La identidad no es un concepto freudiano y la intimidad no aparece en el vocabulario de Freud. Pero uno y otro, identidad e intimidad, han venido a formar parte del acervo de los conceptos que usamos para pensar nuestra realidad y nuestra clínica. Es por ello que pensar su articulación en la actualidad, en esta actualidad que nos ha tocado vivir, forma parte del trabajo que nos debemos tomar para vivir en nuestro tiempo ocupándolo como nos corresponde. Es por ello, también, por lo que, cuando se me propuso participar en este simposio, pensé cómo podía articular los conceptos propuestos y presenté un Abstract con 150 palabras en el que proponía una idea que ahora intentaré compartir con vosotros.
Podríamos decir que nuestra identidad es el fruto de nuestras intimidades compartidas. Somos el precipitado de las identificaciones con aquellos que nos amaron y con aquellos que amamos y perdimos, somos el fruto de aquello que nos gustó e incorporamos, si pudimos, a nuestro Yo. Pero la posibilidad de no poder crear con ilusión una identidad fundada en el amor de otros y a otros, por el desamparo u otras razones, genera otro tipo de lugares en hueco, en vacío, en sombra que, paradójicamente, hacen también a nuestra identidad, esa es la tesis que sostendré aquí.
Dando un paso más allá en este sentido, si la identidad es una configuración evolutiva que se construye a lo largo del tiempo podríamos poner en un primer término las identificaciones con el agresor -aquellas identificaciones para subsistir ante el ataque exterior- como las primeras que devienen no del amor al otro sino de la imposibilidad de escapar a su influencia; en este sentido, las mismas configuran aquella parte de la identidad que llamamos carácter, lo más difícil de modificar después, aquello que se enquista en nosotros creando un núcleo externo sobre el que nos construimos, paradójicamente, internamente. El “yo soy así” como un no poder ser de otra forma.
Pero si, por contra en el sentido positivo, el punto de partida de nuestra identidad es, al decir de Jean-Francois Rabain, la misteriosa alquimia de la sonrisa materna, la identidad hace a dos fuentes, la identificación primera al padre, a la cultura -que se hace a través de la madre- y las identificaciones que constituyen el Yo y se gestan a lo largo del tiempo de la triangulación edípica y más.
Pero a donde quiero apuntar aquí, como les he dicho, es a que hay otra fuente de identidad; ésta es a través de aquellas identificaciones que no han podido hacerse -por la causa que fuere- por rechazo, desprecio, despecho, ausencia, etc. Ya no solo como identificación con el agresor, que sería el otro modo negativo de plantearlas, sino como una imposibilidad de identificarse, quedando entonces en hueco esa posible identificación creadora de componentes identitarios. Y les propongo que a esas formas de la identidad podemos llamarles identidad en vacío o en hueco y que ellas conforman, tanto o más profundamente aún, la identidad del individuo.
Pensemos en un caso posible, aquella adolescente que reconoce en ella rasgos no de su madre sino de la amante secreta de su padre, de las que no era consciente durante mucho tiempo dado el secreto en que se veía envuelta esta relación. Identificada en vacío a través, posiblemente, de la mirada del padre, la paciente se descubre con una parte de ella extraña pero que la conforma, parte de su identidad entonces.
Tomaré aquí, ahora, el caso de Winnicott para pensar esto más despacio. A Winnicott se le echa en cara no haberse ocupado de la figura del padre en sus teorizaciones. Por más que sea cierto, no es así en la última etapa (1) de sus trabajos, aunque sí en sus primeros y siguientes escritos, durante los primeros 20 años de su producción. La pregunta que me guía es esta: ¿Qué pudo llevar a Winnicott a este olvido de la figura del padre en sus 20 primeros años de producción?
Lo que propongo es que, frente a un padre que remite a la Biblia -como lo hizo el padre de Winnicott- cuando se le pregunta directamente sobre algo, o que envía a un internado, cuando uno dice un taco (palabrota), como en el caso de Winnicott, y que deja de acompañar, de permitir una intimidad compartida que propicie identificaciones que permitan una identidad lograda, cabe una posible identidad en hueco, en vacío, en negativo, diría Green.
