Lo prohibido da a la acción prohibida un sentido del que antes carecía
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George Bataille |
Voy a comenzar con una cita muy antigua que me parece sigue insuperable hoy, y que fue el “botón de arranque” del presente artículo:
“Entonces, la hermana dulcemente separó el sexo de su hermano dormido, y lo comió. Le dio, a cambio, su dulce corazón, su íntimo y rojo corazón.”
Estas líneas son para decirlo de algún modo, decididamente demoledoras. Ellas nos traen toda la sangre de la pasión, y la dulzura fatal del erotismo. Y como si fuera una escena de una película de Pasolini, de Greeneway o de Almodovar, aparece el abandono de un cuerpo dormido sobre el que actúa la voluntad de otro cuerpo decidido a amar y ser amado hasta la muerte. La hermana toma el sexo del hermano y le entrega su corazón: incesto, sangre, violencia y antropofagia, son los pilares del mito de la sexualidad. La hermana es Isis, el hermano Osiris, y estamos ante el ámbito de las religiones primitivas que tanto fascinaron y fascinan a los artistas modernos y de vanguardia [*]. De Las señoritas de Aviñón de Picasso, a La Venus de Urbino de Tiziano, pasando por La Violación de Magritte, Los amantes felices de Fragonard, o Rugiero y Angelica de Ingres, estas obras nos presentan la incidencia de la sexualidad y de los simbolismos sexuales en el arte de occidente. Hoy, el amor, el sexo y la muerte aparecen – y especialmente en el cine- unidos de otros modos. Incluso al sida se lo pensó como una “enfermedad del sexo”, y muchos siguen pensando, absurdamente, que la supresión del ejercicio libre de la sexualidad puede resultar en una supresión de la enfermedad. En este siglo, la alegoría del poema donde hermano y hermana se aman hasta la muerte (aunque resucitarán después, porque el mito es de amor, muerte y resurrección) aparece desplazado en el cine con violencia, por otras alegorías.
¿Qué mitos de amor hay frente a la amenazadora parábola de la enfermedad expansiva?
La sexualidad, el erotismo, junto a la violencia y el crimen, así como su inevitable sombra: la censura, pueden ser considerados como constantes casi ineludibles en la historia de la cinematografía, que es lo mismo que decir en la historia del siglo XX y XXI. Por lo tanto sus acepciones, significados, contenidos y proyecciones
son tan amplios, contradictorios y polémicos que exceden los límites de cualquier trabajo. Hay tantas aproximaciones y tratamientos a la cuestión del amor y el sexo en el cine, como films en su historia de más de cien años. Ya que no son demasiado numerosas, ni siquiera en el cine infantil, los films que de alguna manera no tengan que ver con formas directas o elípticas inherentes a esta condición humana.
El tratamiento del sexo dentro del cine sigue una curva ascendente hasta fines de la década del 60 y a partir de ahí hasta los últimos años de este siglo a un máximo de audacia y amplitud. No obstante, en la historia del cine, la exposición directa del tema sexual es mucho más reciente que el erotismo. En 1896, un corto de apenas 40 segundos, The Kiss, el primer beso en la boca, despertó una tormenta en E.E.U.U., más intensa que cualquier film pornográfico.
En términos simples, puede señalarse que un film que explicita el acto sexual no es erótico, en cuanto elimina todo estímulo imaginativo. En cambio, films realizados cuando el código de censura Hays era muy estricto, poseían un fuerte estímulo sobre la sensibilidad erótica del espectador. Múltiples ejemplos demuestran la inventiva de directores para burlar las reglas de producción y obtener un impacto erótico. Algunas, como en todo contexto represivo, caían en lo patológico. Como el pulgar que se chupaba Carrol Baker en Baby Doll, de Elia Kazan (1956). Otras imágenes unían el sentido erótico a una violencia deliberada, como el acto de Marlon Brando al sacarse la camisa en Un tranvía llamado deseo también de Kazan, o la famosas bofetada recibida por Rita Hayworth en el film Gilda (1946) de Charles Vidor, más explícitas en su latente agresividad erótica.
