Vicente Zito Lema, autor de Conversaciones con Enrique Pichon Rivière. Sobre el arte y la locura(1975), realiza en esta novela una original biografía de Pichon Rivière. A partir de una escritura en primera persona nos acerca por primera vez a un Pichon Rivière desde adentro. Además, esta novela familiar incluye, al estilo de Rayuela de Julio Cortázar, una serie de notas luego de cada capítulo. Son “otras voces” que completan y complementan esta biografía con textos, diálogos inéditos de Pichon Rivière y relatos de quienes lo conocieron. El resultado permite tener una biografía novelada a la vez que un caleidoscopio de las diferentes visiones de la vida y de la obra del protagonista.
Luz en la Selva, la novela familiar de Enrique Pichon Rivière abarca desde su nacimiento en Ginebra (Suiza) y su periplo por el Chaco, Corrientes, Rosario y finaliza cuando Pichon Rivière decide viajar a Buenos Aires para estudiar medicina. Así vemos el crecimiento de un niño con su familia francesa en plena selva chaqueña nutriéndose de la naturaleza, el lenguaje y los mitos guaraníes, los poetas malditos en cuya lectura lo inicia su padre y hasta del propio Freud, a quien leerá por primera vez en un prostíbulo de provincia. Cada una de las “otras voces” permite ver cómo estas marcas que dejaron en su subjetividad se convertirán luego en la obra Pichon Rivière.
No cabe duda que los lectores se fascinarán en este viaje por la vida y la obra de Pichon Rivière.
Con este libro tenemos la enorme satisfacción de iniciar la Colección X (de novela) de nuestra Editorial Metrópolis, conjuntamente con la aparición de La madre patria de Maximiliano González Jewkes y Ojos de piedra de Silvia Graciela Domínguez.
Ceremonias y señales
Por Vicente Zito Lema
Este libro pretende lo imposible: convertirse en una ceremonia de resurrección.
Bien se dice: aunque el puerto sea el infierno, lo maravilloso del alma es su viaje.
De allí que una novela sobre la vida de un tercero esté escrita en primera persona.
Hubo que ponerse en la piel del otro. El escritor desaparece de sí, mientras que ese otro, un personaje vivo, en plena luz de escena, aunque esté muerto y oscuro en la oscuridad de la muerte, provoca la vida.
La vida que se produce también necesita un espacio, un cuerpo.
Allí está el lector. Que para entrar en la ceremonia debe estar vivo; hablo de una potencia de vida que se expresa en los actos, y tener paciencia y pasión.
Primero, la pasión que corresponde a la muerte (una pasión triste), y de inmediato la pasión que nace de los espíritus vivos (la pasión alegre).
O sea: un lector que reconstruye la vida del otro, aquel que escribió (diría Freud, va paso a paso sobre su mecanismo de creación); haciéndose a la vez cargo, ¡vaya carga!, de la vida de quien está en lo escrito, y que ahora es mucho más que un personaje en la realidad de la muerte, en tanto marcó la vida de quien escribe (en la escritura quedan las huellas), y marca también la vida de quien lee. (Desde la lectura se alzan las huellas del amor o del desprecio...).
Escribir y leer sobre “el otro”, puede ser entonces la pretendida ceremonia de resurrección, con toda su angustia, porque se admite, como punto de partida, que en esa angustia yace la esencia del ser, y que la poesía nombrada una y otra vez en el libro, es un diálogo con la muerte por fuera de la piedad, imposible en la resignación.
Señales: Los diálogos entre el “narrador” y el “narrado” son reales y son un sueño.
Es decir que son materiales, de una manera y de otra manera sucedieron. (¡Y aquí ya no importa quien está en la vida y quien está en la muerte!).
Página tras página. El camino de la ida es el camino de la vuelta. O en el cielo se encuentra el infierno. Lo admito, la novela no fue gestada con la lógica para levantar muros, pero puede leerse así. Hay venenos dulces...
La poética, sin ella nada existe, puede reconstruirse a partir de las Rapsodias y Sonatinas (Así también la razón puede pulirse en los cristales del delirio...).
Nada aquí ocurre por sí, sin la realidad de los otros que la constituye como sí. Por ello pueden leerse inicialmente las “otras voces”, que es el espacio público, y desde ahí entrar en el corpus de la subjetividad, el relato propiamente dicho. Y aquí surgen, por lo menos, tres posibilidades: ser el narrador, ser el que es narrado, o dar un salto a través de la espiral dialéctica y construir un nuevo cuerpo (digamos un alma, “alma que tanto te han herido”, ¡oh, frágil, palito del violín!...), que legitima la tercería, el ojo que mira desde la cerradura y permite que aquello que sucedió, suceda...
Por último: ¿Por qué no guiarnos con la necesidad de la belleza, como el beato y como el poseído que con sus estrellas levantan su cielo…?
Por más último: ¿Por qué no dejarse llevar por el azar, o por el destino, o por el viento que mueve las páginas del libro...?
Post Scriptum: ¿Por dónde entraré yo en este libro, si quiero salir del libro y escribir lo que falta, escribir de la novela familiar del otro -querido Pichon-, siempre que no caiga de cabeza en el pozo de la melancolía que acecha al hombre que escribe...?
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