Necesito disculparme. Este mismo libro
está empapado de recuerdos, de recuerdos lejanos.
Procede, por consiguiente, de una fuente sospechosa,
y como tal debe ser defendido contra sí mismo. |
(P. Levi, Los hundidos y los salvados)
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Una voz atravesada por la sospecha. Esa es la voz del testigo. Encandilados con la vigorosa eficacia del pensamiento racional, los acreditados formalismos del aparato jurídico, la sistematicidad académica de la historiografía, o la aséptica y enguantada recolección de pruebas de los métodos policiales, hay quienes podrían escuchar la frágil voz del testigo con el ceño fruncido y la mirada oblicua, ocupados en constatar o rebatir los hechos que relata.
La primera persona en el relato implica desde el inicio el desfallecimiento de toda posición objetiva y neutral. Para aquellas perspectivas –como la planteada, por ejemplo, por Pierre Nora- desde las cuales historia y memoria se encuentran en oposición resulta casi inadmisible que esa voz se pretenda dueña de alguna clase de verdad. Su relato estará peligrosamente plagado de errores, omisiones, lagunas, deformaciones. Jamás podría suponerse en el testigo una voz esclarecida, puesto que sólo habla desde sí mismo.
¿Cómo podríamos entonces adjudicarle a su discurso algún núcleo de verdad?
Primero el testigo debería demostrarnos que se ha descentrado de sí en la construcción de su relato, debería poner en duda sus percepciones antes que afirmarlas, debería construir un relato despojado de afecto, debería –en definitiva- relatar los hechos como si en verdad no hubiera estado allí o como si no hubiera sido afectado por ellos. Pero, si precisamente su estar afectado y su haber estado allí ponen en duda el contenido del relato ¿no sería un sinsentido suponer que ese mismo relato sería tanto más confiable cuanto menos haya presenciado -y por ende padecido- el testigo lo que su testimonio intenta trasmitirnos?
Desde diferentes ángulos se nos ha planteado la controvertida relación con la verdad que posee el testimonio. Tanto aquellos autores que ponen el acento en el “giro subjetivo” que supone tomar en cuenta únicamente el testimonio para el conocimiento de la Historia, como quienes desde un ángulo totalmente diferente retoman el desarrollo de Agamben (2005) a partir de la afirmación de Primo Levi respecto de que los únicos testigos integrales son los musulmanes, asistimos –en definitiva- a una puesta en cuestión respecto de la voz de los testigos. (…)
La inclinación reverencial ante el testimonio del sobreviviente produjo penosos acontecimientos, síntomas de una época que pasó -sin asumir responsabilidad alguna y al modo de una formación reactiva- de la imposibilidad de escuchar a los sobrevivientes a la confianza acrítica en cualquier palabra enunciada, como si fuera suficiente presentarse como sobreviviente para merecer, sólo por eso, veneración. Esta exaltación contribuyó a producir en algunos sobrevivientes la consolidación de una identidad padeciente, núcleo difícil de disolver aún cuando el precio de sostenerla haya sido muy alto. Por otra parte la consideración del testimonio del sobreviviente como elemento único y central en el conocimiento de la verdad histórica implicó la delegación en él de una responsabilidad excesiva, obligando a las mismas víctimas a declarar sus experiencias hasta la extenuación, en interminables recorridos ante los tribunales.
Resulta fundamental entonces poner en debate dos corrientes de pensamiento que -en sus diferencias- recuperan la complejidad del entrecruzamiento entre la voz del testigo y la verdad histórica.
