Amar/Desear
Freud escribe acerca de la vida erótica en época de plena primacía de los ideales victorianos. Más allá de que supo cuestionarlos y ubicarse en posición excéntrica respecto de los mismos para incluso poder denunciarlos como causa de patología, podría persistir un peso tal de dichos ideales en su producción teórica que hoy ensombrezca nuestra apreciación y se ponga en cruz con nuestro trabajo clínico.
Quiero averiguar si lo que Freud define como tipo de elección masculina de objeto, su definición como “particular” recibe más de la influencia de los ideales epocales que de la fundamentación psicoanalítica misma. Quiero saber qué, en la estructura misma del psiquismo -en su constitución- , nos autoriza a sostenerla como “masculina” y por qué. Quiero exponer esa construcción a lo que podemos llamar declinación paterna, entendida como caída de ideales y develamiento de las fuerzas reales del campo erótico, y ver cuánto de ella se sostiene con fundamentos del Psicoanálisis.
El despliegue de ese tipo de elección de objeto, en un sujeto neurótico con una elección de goce homosexual, motivó hace 27 años la escritura de un artículo que hoy reviso. Este sujeto -quien pregunta en el inicio si podrá ser curado de su homosexualidad- desplegaba la corriente tierna con mujeres con las que podía mantener lazos afectivos amistosos duraderos, ocasionalmente relaciones sexuales, y deseaba y gozaba sexualmente en encuentros esporádicos, fugaces, con hombres con los que nunca mantenía vínculo posterior alguno. La insatisfacción, sin embargo, lo asaltaba en ambas ocasiones. Con las mujeres, cuando el deseo de ellas causaba su angustia o cuando quedaba pendiente de poder satisfacerlas; con los hombres, cuando el acto se concretaba y se sentía asqueado y sucio.
El trabajo en transferencia permitió desplegar la historia infantil, el peso libidinal y la ligazón significante en ella de lo obsceno -la degradación- y el erotismo anal, así como verificar la añoranza - del lado del amor- por la figura del padre. Asimismo, podríamos decir que el trabajo analítico abrió una vía de cierto encuentro entre la corriente tierna y la sensual y su ejercicio tanto con una mujer como con un hombre. Esta “solución”, si damos este nombre a la reunión del amor y del deseo y -fundamentalmente- si calificamos como “solución” al cese del sufrimiento subjetivo en relación con este conflicto, es -sin duda- singular, sólo válida para este sujeto. Sin embargo, me pregunto si podemos seguir pensando en esta reunión de las corrientes sensual y tierna como una meta “saludable”; o si debemos abrir el abanico de la multiplicidad de los goces posibles y pensar la insatisfacción, que puede provocar su disyunción, únicamente del lado del peso de los ideales -incluso el del afán de curar que puede habitarnos- o si, en la estructura psíquica misma, esa reunión cumple una función esencial.
Tres “Contribuciones” freudianas a la vida erótica/amorosa
Freud escribe sus “Contribuciones a la psicología del amor” entre 1910 y 1918: “Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre”; “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa” y “El tabú de la virginidad” (1). Son trabajos referidos a la vida erótica, un intento -que Freud explicita como tal- de poner el ojo de la ciencia sobre materiales predilectos de la obra de los poetas. Para volver sobre las preguntas que formulé al comienzo, repasaremos primero algunos de estos conceptos freudianos.