Toda manifestación franca y directa de la gravitación del amor, capaz de desinhibir costumbres y satirizar su ocultamiento hipócrita, siempre fue objeto preferido de las censuras. Hasta el caso del dibujo animado de Max Fleisher, Betty Boop, prohibido en los años 30. Y esta es otra faz esencial del tema: como un Jano bifronte, el sexo, el erotismo, el amor son elementos liberadores, (cuando están por supuesto, en manos de artistas como Buñuel, Kubrick o Bertolucci) o claramente alienantes y escapistas, como en casi toda la producción hollywoodense marcadamente comerciales y superficiales. Algunos títulos de la época, pueden darnos una idea: “Hijas del placer”, “Llamas del deseo”, “Fruto prohibido”, “Macho y hembra”, “Noche escandalosa en el paraíso de las vírgenes”. El director Cecil B. De Mille, se especializó en utilizar la apelación sexual de una manera sumamente kitch y funcional: hizo del cuarto de baño un místico santuario dedicado a Venus, donde el arte del baño era mostrado como un hermoso ceremonial, más que como una simple obligación higiénica. La ropa interior se transformó en una visión de transparente promesa. El mismo Cecil B. De Mille, que algunos años más tarde filmó tan naturalmente Los diez mandamientos o Rey de Reyes (1925).
Desde la emblemática Jeanne Moreau de Los Amantes (1958) de Louis Malle, a la primera felatio más o menos explícita en un film no pornográfico, El diablo en el cuerpo (1986) de Marco Bellocchio, el cine europeo siempre estuvo un paso adelante que su par norteamericano en cuestiones amorosas y sexuales. Lo curioso es que el resultado de la unión entre cine norteamericano y sexo dio dos hijos con graves problemas de expresión: el cine erótico-sentimental y el cine erótico moralista (representado básicamente por la actriz Demi Moore, en films como Ghost, Striptease, Propuesta indecente o Acoso sexual), donde se promete sexo y amor, y sólo se entregan moralejas edificantes e inverosímiles. Es lícito recordar que mientras los directores yanquis descubrían la posibilidad de poner algunas escenas amorosas más o menos creativas, en Europa, Bernardo Bertolucci ya había filmado en el ‘72 Último tango en París, y en Japón el genial Nagisa Oshima había hecho lo suyo con El imperio de los sentidos en el ‘76. De todas formas no hay que olvidar, para ser justos, algunos nombres rescatables de películas norteamericanas por su innovación visual en cuanto al tema: la escena de la violación de Susan George, en Los perros de paja (197l) de Sam Peckinpah, Cuerpos ardientes (198l) de Lawrence Kasdan, Doble de cuerpo (1984) de Brian De Palma, y algunos de los méritos de Nueve semanas y media, mezcla de género pseudo erótico y de género romántico-rosa.
Las preguntas surgen fácilmente, y creo, es importante su replanteo, ya que este tipo de cine, posee un impacto significativo en el imaginario colectivo: ¿cómo se puede hablar de erotismo en un cine que puede llegar a tener como sex-simbols a Julia Roberts o a Sandra Bullock? ¿Cómo puede desarrollarse el erotismo en un cine donde una sex simbols como Cindy Crawford pone el grito en el cielo cuando tiene que desnudarse para la pantalla después de haberse desnudado en infinidad de fotos y campañas publicitarias? ¿De qué erotismo estamos hablando, cuando el “culito” de Kevin Costner es el de un doble y lo mismo pasa con las piernas de Julia Roberts?