Como expresión de una de estas corrientes podríamos tomar el libro Tiempo Pasado, de Beatriz Sarlo (2005). La autora denuncia una contradicción inherente en aquellas posiciones que defienden al mismo tiempo “la indecibilidad de un verdad y la verdad identitaria de los discursos de experiencia” (p. 52), y analiza los usos públicos del testimonio (no, por cierto, su uso en el terreno jurídico) para discutir el giro subjetivo que ha adquirido el conocimiento de la Historia, giro que obtendría impulso a partir de una época que proclama los derechos de la verdad subjetiva, la razón del sujeto, el relato de la experiencia singular y que despliega la difusión mediática y editorial de una Historia cercana al sentido común. Esta autora plantea el valor irremplazable de los testimonios en la consolidación de los regímenes democráticos y los procesos reparatorios, al tiempo que reconoce y valora su importancia desde el punto de vista del derecho al recuerdo. Pero cuestiona las prerrogativas de las que podría ser objeto siempre que se considere como expresión de la Verdad y no se ejerza sobre él un análisis crítico, tal como se ejerce sobre otras fuentes en la construcción de la verdad histórica.
Aún desde otra perspectiva, Ricardo Forster (2003) en su texto El imposible testimonio: Celan y Derrida, está lejos de negar hasta qué punto la palabra del testigo es deudora de los claroscuros de la memoria, pero encuentra precisamente allí el valor de su verdad. Su texto confronta una pretendida rigurosidad académica con los límites del discurso del testigo, no –en sus palabras- porque “esos límites se vuelvan clausura, barrera definitiva que impide ahondar del otro lado del umbral”, sino porque allí se pone en cuestionamiento la oscuridad que contiene la certeza del discurso del saber, es decir -suponemos- lo que esa pretensión de certeza debe desconocer, ocultar, invisibilizar, para poder sostenerse como certeza. Gloria Cineraria -el poema de Celan al que hacen referencia Derrida y Forster- como toda la poesía de Celan en su conjunto, supone una caída del sujeto de la modernidad, sujeto para el cual pareciera resultar posible una correspondencia entre lenguaje y mundo. Lo esencial estaría precisamente en el “balbuceo inarticulado”, en los quiebres del discurso. “Alcanzar un orden de la representación de los campos sería cruzar las escrituras testimoniales de Primo Levi y Paul Celan”, escribe Forster (p.222). Describe los riesgos de declarar a Auschwitz “indecible”, tanto como los riesgos de transformarlo -en ese mismo acto- en algo sagrado. Pero considera que pretender ceñir su explicación dentro de los cánones de la rigurosidad metodológica, científica, racional, académica, es sustraerle en realidad lo que define su esencia, aquello que se sustrae a “toda inteligibilidad”, reducir Auschwitz a una lógica que supone que es posible representar lo que se escapa a toda representación, destituir en el testimonio lo que testimonia acerca de la destrucción de todo sentido.
Y aún así, Forster sostiene que tiene sentido dejar constancia de lo “decible en lo indecible”, y cita a Agamben cuando escribe que se debe “dar testimonio de la imposibilidad de testimoniar”. Forster parte del verso de Celan “Nadie testimonia/por el testigo” (último verso de Gloria Cineraria), y del texto que a partir de este verso escribe Derrida, y coloca al testigo en un lugar central: su palabra se sostiene en el lugar sagrado del juramento. Y esa es también su soledad. En el conocimiento de la verdad histórica de lo ocurrido durante el accionar de los regímenes genocidas se debe dar por descontado que estos regímenes han intentado sistemáticamente destruir las pruebas de los crímenes cometidos. (..)
Pero si nos interesa en este libro detenernos en el trabajo de construcción del testimonio, es porque creemos que es la única manera de no dejar atrapado al testigo bajo el peso de una responsabilidad que no le compete: él relata su verdad, una verdad probablemente construida a partir de una experiencia arrasadora, y debemos considerar por ende que el arrasamiento mismo habrá dejado sus huellas en el testimonio. No escucharemos en él sólo el relato de una serie de acontecimientos fácticos: escucharemos también y predominantemente su efecto en la cadencia del discurso.
