Dos escenas
a) Una pareja joven, con un nene de unos 4 años, cruza la avenida. El chico se suelta de la mano paterna, dice: “Yo solo” y avanza. La madre le grita: “¡Te va a llevar el policía, ahora lo llamo!”. El nene sigue caminando. “Bueno”, dice la madre, “dale que ahora no te ve, ¡dale, apurate!”. Hay en esta anécdota un acto de vulneración de la palabra y de la autoridad del Otro, entendida como soporte que permite crecer, separarse, con su amparo y protección. A lo que asistimos es a una escena en la que como el Otro no se basta para limitar -y, así, cuidar- apela a la amenaza de Otro literalmente armado: el policía. Desde el mismo lugar de impotencia, la madre luego se hace cómplice y denigra nuevamente su propia palabra al alentar la transgresión a condición de que no sea vista. El padre comparte la secuencia sonriente, lo cual es ya una intervención que duplica la maternal. La ley adquiere un estatuto lábil, caprichoso.
b) Esperamos detenidos frente a la barrera baja de un cruce de tren. Una moto zigzaguea entre los autos y llega hasta la barrera; detrás, dos bicis hacen lo propio. Tras aminorar un poco la marcha, la moto cruza. Una de las bicicletas avanza también y cruza, a pesar de que ya se oye el ruido del tren que pasa inmediatamente tras la bici. Hay una premura impostergable, ¿un desafío?, y, probablemente, una suposición: No hay límite a mi voluntad ya que nada puede sucederme; no hay consecuencias para mis actos y, si las hubiera, ellas no me interesan.
¿Con qué vincular estas escenas? La capitulación del Otro, en la primera, es crucial pues la palabra pierde su lugar de garantía, su valor de pacto y se vacía. La “barrera” fundamental pierde todo su peso; en consecuencia, otras barreras, como la de las vías del tren, no cuentan. Hay prisa y no existe la posibilidad de postergar. El principio del placer no se aviene a los rodeos que ofrece el de realidad sino que los desconoce [1]. La falta de peso de la palabra entendida como pacto inicial con el Otro tiene consecuencias.
Palabra/Imagen
Asistimos, en esta época, a una preeminencia de la imagen por sobre la palabra. La imagen puede ser portadora de una palabra plena, desde luego, pero –salvo excepciones- no es su uso actual más frecuente. En este sentido, es llamativa la función que la Iglesia otorgaba a las imágenes, pintura y escultura, cuando la lectura no era un bien compartido por la mayoría. Así, hasta los capiteles y los ornatos más variados se usaban para enviar mensajes moralizantes que castigaban a los impíos con todo el peso de los males terrenales y, sobre todo, con los del más allá. Son imágenes transmisoras de La Palabra.
Hoy predominan las imágenes vertiginosas que convocan a los chicos desde las pantallas, incluso a los más pequeños, y los hipnotizan. En el mundo de los videojuegos casi todo es posible. Asimismo, hay vértigo en las imágenes de la propaganda, medio por el que el mercado envía su mensaje. Nos hemos ocupado ya de los efectos que tienen esos estímulos y de la diferencia entre ellos y los de la lectura o la conversación, que fomentan la creación de complejidad psíquica al respetar los tiempos de la necesaria elaboración y posibilitar, así, el ejercicio subjetivo ya sea de la crítica, de la duda o de la aserción. Sin contar -en el caso de los niños pequeños- con el efecto motriz de enloquecimiento que provocan. La inclusión de la palabra y del otro es crucial para hacer la diferencia [2]. Por el contrario, la emisión de mensajes a través de las imágenes crea un dibujo asimétrico unidireccional en el que se pierde la posibilidad del lazo, de la paridad en cuanto al valor de los lugares en el intercambio. La palabra del mercado llega a todos desde un lugar privilegiado. ¿Un nuevo ejercicio de La Palabra? Se trataría de un supuesto desvanecimiento de la ideología que encubre la vigencia de una única ideología/mandato: Consume y serás. A pesar de la licuefacción que afecta a la cultura parece que otros sólidos logran abrirse paso. Seguramente con nuevos efectos sobre la subjetividad.