En los tres artículos, Freud señala permanentemente el peso de la cultura en la apreciación del lugar de la mujer, dato al que podríamos dar un relevante peso en toda su construcción. Hay –sin embargo- un dato anterior, que podemos tomar para abrir el tema freudiano del lugar de la mujer. Se trata de “Sobre el sentido antitético de las palabras primitivas”, artículo en el que se detiene a considerar cómo se forman los conceptos con el fin de estudiar el origen de las palabras antitéticas y su valor cuando aparecen -encubiertas- en las imágenes oníricas como opuestos que se pueden reemplazar entre sí. Es interesante percibir, en este escrito de Freud, el modo en que enlaza Lingüística y Psicoanálisis y la esperanza que tiene de que saber más del desarrollo del lenguaje hará crecer el saber psicoanalítico acerca del sueño. Toda una premonición. Allí comparte los conceptos del lingüista Karl Abel -“Si estuviera siempre claro, no distinguiríamos entre claridad y oscuridad y, por lo tanto, no podríamos tener de la primera ni el concepto ni la palabra”- y dice: “Nuestros conceptos nacen por vía de comparación.” (2)
Podemos, y lo hemos desarrollado en otras oportunidades (3), entender así lo que implica la significación de falta que toma, frente a la vista del genital masculino, la apreciación del genital femenino. Nada, en verdad, le falta a la niña. Sin embargo, la apreciación por contraste -único modo de aprehender un concepto- genera esa distribución disimétrica que deja a la niña del lado de la falta. Lo pleno y el vacío, lo que hay y lo que, supuestamente, no hay, sumado a ciertas características pregnantes del órgano masculino toman un carácter valorativo en el que la presencia, del lado del niño, adquiere rasgo positivo, en tanto la ausencia, del lado de la niña, una significación negativa de carencia. Asimismo, podemos ligar esta supuesta falta a la dificultad de lo femenino para ser atrapado por el significante; a su vinculación con el misterio, con lo que escapa al sentido; con el extravío; etc. El lenguaje también tiene su cara positiva, el significante, y su zona de equivocidad: el sentido, que circula, sin poder ser atrapado exactamente, a partir de la combinación de aquel. El lenguaje aprehende el cuerpo, hace carne y marca. El rasgo de misterio, incluso de causa de terror, asociado a lo femenino, se vincula con el tabú que Freud estudia en la última Contribución.
Este malentendido de origen, entonces, funda para el varón el miedo por la amenaza de la pérdida del genital, significante fálico para Lacan, con toda la incidencia de duda y vacilación que la acompaña y, para la niña, tanto la sensación de minusvalía por no poseerlo como la intrepidez que puede acompañar a la certeza de ya haberlo perdido. Son posiciones subjetivas -tenerlo/serlo- que, con una mirada muy generalizadora, se pueden corroborar en la clínica. Esto es así -sobre todo- si pensamos en las neurosis y en su distribución genérica privilegiada de obsesión para los sujetos masculinos e histeria para los femeninos. Utilizamos estas distribuciones, sobre todo, con el fin de seguir el razonamiento freudiano. Podemos añadir que femenino y masculino, en tanto géneros, son producto de identificaciones y de modos de goce, sin que esta distribución tenga qué encajar necesariamente con la anatomía, aunque sin su prescindencia (4). No abriremos aquí el tema de las presentaciones clínicas actuales, de cómo histeria y obsesión, como estructuras, han sufrido el embate de época; son subjetividades fragilizadas que no llegan con los síntomas clásicos.
Las derivaciones del Edipo, para retomar, giran en torno a la “resolución” del complejo de castración y Freud le da un lugar central en el esclarecimiento metapsicológico de sus Contribuciones. Recomendamos la lectura de Lacan del Edipo y de sus consecuencias para ambos sexos. En este artículo nos limitamos a considerar esta vertiente del complejo de castración, sin que ello signifique desconocer que el mismo refiere a lo constitutivo, a la marca en el infans tanto del significante como del goce, en su vínculo con el Otro primordial. No obstante, señalaremos que las salidas del Edipo refieren a posiciones respecto del símbolo fálico y no del órgano. Así, se puede entender tanto la valoración del cuerpo femenino -en tanto toma su relevo- como la ecuación niño-falo que Freud señala como paso necesario para la ubicación del niño en el deseo materno.
