Para quien habita en una gran ciudad, suelen parecer evidentes las ventajas de vivir en ese ámbito: mayor estimulación, proximidad a los centros de producción de cultura, mayor disposición de información, de oportunidades de esparcimiento.
Esa preferencia se ve, sin embargo, frecuentemente desmentida por una percepción opuesta: la ciudad aparece en ese caso como fuente de malestar. Ese es el sentido de una reflexión de Giorgio Agamben, que procura ceñir el vacío experiencial de la vida cotidiana en tal circunstancia:
“Sin embargo hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un embotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en los trenes del subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se disipa lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos -divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros- sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.” (Agamben, G., 2007)
Si se es un niño, la situación urbana tiene, entonces, ventajas y desventajas. Es cierto que las oportunidades son innumerables; pero también el hacinamiento, la vida en espacios reducidos, las dificultades para el desplazamiento autónomo. Y a la vez se verifica un divorcio radical entre la vida cotidiana y las realidades que sustentan la vida: el niño urbano actual suele no tener idea acerca del origen natural de los alimentos que consume, de la relación entre la propia vida y la del planeta que se habita.
La vida urbana implica para los niños una exposición ilimitada a los reclamos y las imposiciones de la cultura. Los vehiculizan la publicidad y los medios de comunicación de masas, cuyos mensajes omnipresentes se transmiten por medios visuales y auditivos y arrastran, junto con la inclinación al consumo de las mercancías que promocionan, unos modelos que se integran con facilidad al Ideal del Yo y terminan contribuyendo a determinar la percepción que cada niño tiene de sí mismo y de los otros, y en general el sentido de la realidad.
El hecho de vivir en la ciudad implica para los niños incluso una mayor exposición a las situaciones de crisis colectiva, a los grandes procesos de cambio social. Ni los más pequeños podrían mantenerse al margen: es cierto que la madre, la familia forman una marsupia protectora para el lactante, pero la situación social afecta también la calidad de ese sostén, obviamente en algunos casos más que en otros.
Desde diversas aproximaciones se caracteriza la actualidad como un largo período de crisis; es decir, de cambio acelerado de los presupuestos sobre los que se organiza la vida social. Se hacen notables la caída de las viejas convicciones y el fin de las certidumbres. (Calzetta, 2016). Varios autores apuntan en el mismo sentido: un nuevo malestar que, puede agregarse, se refleja con mayor intensidad en la vida en las grandes urbes. René Käes (2006), por ejemplo se refiere a la caída de los garantes meta sociales y, a partir de ellos, de los garantes metapsíquicos. Desde otra perspectiva, I. Lewkowicz (2004) llama la atención sobre el cambio sobrevenido en cuanto al sujeto del discurso político: de “el pueblo” a “la gente”. También en cuanto al sujeto de derechos, que ha pasado del “ciudadano” al “consumidor”.
A la vez, irrumpe la multiplicación del consumo de sustancias capaces de provocar efectos en el funcionamiento psíquico, que son utilizadas a edades cada vez más tempranas y por franjas más amplias de la población. En ese contexto, no pueden dejarse de lado otras formas de las adicciones, con incidencia creciente, que implican el uso adictivo de objetos de la vida cotidiana, como las cada vez más presentes pantallas: la clínica actual muestra que, con cierta frecuencia, los niños y adolescentes pueden llegar a sentir que viven más “en” las redes sociales y los juegos en red que en cualquier otro sitio.
Varios investigadores advierten sobre la existencia de una corriente desubjetivante en el seno de la cultura actual. Por un lado grupos crecientes de sujetos quedan relativamente marginados de los bienes simbólicos propios de la cultura; por otro, se incrementa la exigencia de eficiencia, rapidez y éxito como valores absolutos. Corea y Lewkowicz (2005) anuncian la destitución de la niñez, dado que la institución infancia es efecto del discurso que la constituye, un discurso agotado en la actualidad. El niño consumidor (y promotor de consumo), destinatario de la publicidad, aprisionado por los medios, esclavo de la imagen, ¿no es, acaso, también un niño desprotegido?