“Nostalgia del absoluto” [3]
George Steiner, en este libro que es reseña de cinco charlas, señala la decadencia de las iglesias y analiza aquellos rasgos imprescindibles en la conformación de lo que llama mito, lo que viene a ocupar el vacío dejado por aquellas. Las condiciones serían, entonces: que el cuerpo de pensamiento tenga una pretensión de totalidad; que tenga textos canónicos que funden su inicio y den lugar a su desarrollo y, en tercer lugar, el despliegue de un lenguaje, imágenes, banderas, metáforas, un cuerpo simbólico propio. Define: “Son una especie de teología sustituta. Son sistemas de creencia y razonamiento que pueden ser ferozmente antirreligiosos, que pueden postular un mundo sin Dios y negar la otra vida, pero cuya estructura, aspiraciones y pretensiones respecto del creyente son profundamente religiosas en su estrategia y en sus efectos.” [4]
Steiner sostiene que tanto el marxismo como la teoría de Freud y la visión de la antropología estructural cumplen con estos requisitos y vienen al lugar vacante de las religiones, aunque les reconoce “esplendor racional”. Más allá de que podamos disentir con el modo en que entiende estos desarrollos, creemos que son cuerpos teóricos que se prestan para ocupar ese hueco sin que sea inevitable que efectivamente lo hagan. Que tengan ese destino dependerá del lugar en que nos ubiquemos frente a ellos; es decir, del modo en que tramitemos la inserción de la castración en su mismo seno, o sea: de la manera en que toleremos la incompletud en el interior mismo de cada uno de esos corpus teóricos.
En la cuarta charla del ciclo, Los hombrecillos verdes, [5] Steiner analiza fenómenos, que llama “absurdos”, de los que nos hemos ocupado en varios artículos de El Psicoanalítico [6]. Dice: “Los cultos de la insensatez, las histerias organizadas, el oscurantismo, que se ha convertido en un rasgo tan importante de la sensibilidad y la conducta occidental durante estas décadas pasadas, son cómicos y a menudo triviales hasta cierto punto; pero representan una ausencia de madurez y una autodegradación que son, en esencia, trágicas.” Incluye muchos fenómenos en esta serie y los caracteriza por estar infectados por la superstición y el irracionalismo; los llama fraudes y aberraciones y dice que enumerarlos todos estaría más allá de su competencia y de su estómago. Menciona y conceptualiza, sin embargo, a la astrología, la ufología, los fenómenos de clarividencia, las pseudociencias, el satanismo, y el orientalismo. Caracteriza a estas corrientes como síntomas de una “dramática crisis de confianza” tributaria de la impotencia, e incluso de la complicidad, de las religiones frente a la barbarie de las guerras, del holocausto, del terror. Nuevamente, vemos los efectos devastadores de la pérdida de la garantía de la palabra, incluso de su uso perverso.
Como vemos, el “absoluto” tiene un lugar de estructura, el de aquello que vincula al hombre con su desamparo original y lo impulsa a la búsqueda de un reencuentro que, en el origen, supo rescatarlo y humanizarlo. En ese camino y según las épocas y culturas, ese lugar puede ser colonizado hasta por lo más bizarro. Son varios los artículos de El Psicoanalítico en los que hemos trabajado este punto [7].
Al final del libro queda, para Steiner, la pregunta sobre el futuro de la verdad; el que cifra en el camino de las ciencias filosóficas y exactas, la promesa de que la verdad haría libres a los hombres, promesa heredada del Evangelio. El autor traza el recorrido del concepto de la verdad en la historia de las ideas y termina por dudar del lógico encadenamiento causal entre verdad y libertad. Asimismo, encara los descubrimientos, fundados en la búsqueda de la verdad como lo que apunta a nuestra destrucción: la del planeta, por ejemplo, por razones de agotamiento; la que acarrean guerras con potencia de aniquilamiento total y, por último, los peligros inminentes del avance de la genética en relación con temas éticos ineliminables. Sin embargo, Steiner no se ilusiona con ningún retroceso nostálgico en relación con los saberes actuales: “(…) pertenece a la eminente dignidad de nuestra especie ir tras la verdad de forma desinteresada. Y no hay desinterés mayor que el que arriesga y quizás sacrifica la supervivencia humana.” Es el deseo del científico, un deseo que -según Lacan- linda por esos motivos con lo tanático. Apresado en las redes del mercado, además, y avalado por el avance de la técnica, ese “desinterés”, ese deseo de saber a toda costa, plantea cuestiones cruciales en cuanto al destino y al fin de la humanidad. En este sentido, qué mejor prueba que la invención de armas cada vez más sofisticadamente letales -que pueden incluso interferir con el clima- por una industria armamentista cada vez más rentable. Por ello, Steiner no duda del futuro de la verdad y sí del que concierne al hombre.