Para volver sobre las Contribuciones freudianas en el punto de lo femenino, veremos en la última, “El tabú de la virginidad”, que Freud historiza dicho tabú, explora su marca en distintas épocas. Señala su alcance, marcado por los ritos que rodean al acto de desvirgamiento, y lo vincula con el peligro que esa situación entrañaría para el hombre que lo acomete: “(…) no puede negarse que en todos esos preceptos de evitación se exterioriza un horror básico a la mujer. Acaso se funde en que ella es diferente del varón, parece eternamente incomprensible y misteriosa, ajena y por eso hostil” (5). Freud explora, así, los motivos del tabú, referidos esencialmente al complejo de castración. Asimismo, enfatiza lo que la desfloración implica “al menos para la mujer culta”; cierta disminución de su valor en tanto desflorada y también la pérdida que tenía para ella el secreto como ingrediente erótico, rasgo se perdería con la concreción de la unión -su legalización- y que enlaza a las condiciones de la cultura. El hombre, entonces, resultaría vulnerado en su condición, amenazado por la hostilidad femenina, razón por la que -en otras culturas- fuese otro el que llevara adelante ese acto, preservando así al esposo.
En la segunda Contribución, “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa”, Freud aborda de lleno el tema de la impotencia psíquica y, por lo tanto, el de las vinculaciones entre las dos corrientes libidinales, la tierna y la sensual. Creo que es aquí donde el tema de la incidencia cultural toma todo su lugar, el que profundizará en otros escritos, como veremos más adelante. Se trata de sujetos que no pueden ejercer satisfactoriamente la sexualidad, salvo cuando el objeto es, en algún sentido, degradado. “En este caso no confluyen una en la otra dos corrientes cuya reunión es lo único que asegura una conducta amorosa plenamente normal; dos corrientes que podemos distinguir entre ellas como la tierna y la sensual” (6). Es esta afirmación freudiana, referida a la normalidad, la que nos interpela hoy, la que queremos confrontar con fundamentos psicoanalíticos, por fuera de aspiraciones normativas idealistas. Las afirmaciones freudianas están referidas a “las personas cultas”, las que –en el caso del hombre- sólo desarrolla su potencia sexual con un objeto degradado– y -en el caso de la mujer- necesita de la prohibición como condición de goce, dado el prolongado período en que el contacto sexual le es interdicto. En ambos casos, Freud considera que postergar el inicio de la vida sexual “conlleva la más generalizada degradación de los objetos sexuales”.
La elección masculina de objeto, la que Freud aborda en la primera Contribución, se caracteriza por condiciones entre las que figura la degradación, como opuesta a la hipervaloración del objeto. Esta disyunción desencadena posiciones y conductas que no analizaremos aquí. Freud remite, así, esa condición al objeto materno, fuente de fijación que es -a la vez- interdicto. Este artículo muestra, con el acento puesto en el objeto y una detallada descripción de los avatares que sufre, lo que la segunda Contribución -que refiere a la “generalizada degradación”- explicita respecto de la separación entre la corriente tierna y la sensual, con el acento -por lo tanto- puesto en la pulsión. Si lo pensamos desde el lugar que ocupa la castración en este recorrido, podemos hablar del vínculo masculino con un objeto idealizado, no castrado, madre, y –por otro lado- con una madre afectada por la castración, deseante, puta. En un sitio el sujeto ama, corriente tierna, y en el otro desea, corriente sensual. Esta configuración puede tomar lugar en las fantasías del sujeto, dice Freud. Y agregamos: este puede ser el marco soporte del acceso al goce, en tanto configura una respuesta al enigma de qué desea el Otro por fuera del sujeto. En términos lacanianos, podríamos organizar una secuencia:
O completo idealizado (madre) |
O tachado, castrado (puta) |
($<> a) fantasma |
Asimismo, pensar en la condición erótica masculina como una disyunción. Si la madre, objeto último de amor, es inaccesible ya que el incesto está prohibido al sujeto hablante, éste puede alcanzarla por medio de la degradación y a costa de la separación entre la ternura y la sensualidad.
La conclusión freudiana, como solución de la disyunción, es: “(…) quien haya de ser realmente libre, y, de ese modo, también feliz en su vida amorosa, tiene que haber superado el respeto a la mujer y admitido la representación del incesto con su madre o hermana” (7). Sería, entonces, hacer conjunción de esa disyunción: tolerar la madre en la puta y la puta en la madre, la reunión de ambas corrientes libidinales en un objeto. Nuevamente, nos encontramos con lo que Freud considera libertad y felicidad en la vida amorosa.