Como consecuencia, desde la clínica se encuentran déficits de simbolización, originadas en lo que pueden considerarse claudicaciones en la función de sostén a cargo de la familia. Esta función debe ser concebida desde una perspectiva ecológica, es decir, teniendo en cuenta la necesidad de que el grupo primario de sostén sea a su vez efectivamente sostenido por la comunidad a la que pertenece. Entre las manifestaciones de tal movimiento desubjetivante se observan dificultades para la vida de relación y para la convivencia pacífica y placentera, al tiempo que se incrementa la violencia como rasgo distintivo de los modos de vínculo.
Estas formas del malestar pueden explicarse mediante el concepto de desligadura, ya que los padecimientos se hacen inteligibles como intentos frustros de encontrar sentido a lo que amenaza al Yo como invasión cuantitativa. La idea evoca las concepciones freudianas de lo traumático y lo tóxico, en cuanto a la agresión que las cantidades de excitación no cualificadas significan para el aparato psíquico, pero hoy esas manifestaciones clínicas llevan en muchos casos al diagnóstico de Trastorno Disatencional con Hiperactividad, lo que termina contribuyendo a la indeseada medicalización de la niñez.
Por esos motivos, en la actualidad se hace urgente explorar distintas vías para aproximarse al objetivo de favorecer en niños y jóvenes la disponibilidad de nuevos recursos simbólicos que les permitan consolidar su organización psíquica y, en consecuencia, mejores formas de convivencia.
Recursos a flor de tierra
Existen varios ámbitos dignos de atención en tanto posibles factores de promoción de la salud y, por tanto, también de los vínculos basados en la cooperación y el reconocimiento del otro. Es considerable lo que puede hacerse a partir de la organización de actividades comunitarias que involucren a la población infantil y adolescente, si se las encara en el sentido antes comentado, como lugares que incluyen, sostienen y estimulan la actividad conjunta, creativa y placentera.
En ese sentido reviste interés la experiencia que se lleva a cabo desde 2013 con adolescentes y niños que participan en las actividades recreativas y culturales de una organización civil ubicada en la CABA, en el barrio de Almagro, y en una ONG ubicada en Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires, donde realizan habitualmente actividades de campamento y recreación. Se trata de un programa de Extensión Universitaria de la UBA, que se basa en la producción y generación de una huerta urbana autogestiva. Lo realiza un equipo integrado por docentes de las facultades de Agronomía y Psicología de la misma Universidad. El trabajo mostró ser un recurso notablemente transformador, tanto en lo individual como en lo colectivo. Diversas capacidades se fortalecieron a partir de la tarea grupal que demanda la construcción y mantenimiento de la huerta, la que se constituyó en un medio apto para propiciarlas y consolidarlas.
Los objetivos del Programa han girado en torno a los siguientes ejes:
- Las posibilidades de ampliación del capital simbólico por parte de los participantes
- El juego como estructurante psíquico
- El trabajo colectivo como facilitador del entramado intersubjetivo, el compromiso, la planificación y la toma de decisiones.
Pudo advertirse que ciertas condiciones de vulnerabilidad lograron ser superadas mediante el trabajo en el proceso de la huerta, donde pudieron desarrollarse factores protectores, promotores de resiliencia. Este concepto se ha caracterizado como “un conjunto de procesos sociales e intra-psíquicos que posibilitan tener una vida «sana» en un medio insano. Estos procesos se realizan a través del tiempo, dando afortunadas combinaciones entre los atributos del niño y su ambiente social y cultural” (Rutter, 1993). El concepto de resiliencia permite pensar el modo en que algunos sujetos logran afrontar situaciones potencialmente traumáticas con menos riesgo para su organización psíquica, oponiendo el desafío al daño. En este sentido, el trabajo en la huerta se torna un recurso que favorece las repuestas resilientes.