Sin embargo, hace ya casi cuarenta años, una generación pensó que el amor, la pasión y el deseo podían establecer tiendas separadas y admitir, para felicidad de todos, que su independencia era un hecho no solo deseable sino también realizable. Esos directores de los años sesenta habían aprendido, en los discursos tributarios próximos al psicoanálisis, que el deseo no debía ni podía ser gobernado por el amor, que la pasión podía acompañar al amor pero sólo hasta un cierto punto y durante un cierto tiempo, y que los derechos de la libertad sexual podían ejercerse sin los peligros que los habían amenazado hasta entonces. Eran portadores de un sentimiento (el amor), de un impulso irrefrenable (la pasión) y de una quebradura que hacía posible el deseo. Nada impedía perseguir el amor, entregarse a la pasión, obedecer al impulso. Hiroshima, Mon Amour (1959) de Alain Resnais con guion de Marguerite .Duras, resume la cualidad agridulce del amor, y la ambivalencia del sexo, como lo hacen otras películas emblemáticas de Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Federico Fellini, Luchino Visconti, Jean Renoir, Francois Truffaut. O la ya clásica explosión de la Nouvelle Vague a partir de 1958, con films como El bello Sergio de Claude Chabrol, o Y Dios creó a la mujer de Roger Vadim, que transformó a la joven e inocente Brigitte .Bardot en el nuevo mito sexual, junto a Anita Ekberg, la proto-hembra inalcanzable de la Dolce Vita. La moral y las buenas costumbres habían cambiado, aun en sociedades tan hipócritas como la Argentina. A mediados de los años setenta, el reflujo comenzó por el lado ciertamente pasional de la política: con la dictadura militar conocimos la quebradura que el poder podía introducir en la vida privada, y también muchos conocieron la degradación del deseo y la contaminación de erotismo y muerte en los campos de concentración militar. Y como lo planteara el genial Pier Paolo Pasolini en su último film, Salo o los 120 días de Sodoma (1975)desde otras latitudes, muchos fueron víctimas no sólo de la represión, sino de las perversiones de los represores .Este es el capítulo argentino de la historia del erotismo perverso. Diez años después, en los ochenta, ya había despuntado el sida (tema, no siempre tratando con profundidad por el cine) y la New Age como una mezcla de champagne sin alcohol y milanesas de soja, versión capitalista de tendencias que estaban en la revolución cultural hippie de los ‘60. O sea que los ‘80 trajeron, y no sólo en el cine, una novedad siniestra y un reciclaje de lo conocido. Hoy ya casi nadie podría afirmar de manera inequívoca si el amor ha sido liberado o no, si la tasa de goce sexual ha aumentado o no. Tanto en la sexualidad como en el arte (y el cine entre otras cosas es un arte) la idea de progreso es absurda. Por el contrario, la obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen y el consumo. Y las imágenes (en movimiento, que tanto tienen que ver con el cine) se han convertido en nuestro auténtico objeto sexual, el objeto de nuestro deseo. Lo sexual, como expresara Jean Baudrillard, no es más que un ritual de la transparencia. Antes había que esconderlo, hoy en cambio, sirve para esconder la raquítica realidad, y también para participar, claro está, de esta pasión desencarnada. La incertidumbre de existir, y la obsesión por demostrar nuestra existencia, prevalecen sin duda hoy sobre lo típicamente sexual. Si la sexualidad es una puesta en juego de nuestra identidad, ya no estamos exactamente capacitados para dedicarnos a ella, pues bastante trabajo nos cuesta salvaguardar nuestra identidad como para además, encontrar energía para ocuparnos de otra cosa. En este escenario, casi todo lo que puede desearse es que alguien, en algún momento, escriba algo tan intenso como el poema donde Isis devora el sexo de su hermano Osiris y le entrega, a cambio, su dulce e íntimo corazón.
[*] El término vanguardia, empleado en el sentido de la “Tradición Moderna”, que borra las oposiciones entre lo antiguo y lo contemporáneo y entre lo distante y lo próximo. Lo antiguo no es un pasado: es un comienzo. La pasión contradictoria lo resucita, lo anima y lo convierte en nuestro contemporáneo. Y lo “nuevo”, es nuevo si es lo inesperado.
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