Luego Freud examina la evolución histórica que sufrieron las pulsiones bajo las diferentes culturas, el menoscabo de la satisfacción en relación con la falta de obstáculos para su concreción, en la cultura antigua, por ejemplo, así como la valoración psíquica del amor por la vía del ascetismo cristiano. Y concluye en que “(…) algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena” (8). La pulsión no es el instinto, no hay inscripción -como sí la hay para el reino animal- de lo que hay que hacer para ser hombre o mujer ni de lo que hay que hacer para gozar. A este obstáculo estructural remite el “No hay relación sexual” de Lacan.
La contribución/advertencia freudiana respecto de lo social
En otros artículos, Freud acentúa aún más la huella que lo social imprime en el psiquismo y enriquece, así, su descubrimiento. Podemos citar, de “Cinco Conferencias sobre psicoanálisis”: “Nuestras exigencias culturales hacen demasiado difícil la vida para la mayoría de las organizaciones humanas, y así promueven el extrañamiento de la realidad y la génesis de las neurosis sin conseguir un superávit de ganancia cultural a cambio de ese exceso de represión sexual” (10) Freud analiza el rasgo predominante de su sociedad, la represión de la sexualidad. Nos toca hoy retomar sobre el rasgo que predomina en la nuestra.
También sigue con este eje en “La moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna” (10). Es llamativo el análisis freudiano del matrimonio y de sus consecuencias, a partir de las exigencias sociales, ya que, para él, culmina entre infidelidad -como remedio- o neurosis -como desenlace-. En este artículo, Freud enfatiza especialmente la ruina que las prohibiciones de la sociedad victoriana ocasionan en las mujeres. También relaciona las dificultades de la sexualidad masculina en el matrimonio, a la abstinencia previa. Es el sesgo de lo social en las particularidades de la vida erótica lo que aquí se señala.
En 1930, en “El malestar en la cultura”, Freud se ocupa extensamente del tema. Tomaremos tan sólo un párrafo: “La elección de objeto del individuo genitalmente maduro es circunscrita al sexo contrario; la mayoría de las satisfacciones extragenitales se prohíben como perversiones. El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas prohibiciones prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en fuente de grave injusticia. (…) lo único no proscrito, el amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad y la monogamia” (11). Como vemos, Freud -brillante, adelantado a su época- sitúa un gran peso, como causa de sufrimiento, en lo social y ve con claridad que el goce no entiende del para todos ni se subordina a éste sin gran costo para los sujetos.
Sin embargo, resulta muy llamativo que Freud -en otro sitio- no deje de advertir acerca de lo que podría suceder ante cambios en relación con las imposiciones de la sociedad. Se refiere, así, a las aspiraciones de los reformadores de “reemplazar lo dañino por lo más ventajoso”. Dice que la investigación psicoanalítica “no puede predecir si instituciones diversas no traerán por consecuencia otros sacrificios, acaso más graves” (12). En este punto estamos, con el deber de proseguir con la investigación psicoanalítica a partir de los que sucedieron a Freud, de nuestra propia clínica y de lo que podemos conceptualizar sobre los efectos subjetivos de las condiciones culturales de hoy y, por qué no, sobre los sacrificios correspondientes.
¿La clínica cuestiona las descripciones freudianas de la vida erótica?