En lugar de darle su respuesta o su compañía en intimidad compartida, frente a un padre así, quizás solo valga como respuesta unirse a sus iguales y transitar con ellos en aras de una fraternidad que le protegiera del desvalimiento de semejante trato paterno, con un pensamiento propio, pero ello no sin un coste.
Winnicott siempre se consideró un privilegiado al no haber fallecido en la guerra como tantos de sus compañeros de edad y, por ello, siempre se consideró en deuda con ellos. Su pensamiento no está entonces en deuda con el padre sino con aquellos que dieron su vida en lugar de él.
Pues bien, frente a ese padre que lo remite a la Biblia para que responda a sus preguntas, Winnicott reconocerá no poder leer a otros que tengan autoridad, dado que cuando lo hace enseguida le sobreviene la idea de decir él lo que piensa sobre lo que el que escribe dice. Otra muestra de esta dificultad de lectura, y de reconocimiento de un otro con saber, la tenemos en la anécdota, contada por el mismo Winnicott, del modo en que se enfadó con su analista, James Strachey (a la sazón traductor al inglés de las obras de Freud, la “Biblia” psicoanalítica) cuando éste le animó a leer al maestro Freud diciéndole que no era tan complicado. Es en este momento cuando Winnicott reclama una interpretación que, reconoce en su carta, no llegó.
Lo que aquí nos interesa señalar es que ese síntoma que Winnicott desarrolló, de no poder leer ni siquiera al mismo Freud, está en serie entonces con aquella Biblia a la que el padre lo remite en su infancia, cuando él le pide compartir preguntas y dudas. Remitido al libro de los libros desarrolló una identidad en hueco con un síntoma claro, no poder leer a otros con autoridad, y -como él mismo nos dejó dicho- cuando lo hacía se dispersaba al poco en sus propias ideas, como rebeldía ante ese tener que seguir los pasos de otro en resonancia con la relación con su padre.
Si no me acompañas en el camino no me des sesudos libros de viaje a los que seguir, ya me ocuparé yo de pensar y recorrer el camino sin tu ayuda y sin la de todos aquellos que, como tú, pongan biblias a mi paso. Liberado por síntoma de esa obligación, se dedica a pensar por sí mismo y a construir una teoría que redunda aspectos dejados de lado hasta ese momento y que deja fuera durante 20 años… al padre.
¿Enviado al limbo de los libros de otros durante todo ese tiempo, podríamos decir que Winnicott es ahora el que, identificado con su agresor, su propio padre, envía a éste a los libros de autoridad de otros que no leerá?
Tenemos entonces razones para creer que la identidad psicoanalítica de Winnicott, durante al menos los primeros 20 años de su producción, se vio constituida tanto por las identificaciones al uso, pero también -y esto es lo que quiero proponer y resaltar- como por una identificación no posible, en vacío, en negro, en hueco, con una figura paterna que no le supo reconocer ni dar la posibilidad de tener una intimidad compartida.
En este mismo sentido, cabe también recordar que Winnicott acudió a Ernest Jones (a la sazón en aquel momento “padre” del análisis en Inglaterra) para analizarse con él y éste lo derivó a James Strachey. Otro que no le permite esa intimidad buscada para una deseada identificación. De nuevo, podríamos decir: un padre que no lo atiende, Jones, y que -como el otro- Strachey, cuando le habla de su dificultad le remite a otro lugar. Podríamos decir que Winnicott tuvo poca suerte con los padres que fue encontrándose en el camino.
Y por si esto fuera poco, cabe recordar cómo, en otro momento, animado por su analista de nuevo, en lugar de ser interpretado, y no siendo acompañado a pensar en su interés por el análisis de niños, es enviado a Melanie Klein, mujer ella pero el otro “padre” del psicoanálisis del momento en Inglaterra, cuando él quería dedicarse a niños fundamentalmente. Llegado allí, al cabo de un tiempo, le pide análisis a Klein y ésta, ¡de nuevo!, lo deriva a una de sus alumnas. De ella Winnioctt dice que le seguía analizando incluso cuando ya no concurría a verla.
