisis, pág. 171, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1988.
[4] “Sólo el amor permite al goce condescender al deseo”, frase que encontramos en el Seminario X, La Angustia, página 194.
[5] Recomendamos la lectura de varios de los artículos que, en números anteriores de la Revista, se refieren al lugar de las sectas y los gurúes en nuestra cultura.
[6] Franco, Yago. Más allá del malestar en la cultura. Psicoanálisis, subjetividad y sociedad, pág. 105, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2011.
[7] Soler, Colette. ¿Qué se espera del Psicoanálisis y del psicoanalista?, Conferencias y Seminarios en Argentina, Conferencia: El anticapitalismo del acto analítico, pág. 215, Letra Viva, Buenos Aires, 2009.
[8] Freud, Sigmund. Obras Completas, Tomo XXI, El Malestar en la Cultura, pág. 76, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1986.
[9] Oleaga, María Cristina. El cuerpo, el significante y el goce, El Psicoanalítico 15: ¿Qué cuerpo?
[10] Ibid. (7), pág. 211.
[11] Miller, Jacques Alain. Punto Cenit: Política, religión y el psicoanálisis, pag. 46, Colección Diva, Buenos Aires, 2012.
 
Bibliografía
 
Lacan, Jacques. Seminario XX, Aun, Editorial Paidós, Buenos Aires,  1981.
Miller, Jacques Alain. La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2008.
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