En relación con el caso clínico mencionado al comienzo, diré que hace años que no recibo, como fue hace 27, sujetos -ni masculinos ni femeninos- que lleguen a la consulta esperando ser liberados, curados, de su homosexualidad. Esta elección de goce ha podido entrar, gracias a los cambios socioculturales, en una legalización que no es sólo formal. La estigmatización, sin embargo, también se da, aunque con menos consenso social. El fanatismo incluso llega al crimen por odio a la diferencia, pero no es el tema del que podemos ocuparnos aquí. El nuevo estatuto de legalización de las elecciones de goce ha permitido una circulación -tanto para homosexuales como para miembros de variados géneros- que no está tan marcada por la degradación social. En este sentido, la corriente tierna circula de otro modo entre ellos. Pero, en paralelo con este progreso en la asunción del goce y el género por parte de los sujetos, en su complicada vinculación con los órganos que portan, hay novedades que nos dejan mucho terreno para investigar. No es el tema de este artículo, pero vale señalar que las vicisitudes y las dialécticas de los géneros/sexos/goces merecen atención, especialmente cuando conciernen operaciones -simbólicas y o reales- que afectan a sujetos infantiles en trance de constituirse como tales. (13)
Para volver sobre la pregunta acerca de la elección masculina de objeto y la degradación, vemos que esta operación sigue presente -aunque no podamos decir que sea generalizada- en muchos sujetos. Sin embargo, sí podemos constatar que esos sujetos no son necesariamente masculinos -al menos en cuanto a su sexo y género asumido como tal. Una cierta degradación aparece también en mujeres, que se reconocen en el género. Muchas mujeres se refieren a los “chongos”, ya sea como elección de objeto masculino -paga mediante-, ya sea porque tienen relaciones ocasionales con objetos sin considerarlos valiosos y sin que medie un vínculo de otro orden. Los ven como objetos de los que no esperan más que el encuentro sexual satisfactorio. En este punto, coincidiría la degradación, que Freud marca para la elección masculina con el requisito de secreto que Freud enlaza con la feminidad. La degradación, sin embargo, rara vez es una condición necesaria de goce-como lo es para algunos hombres- en las mujeres que recurren a los chongos. Más bien eligen esta opción ya sea porque no quieren sostener compromisos afectivos, ya sea porque -aunque los prefieran- las condiciones actuales de aislamiento entre pares complican su oportunidad de establecerlos.
Otro dato clínico es que, obviamente, la virginidad ya no es hoy prestigiosa sino que, incluso, se constituye como estigma para muchas mujeres. ¡La mujer tabú, sobre todo para sí misma, es la virgen! Tanto es así que encontramos púberes que comienzan tempranamente su vida sexual fundamentalmente para liberarse de esa etiqueta. En esta empresa, que se ha tornado importante para esas niñas, cae el lugar del encuentro amoroso o queda relegado a un plano secundario.
Hay que señalar, como un rasgo que Freud no profundizó, la función de la disyunción madre/puta en la clínica femenina. Freud habla, en muchos lugares de las mujeres que, a partir de la maternidad, se convierten en madres para sus maridos y señala el daño que esta posición inflige en la sexualidad de la pareja. Sin embargo, asistimos con enorme frecuencia a las consecuencias de la maternidad en la subjetividad femenina misma. Convertirse en madre produce, para muchas mujeres, la operación de la disyunción respecto de sí mismas y la dificultad de acceso al goce sexual, el desgano y el desinterés en este punto. En un principio, esta posición enteramente maternal forma parte de la simbiosis inicial, casi un embarazo extrauterino, que define la crianza humana. En el tiempo y de persistir, estos casos desafían la condición que Freud señala como necesaria para que los hombres alcancen el goce sexual, tolerar la madre en la puta y la puta en la madre, tolerar la representación del incesto. Este movimiento es condición, también, del viraje femenino. La mujer, Otra en tanto tal para sí misma, tiene que poder hacer ese ejercicio complicado. En su vida cotidiana hace una gimnasia que la remite permanentemente de su rol maternal a su lugar de trabajo y a su sitio como mujer sexuada. En el fantasma también aparece frecuentemente su otredad: soñar que el hombre con quien está hace el amor con otra mujer.