Otra vez se repite la misma historia: él pide y el padre, en lugar de acompañarle y permitirle una intimidad compartida, lo manda a otro lugar, a los libros, a otro analista, a otro analista que le guíe con los niños y, por último, a una discípula suya. Winnicott nunca fue atendido ni reconocido como le hubiera gustado o necesitado, por los padres a los que acudió. Es más, Klein le pide, cuando lo estaba supervisando, que vea a uno de sus hijos. Reconocimiento al fin, debió pensar Donald Winnicott, quien accede, pero luego Klein termina por pedirle que supervise el caso con ella. Y es aquí donde Winnicott, se planta, no retrocede y ocupa la posición que debe, negándose al pedido de esa madre.
Él no remitirá a su paciente al libro de nadie y ocupará la posición de analista (¿padre?) que le corresponde, quizás como le hubiera gustado que alguien hiciera con él, en lugar de derivarlo siempre a otro libro o lugar. Como ven, Winnicott tuvo sus trasiegos con las figuras paternas y con el saber establecido -llámese éste religioso, freudiano o kleiniano- y busco su modo particular de hacer las cosas sin apartarse ni remitirse a otros.
Ya en 1919, cuando había empezado a leer a Pfister y a Freud, le dice a su hermana que es su deseo transmitir el psicoanálisis a los ingleses en el lenguaje más simple posible, extremadamente simple, le dice.
Ahora bien, ¿es esto una dificultad? ¿los problemas con el padre lo son siempre? Pues depende.
En algunos casos creará zonas abocadas a dar como consecuencia síntomas y trastornos que apunten a “hablar” de aquello no constituido, pero también -en otros casos o en los mismos casos- si el paciente, lease Winnicott, no ceja en su búsqueda, dará como resultado creaciones singulares (Hornstein) que posibilitarán zonas de luz que, si bien puedan no alumbrar del todo el aspecto ensombrecido, sí iluminarán lo suficiente como para permitir un ensanchamiento en la identidad que le permita al sujeto ocupar un lugar entre sus iguales, sosteniéndose en un sí mismo que haga verdadero self a costa de esa falsa/fallida identificación/identidad.
La propuesta de Winnicott que les propongo es sublime como ven, a mi entender. Frente a la falta, hueco, vacío, negro, en su identidad, fruto de una fallida intimidad compartida, él nos propone justamente volver a crear ese espacio compartido y posibilitar, a través de una intimidad compartida renovada, la posibilidad del cierre de una herida en el núcleo de la íntima identidad mente cuerpo. Creen ustedes, nos dice, espacios de intimidad compartida, en los que sea posible desarrollar creaciones propias que permitan suturar la herida de la faltante identidad.
De esta manera, creo y propongo, descubre el espacio transicional. Si no es posible dar el salto de la madre al padre porque éste no extiende sus brazos, permítanse conformar espacios de seguridad, con paracaídas, con pañito, osito, frazada en los que -sin soltarse del todo- sean ustedes capaces de conferir a su propia vida sentido y sensibilidad. Frente al poco sentido dado y la poca sensibilidad tenida por un padre tal, procúrense espacios conjuntos de libertad en los que construir y construirse como iguales y diferentes otros. Qué, si no, es el espacio cultural heredero de ese espacio transicional que nos proponía Winnicott. Un espacio en el que nutrirnos y compartir, en el que compartir y escuchar a otros iguales. Pasa, así, la cultura, en lugar de ser un lugar de malestar, a ser un lugar de creación compartida, disfrute y hermandad.
Frente al malestar en la cultura de Freud, que les recuerdo que en realidad se escribía malestar en la civilización, pero bueno, del malestar de Freud se pasa al bienestar logrado en la cultura de Winnicott. Y -si se fijan- no se trata solo de bienestar, se trata de crear espacios de expresión en los que el sujeto, el individuo, el verdadero self diría Winnicott, se pueda mostrar.
