Esta novela, magnífica, habla del desamparo, la muerte, la miseria y el terror. También sobre triquiñuelas -sutiles o rotundas- que nos rescatan: los amores y el arte, o que nos hunden en infiernos menos temidos que los otros, como la droga.
El personaje de El Jilguero cuenta su historia en primera persona; es un ser amable, sufriente y, a la vez, ávido de vida -aunque coquetee con la muerte-, de chances mejores que las que le tocan. La prosa de Tartt es cinematográfico/poética; tanto así que -a pesar de sus más de 1000 páginas- nos engancha hasta el final y, también, nos fuerza a releer algunas frases como para atesorarlas. Y atesorar o estar dispuesto a perder es también un punto clave en este libro. Los objetos, en este sentido, y alguno en especial, también son protagonistas privilegiados, con sus historias, con su función de retener en esas historias el lazo con otros muy significativos.
La autora ha escrito pocos libros con muchos años de diferencia entre ellos (El Secreto, Un juego de niños) y ha ganado el Premio Pulitzer a la ficción por el que aquí presentamos. Cerremos este comentario con palabras del protagonista, Theo Decker, que me hicieron recordar la letra de la canción de Chico Buarque, ‘Oh, qué será…’: “(…) aunque he llegado a darme cuenta de que las únicas verdades que cuentan para mí son las que no puedo o no sé comprender. Lo que es misterioso, ambiguo, inexplicable. Lo que no encaja en una historia, lo que no tiene historia. Un destello que se refleja en una cadena que apenas está allí. La luz del sol sobre una pared amarilla. La soledad que aísla a una criatura viva de la otra. El dolor inseparable de la alegría.”
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