Hoy somos todos testigos. Y no de Jehová (o por lo menos no sólo). Es que muchos de nosotros hemos sido testigos de cómo Mariana trabajó y trabaja con este tema desde hace años, de cómo este libro se empezó a escribir mucho antes de que la autora se entere. En ese sentido lo mío hoy no es una simple presentación, ni una crítica textual, ni una amable invitación a la lectura. No, es tal vez todo eso, pero es básicamente un testimonio. Fui testigo de cómo las ideas se volvieron texto, y principalmente de cómo ese texto se volvió (fue difícil, les juro) un libro.
Al ser testigo y dar mi testimonio, mi voz, además de afónica, se vuelve sospechosa. Como dice Mariana: es difícil suponerle al testigo una voz esclarecida, puesto que sólo habla de sí mismo. Aunque hable de otro.
Lo que más me apasionó de este libro, no es tanto el lugar del testigo sino más bien su producción: el testimonio. Mariana hace una minuciosa y acabada genealogía del testimonio como género. Se nutre de varios autores, los hace conversar y en algún caso discute con algunos de ellos. Se apoya en Primo Levi y Semprún, claro, se nutre de Walter Benjamin, discute algo con Agamben, invita a participar a Levinas y Derrida. Pero este es un libro de ella. Se apropia de lo que la convence, pero para hacerlo pensamiento propio.
Cuando digo que es un estudio del testimonio como género, me refiero no sólo del trabajo de construcción del mismo sino también del modo de recepción, de lectura y fundamentalmente de escucha. Es un necesario manual de instrucciones de cómo se acompaña y se escucha un testimonio. En ese punto es notable lo que el psicoanálisis le puede aportar al derecho y a la historia, es decir a la política.
Es que como la literatura enseña, todo género inventa un lector. Un modo de leerse. Tal vez el testimonio demoró en generar su propio lector. Hay algo en el género testimonio que se diferencia de otros géneros. Su necesidad imperiosa y ontológica de un lector. Un poema existe como tal y sobrevive a la ausencia de un lector, como enseñó Borges en su cuento “El milagro secreto”. Otros géneros, a los que me referí en otro lado, como el diario íntimo, requiere de la ausencia de lector para existir como tal. El testimonio, en cambio es la escritura desesperada en la búsqueda de un lector. Del lector como testigo de un testigo. De alguien que escuche la transmisión de lo insoportable de vivir sin compartir. Testimoniar no es sólo tramitar una verdad, es un modo de socializarla. Lo que me pasó lo paso. Y para pasarlo lo vuelvo relato. La imposibilidad de testimoniar intoxica. El material traumático si no se trabaja con palabra y relato se vuelve un freno a la vida, al paso del tiempo. Uno queda encerrado en una escena que no deja de no terminar.
Pero no es sin costo ponerle la escucha a un testimonio. Hay algo de lo insoportable que uno se decide a soportar. Por eso cuando se dice que hay experiencias intrasmisibles e irrepresentables, muchas veces se pone la responsabilidad de esa imposibilidad sólo del lado del narrador. Se escamotea que a veces es la falta de un interlocutor el que explica esa imposibilidad. Mariana da el ejemplo de Primo Levi, liberado de Auschwitz en 1945 sintiéndose “Habitado por la urgencia de contar”. Dos años después publica Si esto es un hombre; pero el libro pasa desapercibido. Recién se leerá 11 años después en una reedición. Como dice Mariana, en 1947 nadie podía escucharlo ni leerlo. El género no había construido a su lector. Esos 10 años en soledad habitado por la urgencia de contar fue como vivir en otro campo de concentración. Incomunicado. Invisible. Inaudible.
Testimoniar es obligar al que escucha a volver a testimoniar. A soportar otro trauma, menor, por supuesto al vivido por la víctima, pero que también requiere a su vez de un testimonio. Este libro de Mariana es su testimonio construido después de años de permitir que muchos traumas se vuelvan relato porque había quien lo alojara. Y somos nosotros, sus lectores, los que permitimos que ella a su vez haga circular lo que su trabajo trabajó en ella.
Si bien su texto se concentra (qué palabra!) en la voz del testigo, recordemos que sin la oreja de un prójimo esa voz desaparece.
Se podría entonces hablar de violencia de género. Un género violento que violenta al lector. Lo que violenta es presenciar la violencia. Presenciar la violencia como testigo. Escucharla, leerla es estar presente, presenciar sin intervenir.
Mariana cita a Coleridge, que requería del lector la suspensión de la incredulidad para leer poesía y novela. Ese sería el contrato de lectura de esos dos géneros. Con el testimonio el contrato de lectura se parecería más al que requiere el documental. De tomarlo como documento, en el sentido jurídico e histórico. Y el narrador del documental es siempre un testigo.
Mariana cita una aguda idea de Pilar Calveiro: la experiencia traumática es intransferible pero no es incomunicable. Como ven hay una teoría de la transferencia en juego. Como enseña el psicoanálisis hay algo que sí se transfiere en lo intransferible. A condición de soportar esa transferencia. Esa que le demoró demasiado a Primo Levi y a tantos sobrevivientes del holocausto.
Relatar, narrar, transferir, representar, comunicar, hablar, poner en palabras. Cada concepto pellizca un trozo del trabajo de la memoria.
La memoria teje. Y no se teje sin agujeros. Mariana habla de la materialidad de la memoria y el recuerdo. De inscripciones y marcas que se transforman con el tiempo, de una red que atrapa al recuerdo y lo inserta en una cadena de significación. De ese trabajo, afirma la autora, surge la narración. Me pregunto si a veces no será al revés, la narración misma la que va enredando el recuerdo a esa cadena. Si no será que la narración misma va generando recuerdos, olvidos y memoria.
En algún lugar del libro se habla de ayudar al testigo al rescate de su pasado. Lo leo en un doble sentido: rescatar el pasado perdido, o rescatarse del pasado en donde uno se perdió.
El concepto de verdad en este libro desborda y supera la simple adecuación aristotélica entre dicho y hecho. Hay hechos que tal cual están perdidos. Hay dichos que no llegarán nunca a abarcar totalmente a esos hechos. En esos agujeros, de esos agujeros, algo de la verdad emerge y repara si hay alguien que aloje, como testigo de testigos, la posibilidad de lo imposible.
En esta verdad trabajada por la ética, la política y el respeto psicoanalítico por la subjetividad, termino diciendo, animado y provocado por la lectura de este libro, que en este país sí hubo 30.000 desparecidos. Aunque burocráticos expedientes digan otro número, el tejido de la verdad del pueblo argentino construyó un número que jamás se borrará. No se trata de contar cadáveres, sino de contar (en el sentido de narrar) vidas. Más allá de la mezquindad de contador de un efímero ministro de cultura, y más allá de la explícita y transparente verdad de alguien que dijo, que nos dijo a todos los argentinos, que sobre este tema no tenía idea. Ni idea.
¡Muchas gracias!
[*] Introducción al libro (Fragmento) |