Bacon, el pintor, no es agradable de mirar y -sin embargo- es por todos reconocido como una parte de nosotros. Joyce nos lleva a lugares extraños y -sin embargo- nos reconocemos allí. Ionesco, Becket y tantos otros tienen cabida en el espacio de la cultura y ensanchan nuestros límites, no son padres, no toman de la mano, abren brecha y nos permiten acompañarlos; Winnicott también.
George Bernard Shaw es otro ejemplo de uno que toma lo negativo del padre y con ello construye mundo: “Yo trabajaba en la misma forma que mi padre bebía”, dice. Y también: “Si uno no puede librarse de la estructura familiar más vale reírse de ella, (…) haciendo bagatelas de las tragedias”.
Winnicott abre la brecha y nos deja colarnos con él en un psicoanálisis más allá del establecido hasta ese momento; no se queda en lo interno -porque a veces lo interno no está del todo constituido sino por construir- y nos anima a construir, a crear, a inventar, a no dejarnos adocenar por las propuestas paternalistas.
Otro dato histórico nos puede traer luz sobre su posición y determinación. Presionado a elegir entre la escuela inglesa -capitaneada por Klein y los suyos- y la escuela de psicología del Yo -apadrinada por Ana Freud- él decide … no seguir a ningún padre y seguir su propia senda. Para ello propone abrir un grupo, el grupo intermedio que dé cobijo a todo aquel que quiera pensar por sí mismo. sin el acatamiento a ninguna Biblia ni Corán. Pero claro, me dirán ustedes, si es así como usted dice la obra de Winnicott es un síntoma y por tanto no merece nuestra lectura. Pues se equivocan, no es lo mismo hacer síntoma que hacer una creación original; Winnicott pudo hacer síntoma de ese agujero paterno pero no se quedó en él, trabajó para crear con ello algo distinto y nos permite a los demás seguirlo en esta labor que es la más analítica que existe: transformar síntomas anquilosantes en creaciones a compartir.
Creo, sí, que hay una relación de exclusión entre identidad e intimidad; la identidad es como las anclas que nos ponemos para no dejarnos ir; la intimidad compartida, el espacio transicional permite un dejarse ir con otros. Permite estar solo en presencia de otros, desnudo sí, pero vivo y activo, resonando en la confianza que esos otros, nuestros iguales y compañeros en lo cultural nos permiten darnos.
¿Y la identidad psicoanalítica? ¿También ella se conforma sobre negros y blancos, sobre agujeros, ausencias y presencias? Naturalmente.
Del mismo modo que tener una fuerte identidad, impide a veces ser capaz de compartir. Ya he hablado en otro lugar del deseo de Freud de ser como el Moisés de Miguel Ángel (2), capaz de contener su ira y no expulsar a los diferentes, a sus amigos que no le siguieron como a él le hubiera gustado.
Del mismo modo que el carácter es aquella parte de nosotros que adoptamos cuando necesita-mos agarrarnos a rasgos que nos den seguridad, del mismo modo, una identidad psicoanalítica anclada en la paternidad de otros impedirá tanto el desarrollo personal como el compartir en común con los iguales de nuestra generación. Ninguno de nosotros escapa de esas zonas oscuras que nos conforman, la cuestión está en no hacer de ella signos caracteriales, ni síntomas anquilosantes, sino continuar trabajando para crear espacios donde compartir y seguir creciendo juntos.
Y hasta de Descartes se sabe que hizo su creación del “Pienso luego existo” a raíz de un conflicto inconsciente como muestra Julio Moreno (3) y otros. Y es que la teoría surge del fondo de nuestros conflictos, como decía Harry Guntrip, conflictos que portan nuestra fuerza y, o bien hacen síntoma, o hacen creación. ¿De qué depende? Pues seguramente del “desarrollo de los acontecimientos” decía Freud, de que la balanza se incline a uno u otro lado y Eros tomé la delantera, pero Eros requiere de un empujón a veces y nosotros empujamos con él.
Doy un paso más allá. La cuestión es ¿qué hacer con lo familiar?, con lo que nos conforma sí, pero también con aquello que nos ata, nos encadena, nos retiene. ¿O es que la cuestión es no salir de lo familiar? Lo incestuoso resuena en más desde aquí; quedarse en la familia no es a veces lo mejor sino todo lo contrario. Se trata, entonces, de conformar una familia propia y compartir con otros de nuestra generación el tránsito realizado.