Los encierros
Nos interesa señalar que aquellos movimientos que Steiner ubica bajo el rubro de “hombrecillos verdes” convocan a muchos sin que eso necesariamente les empuje a tener un lazo entre ellos. Se trata de seres que -generalmente idealistas y cuestionadores del mandato consumista del mercado- buscan opciones para rehuirlo. Así, encontramos tribus que no se organizan verticalmente, que no responden organizativamente a una dirección única sino que van tomando lo que viene a taponar el conflicto desde cualquier discurso homogeneizante, prometedor y tranquilizante. Son seducidos por ilusiones de trascendencia, de evitación de las enfermedades a través de regímenes alimenticios diversos o del tipo de vida que ofrecen. Son discursos que llaman a concentrarse en una “vida interior” que de algún modo mejoraría el mundo exterior sin que el sujeto tenga que jugar un rol, más que en cuanto a sus buenos deseos para con todos y cualquiera. Cuando el sujeto siente que estos dispositivos le aseguran consuelo va adentrándose cada vez más en ellos y aislándose de su entorno.
También, como es el caso de Eckhart Tolle [8], surgen toda clase de gurúes, al amparo de esa vocación por los absolutos, que convocan a centrarse en un “ahora” que -además de provocar un aplastamiento subjetivo notable en tanto aíslan de la historia y del proyecto- destituyen la posibilidad de que los sujetos encuentren motivos para relacionarse con otros. Se estimula la transformación de las necesidades en temas trascendentes: comer y dormir se tematizan, se hace doctrina con eso, se indican mejores modos, se estigmatizan los factores que supuestamente dañan. Es como vivir en un presente inmutable, huyendo del pasado en cuanto pudiera aportar angustia, despreocupándose por el futuro con el mismo objetivo, haciendo un mundo de cada nimiedad.
En estos grupos de riesgo el otro supuestamente es considerado, pero siempre y cuando sea un igual. La diferencia no es verdaderamente tolerada pues el conflicto se evita a toda costa: hay que vivir en tranquilidad, el bien que parece más preciado. Hay una religiosidad -en sentido literal o metafórico- que puede incluir modos de trascendencia -vidas futuras en un interminable ciclo que forcluye la muerte- o promover formas supuestamente saludables, aunque muy restrictivas, de vida como garantía contra la enfermedad y la muerte o como apuesta a una pureza extrema. El Amor que estos sujetos declaman es un amor con mayúscula, que no recoge el detalle, que no se inmuta ante lo particular, y que, en consecuencia, pierde de vista y desconsidera al otro real.
Estas operaciones a menudo fracasan. El vacío y el desamparo retornan ya sea porque ese Amor abstracto conduce al aislamiento y la soledad, ya sea porque las relaciones se agotan dada la standardización de la comunicación, donde todos dicen lo mismo y nadie pregunta ni cuestiona. La angustia retorna también por la insistencia de lo real -entendido como aquello que no tiene sentido- que irrumpe para cruzarse en las fórmulas de completud de esas propuestas. Incluso, por ejemplo, hay retorno en relación con las enfermedades, que aparecían como evitables por medio de las lecciones de vida que se imparten. Cuando el resultado pone en evidencia la insuficiencia o el fracaso de toda precaución, cuando el sujeto enferma, se siente además culpable por no haber estado a la altura, por no haber evitado la enfermedad. Asimismo, hay una promesa de felicidad que, desde luego, resulta defraudada. El sujeto también en este caso se siente en falta por no haberla alcanzado.
El número como absoluto
Si la humanidad va desplazando, nostálgica, lo que viene al lugar de los absolutos perdidos, es notable la elevación del número a ese lugar. Sin embargo, como vemos, no son saberes y verdades los que se desprenden de ese ascenso. Jacques Alain Miller, en su Seminario de 2007/8 [9], lo señala: nos encontramos en la era de la cuantificación, la estadística como prueba de verdad, la clasificación como ordenamiento y la eficacia concebida como rendimiento veloz. Es el gran desafío al que se enfrenta el Psicoanálisis, tratamiento de cada uno en su verdad más íntima y peculiar. Así, el cognitivismo, las neurociencias y sus aliados medicamentosos son los modos en que la cuantificación y la clasificación apuntan a homogeneizar y a reducir la subjetividad mediante parámetros medibles y válidos para todos. Dice Miller: “El discurso de la cuantificación se encarna, se monetiza, en el mercado, donde todo tiene un precio, donde todo tiene un valor pero no un valor absoluto sino un valor dentro de una escala de valores establecidos” [10]. Ejemplifica este rasgo con lo que representa la escala de la depresión en la clínica de dicho discurso. Así, Miller concluye que la cifra de la cuantificación termina siendo la garantía del ser: “Ahí reside la incidencia de la ciencia sobre la ontología” [11]. El cognitivismo, en esta línea, sería la garantía de existencia de los fenómenos que sus expertos aseguran descifrar; lo psíquico sería lo cerebral y todo, en este sistema, sería cuantificable. Inclusive se trata así a las emociones, en tanto producto de la cantidad de los neurotransmisores. Hay un barrido de la subjetividad, de lo que escapa -justamente- a toda cifra, salvo a las más peculiares marcas originarias en las que se cifra –en una acepción muy diferente- un destino humano [12].