El conocimiento de la verdad histórica, la construcción de la prueba jurídica no pueden ni desconocer ni glorificar su palabra. Tan cierto es que el testigo no puede pretender sólo desde su testimonio construir verdad histórica, como que no debe exigírsele que lo haga. Y nos referimos a esa paradójica forma de “exigencia” que supondría objetarle la construcción de un relato subjetivo. La construcción de la verdad histórica no se produce sólo en los claustros académicos: los tribunales también pueden ser un espacio indispensable para el conocimiento de la Historia. (…)
A partir de las ideas que he esbozado, me propongo fundamentalmente revisar el impacto que lo traumático produce en el corazón mismo de la posibilidad de trasmitirlo. Se trata de analizar hasta qué punto lo traumático condiciona el modo en el que podrá ser testimoniado, para revisar desde allí los obstáculos subjetivos que el testigo deberá enfrentar. Esto resulta esencial, no sólo como aproximación a los aspectos intangibles que intervienen en la construcción de la trama narrativa, sino también como establecimiento de las premisas desde las cuales escucharemos el testimonio. Determinado en su carácter de relato, narración posible de una experiencia casi siempre traumática, el testimonio se ve constreñido por lo que su vehículo –el lenguaje- le ofrece. (…)
No se trata aquí, por supuesto, de poner en duda la necesidad de conocer los hechos de la historia lo más cercanamente posible a su facticidad. Ocurre que no existe modo no humano, es decir, no atravesado por la subjetividad de los hombres que la construyen, de conocer la Historia.
En Lo que queda de Auschwitz, Agamben (2005) cita a Primo Levi (de su libro Los hundidos y los salvados), e invoca la dolorosa afirmación que este autor realiza al decir que los únicos testigos integrales son los llamados musulmanes, es decir los que han quedado despojados de la palabra. En su texto Agamben no parece tener en cuenta el lugar desde el cual Primo Levi escribe lo que escribe. Levi siente que “han muerto los mejores”, siente con razón que el horror de lo vivido se materializa integralmente en el desmantelamiento subjetivo de los que murieron sin voz, y no en los que han logrado sobrevivir. Ellos, los musulmanes, son la cruda y deliberada consecuencia de esa maquinaria de exterminio. Y esto es irrebatible.
Pero suscribir el planteo de Levi desde afuera de la experiencia concentracionaria y llevarlo como lo hace Agamben hasta la exacerbación, supone el riesgo moral de desacreditar la voz de los testigos. Es profundamente paradójica su estrategia, ya que para sostener teóricamente la imposibilidad de construir un testimonio acerca de la experiencia límite que significó la vida concentracionaria (puesto que la experiencia del sobreviviente no fue la del musulman), toma como punto de partida los testimonios de los sobrevivientes (puesto que han sido ellos quienes han dado cuenta de la existencia del musulman). (…)
El musulman es testimonio en su desexistencia. El sobreviviente da testimonio a través de la palabra. En esa palabra hay relato histórico, hay un intento de ordenamiento de lo vivido, y una necesidad de ser escuchado. Escuchar el testimonio no es sin embargo un acto de compasión. La palabra del testigo forma parte de la Historia y de su construcción.
En las páginas de este libro intentaremos analizar las dificultades con las que tropieza la voz del testigo en la construcción del testimonio de la experiencia traumática, pero no lo haremos para poner en duda la validez de su enunciación, sino para desentrañar su naturaleza.
Son obstáculos en los que inevitablemente confluyen las circunstancias históricas del pasado y de altísimo impacto traumático que el testigo ha vivido, sus condiciones psíquicas y subjetivas, y las circunstancias históricas del presente que posibilitan u obstruyen el esclarecimiento de la Historia a través del testimonio.
El núcleo esencial de mi reflexión concierne al análisis de cada uno de los cuatro obstáculos a los que -a mi juicio- el testigo debe enfrentarse en la construcción del testimonio sobre la experiencia traumática. Estos son la narración de lo traumático, la declaración ante la justicia, la vergüenza y el hablar en nombre de otro. (..)
Si a la víctima puede legítimamente concedérsele el derecho al olvido, esto no autorizará de ninguna manera el olvido de la sociedad.
Por eso, a la necesidad de dar testimonio debe sucederle el deber de escucharlo.
Quizás algo de esto quiso decirnos T.S.Eliot cuando escribió los dos últimos versos de su poema “Los hombres huecos”:
Así es como el mundo acaba:
No con una explosión, sino con un gemido.
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