Desde una perspectiva psicoanalítica la complejización del sistema representacional resulta un factor protector ante lo traumático: “La representación cumple el propósito general del aparato psíquico: su origen se liga a las formas iniciales de la pulsión de dominio, que no se dirigen en un tiempo primordial al apoderamiento del objeto -no constituido aún por oposición al Yo y, en cambio, todavía coextenso con éste- sino a la doma de las cantidades de excitación libres y, por lo tanto, a la evitación de trauma” (Calzetta, 2007). Si bien en los primeros tiempos de la organización subjetiva se trata de un dominio esencialmente muscular, con la adquisición de lenguaje y la consiguiente posibilidad de pensamiento reflexivo el dominio se orienta hacia lo simbólico y la adquisición de conocimiento.
Algunas de las conclusiones que han surgido de la tarea realizada son:
- La huerta genera efectos positivos, tanto a nivel intersubjetivo como intrasubjetivo, atribuibles a la complejización de los procesos simbólicos de los participantes.
- Permite el desarrollo de la curiosidad, creatividad, responsabilidad, confianza en sí mismo, autoestima, autocrítica y calidad de los vínculos.
- Consolida el trabajo en equipo y el tejido de lazos sociales.
- Favorece actitudes positivas hacia el consumo responsable de alimentos tomando en consideración el desarrollo social y el medio ambiente.
Las modificaciones observables en la conducta de niños y adolescentes sugieren la existencia de transformaciones profundas en la modalidad de procesamiento psíquico como efecto de la tarea conjunta. El cambio actitudinal es probablemente consecuencia de un proceso correlativo de complejización psíquica acaecido en el curso de la experiencia, a partir del cual se amplió la capacidad de simbolización. Lo destacable sería, entonces, el impacto que este trabajo comunitario en huerta de niños y púberes provoca en el proceso de constitución del aparato psíquico. Tal proceso, según es concebido desde la metapsicología, se basa en el incremento y en el grado de organización del sistema de representaciones, es decir, en el logro de mayores niveles de investidura. Esto hace posible el trabajo de elaboración que realiza el aparato psíquico para procesar los estímulos externos e internos que afectan al sujeto y encontrar vías de acceso a la satisfacción adecuadas a las circunstancias reales.
Cuanto más compleja sea la organización psíquica, mayores serán las capacidades de postergación, de tolerancia a la frustración, de imaginar y planificar un futuro, de reconocer las necesidades propias y las de los otros. Es reconocido que esa capacidad de elaboración protege al aparato psíquico de los efectos potencialmente traumáticos de diversas circunstancias vitales (Calzetta, 2007). En ese sentido, como se señaló, la participación en la huerta se constituye en un factor de promoción de la salud mental, favoreciendo resiliencia (Naiman y Calzetta, 2013). Este proceso requiere de un contexto relacional en el cual el afecto placentero es propiciatorio.
Se pudo observar que la tarea en la huerta posibilitó experiencias con la naturaleza que resultaron novedosas para los niños y adolescentes urbanos. En muchas ocasiones, la actividad enfrentó a los participantes con la necesidad de aceptar los límites que impone la realidad, como por ejemplo ante el tiempo biológico de los vegetales. Esto favoreció la puesta en marcha de procesos de reflexión sobre la propia realidad en cuanto al desarrollo y la temporalidad. Asimismo, la dependencia de los factores climáticos constituyó un entrenamiento en lo concerniente a la tolerancia a la frustración, condición necesaria para el funcionamiento de Yo de Realidad Definitivo. De esta forma se abre el camino a un procesamiento simbólico que contribuye a reducir la impulsividad, la agresión y el uso de la acción directa para resolver situaciones de conflicto (Naiman, F.; Rabinowicz, E.; Sorgen, E, 2013).
Los resultados obtenidos sugieren fuertemente que la posibilidad de participar comunitariamente en el trabajo en la huerta produce efectos positivos para el proceso de constitución subjetiva en un momento de la vida en que las estructuras que la sostienen están aún en plena construcción. Provee oportunidades de satisfacción de necesidades y establecimiento de lazos sociales, a la vez que posibilita, en un marco seguro, la construcción de proyectos y nuevas perspectivas de la realidad en niños, púberes y adolescentes. La huerta urbana es, según esta experiencia, un recurso que, por sus múltiples dimensiones (económica, ecológica, comunitaria, psicológica) puede resultar particularmente apto como programa de prevención primaria en Salud Mental en poblaciones en situaciones de riesgo.
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