El marco de este proceso es la pérdida de consistencia de la palabra. Desde luego, nos referimos aquí tanto a su aspecto de lazo en la buena fe, en relación con el semejante, como al sesgo poético de la misma: la posibilidad de alojar malentendido y todos los tropos en los que se desliza el deseo. No se trata de código, entonces, ni de categorías que alimenten las clasificaciones de la ciencia neuronal. Las consecuencias -en el contexto de lo que Castoriadis designa como “avance de la insignificancia” y Zygmunt Bauman estudia como “lo líquido”- no sólo afectan a los sujetos en su intimidad sino que fragilizan los lazos sociales y favorecen el aislamiento típico de esta época.
Cada cual atiende su juego
La tecnociencia produce efectos en los modos de goce de los sujetos y, en esa vía, incide en el perfil de la subjetividad actual. Permanentemente se renueva la oferta de objetos/prótesis que vienen a satisfacer circuitos pulsionales sin que ese recorrido incluya al otro, al semejante. Se trata de objetos que fomentan, como sabemos, el aislamiento y el goce autoerótico. El celular -con todas sus aplicaciones- como instrumento; las redes sociales -con los vínculos propios y manejables- como ámbito de contacto, son ejemplos claros de esta oferta. Los sujetos se encierran, así, en un mini mundo en el que pueden controlar lo que resultaría perturbador. Gozar así produce, además, un circuito que tiende a su renovación permanente, produce adicción.
La pérdida de peso de la palabra -caída de las significaciones- abre el lugar de este despliegue autoerótico adictivo. El lugar del otro, fuente de conflicto, de dolor, está elidido. Se puede, sin mayores consecuencias, bloquear al así llamado amigo en Facebook. Recordemos que el sujeto infantil abandona los placeres del autoerotismo, que permanecen en otro estatuto, por amor al Otro y al Yo, nuevo acto psíquico que inaugura el narcisismo. En mi clínica actual observo una diferencia entre el ejercicio de este renovado autoerotismo por parte de los varones y la posición femenina. Incluso resulta notable la queja que las mujeres despliegan en torno al aislamiento que ellos practican. Podríamos, quizás, vincular esta diferencia con la dependencia profunda, que señala Freud, respecto del amor en la mujer, así como con lo que implica la narcisización de su cuerpo todo en la “mascarada”. Son cuestiones que se abren, preguntas en relación con las novedades de la época.
Capitalismo y futuro
Sin duda, mediante varios de los mecanismos que describimos -la pérdida de densidad de la palabra [13], el ascenso de absolutos que desconocen la subjetividad como particularidad, el reinado de un mercado que apunta al consumidor, los goces autoeróticos adictivos como centrales- el capitalismo ha logrado también el aislamiento de los sujetos y su desconexión respecto de propuestas de cambio social. Desde luego, nos referimos a una tendencia general que alberga excepciones.
La ruptura del lazo social coloca al otro como “instrumento para” más que como par. El miedo al futuro, que es siempre más incierto, la baja tolerancia a la espera, la carencia de metas, empujan a lo que Bauman nombra “maldición de la soledad”: “(…) estamos condenados a afrontar nuestros miedos individualmente y a inventar nuestras propias estratagemas y subterfugios para defendernos de ellos, porque los miedos comunes a todos no se suman a una comunidad de intereses y a una causa común, y no se combinan en un estímulo para unir fuerzas.” [14] Sin embargo, cuando lo hacen -y parece que esta combinatoria se produce cuando el hombre siente que su casa está amenazada, que destruyen su hábitat- los resultados son otros bien diferentes. Es una apuesta que vemos jugarse, sin saber aún cuál será su destino, en las luchas que llevan adelante los sujetos que defienden los bienes del ambiente, los así llamados ecologistas [15]. El futuro, como cambio, podría estar gestándose en esos escenarios.
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