El incesto no es solo un camino de abajo arriba, Edipo no es el único culpable. De arriba hacia abajo éste también cursa: padres que no dejan escapar a sus hijos o que -si se alejan- los desheredan. Padres así no conforman una línea en la cadena de las generaciones sino que producen rupturas incestuosas de la cadena que debería ser -por el contrario- liberadora del tiempo y la vida.
Lo familiar se puede trasladar a lo institucional y, entonces, tenemos el mismo problema: institu-ciones incestuosas que no dejan crecer a sus vástagos y los abandonan al libro de los libros o los mandan fuera cuando dicen palabrotas. Instituciones que no sostienen el deseo de sus afiliados sino que lo enturbian y confunden, obligando entonces a un reagrupamiento generacional que les proteja de la violencia reinante.
¿Son estos los tiempos modernos? ¿O estamos, como se dice ahora, más en la declinación de la figura paterna? Pero saben, se declinan los verbos, los nombres no. Los nombres se transmiten, se donan, se heredan y -si no es así- se conquistan, se usurpan, se roban, concepto tan querido por Winnicott, se roban como el fuego a los dioses.
¿Declinación o totemización? El padre ha pasado a ser un tótem, o mejor: el tótem ha pasado a ser padre y éste tiene un solo nombre, dinero, capitalismo salvaje si quieren o mejor éxito, éxito propio y que le den a los demás, colocado cada cual en su torre de cristal. El hijo se propone, entonces, como el detentador del poder del padre, el único detentador. Con una fuerte identidad pretende dejarnos desnudos y desheredados a los demás. O aparece, en una identificación totalizadora en identidad replicante, como lo que es: un padre autoritario que como Trump o Bolsonaro solo aceptan lo igual y pretenden acabar con las diferencias.
Frente a ello solo cabe la creación de espacios de intimidad compartida, que permitan la cons-trucción de un nosotros que finiquite con la aspiración de un YO único, hijo único entronizado, padre redivivo de la horda sectario, racista, homófono, machista y patriarcal.
Si lo fuimos, todo eso, y lo fuimos, trabajo nuestro es conseguir salir de esos síntomas y trastornos y convertirlos, con la intimidad compartida de nuestros divanes y colegas, en creaciones originales que nos sirvan para dar un paso más allá, permitiendo -a la vez- que otros que vendrán continúen la senda abierta.
Winnicott pudo recuperar al padre en sus teorizaciones, como bien lo muestra Duparc en su ar-tículo del lugar del padre en la obra de Winnicott. Le llevó 20 años salirse de aquella identidad de vacío, en hueco, pero no desperdicio esos años, gestó unas teorizaciones que vinieron a llenar el hueco tenido y dejado por otros.
La pregunta queda abierta para nosotros: ¿Sabremos hacer creaciones originales o caeremos en síntomas anquilosantes y, al final, sabremos recuperar la figura del padre? ¿Y de qué modo? Como en el juego de construcción y destrucción de torres, donde el placer aparece tanto en el logro de la una como en el sentimiento de dominio en la otra, la destrucción es paso necesario para la construcción y -en ocasiones- destruir escollos, como nos recuerda Julio Moreno, es lo primero necesario para crear algo diferente.
En este sentido, creo que el concepto de espacio transicional y el del tercero moral de Jessica Benjamin apuntan, directamente, a esta recuperación por otros medios y abren senda compartida para ello. De Lacan tuve que desembarazarme como padre que pensaba por mí, pero le agradeceré por siempre haberme permitido ver a Freud como un compañero. Pero, de verdad, a quien agradezco haberme ayudado a pensar por mí mismo es a Winnicott, contado con maestría no paternalista, en intimidad compartida, por Ricardo Rodulfo.
Muchas gracias.
(*) Trabajo presentado en el marco del VIII Simposio de la Sección de Psicoterapia Psicoanalítica de FAEP desarrollado en Sevilla, en el mes de Octubre de 2018.
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