La presión cultural mercantil sobre ella, como objeto necesariamente bello, eficiente y -además- joven, hace ejercicio degradante de sí consigo misma. Este movimiento subjetivo es de una complejidad de la que nuestra clínica atestigua. Asimismo, uno de estos aspectos puede, y en muchas ocasiones sucede, predominar sobre los otros, con o sin conciencia de ello por parte de la sujeto, aunque el sentimiento de culpa -muchas veces presente cuando relega a segundo plano la posición maternal- dé allí su testimonio. Las dificultades laborales que el patriarcado le inflige, por ejemplo, son –pese a lo que la lucha femenina ha logrado- un desafío siempre presente, y motivo de sufrimiento para ellas. Asimismo, la amplitud del horizonte que la emancipación femenina ha introducido para las mujeres produce un conflicto entre la maternidad como posibilidad que el reloj biológico acota y, por ejemplo, el despliegue de una vida más libre. Este conflicto no existía cuando su destino estaba trazado como único. La caída del deseo sexual, la frigidez, cuadros depresivos, impulsiones como la anorexia y la bulimia, otros actings autolesivos, adicciones varias y aislamiento respecto de los hombres son ejemplo de lo que encontramos en la clínica de las mujeres.
Respecto de los hombres, es llamativo que la duplicidad del objeto, madre/puta, no sea ya una condición de goce generalizada. En verdad, lo es -mucho más frecuentemente- la infidelidad mantenida en secreto, lo cual señalaría una feminización, siguiendo el reparto freudiano de las condiciones para gozar. De hecho, es frecuente que la infidelidad se produzca con mujeres a las que el sujeto no degrada, y con quienes el goce sexual no es lo único que lo une. Se podría afirmar que el levantamiento de ciertos tabúes ha favorecido esa tolerancia de la representación del incesto de la que Freud hablaba. La mujer deseante no cae, de este modo, en posición degradada ni ante sí ni ante los ojos del otro. En el fantasma, puede dar lugar a una disyunción del objeto, hace el amor con otra mujer que con la que está. En otro sentido, la posición masculina se ve fragilizada, incluso amenazada en el punto de la virilidad, por la vulnerabilidad en que se encuentran muchos hombres debido a la inestabilidad social y laboral que también los alcanza. Con ella da en el blanco una degradación de sí. Con el agravante de que la virilidad y el sostén de hogar siempre estuvieron asociadas y así permanecen aunque no sea esa la realidad efectiva. Síntomas panicoformes, crisis depresivas, impotencia psíquica, violencia y adicciones son temas que los aquejan.
Amor y época
Respecto de la época y el amor, dice Jacques Alain Miller, en consonancia con algunos de los rasgos clínicos mencionados: “Los estereotipos socioculturales de la feminidad y de la virilidad están en plena mutación. Los hombres son invitados a alojar sus emociones, a amar, a feminizarse; las mujeres conocen por el contrario un cierto "empuje al hombre": en nombre de la igualdad jurídica, se ven conducidas a repetir "yo también". Al mismo tiempo, los homosexuales reivindican los derechos y los símbolos de los héteros, como el matrimonio y la filiación. De allí que hay una gran inestabilidad de los roles, una fluidez generalizada del teatro del amor, que contrasta con la fijeza de antaño. El amor se vuelve "líquido" constata el sociólogo Zygmunt Bauman. Cada uno es conducido a inventar su propio "estilo de vida", y a asumir su modo de gozar y de amar. Los escenarios tradicionales caen en lento desuso. La presión social para adecuarse a ello no ha desaparecido, pero es baja” (14). Volveremos sobre sus afirmaciones más adelante.
¿Acaso podemos pensar que se ha producido una separación entre lo que es del orden simbólico/imaginario -que ha connotado siempre positivamente la confluencia del amor y del deseo sobre un mismo objeto- y lo que es del orden del ejercicio de un goce sexual más despojado? ¿Acaso el mandato superyoico de goce, tal como se despliega hoy, permite exhibir al desnudo la estructura real del lazo erótico? ¿La caída del amor, como velo, hace que la disyunción presente en la elección “masculina” valga para ambos géneros aunque no se caracterice ya por una necesaria condición de degradación? ¿La conjunción de ternura y sensualidad no es -entonces- más que un ideal normativo sin fundamentos en la constitución psíquica?
Las características de la época han puesto de cabeza el tema identificatorio. Ya no hay un campo claramente delimitado en lo que respecta a lo masculino y lo femenino. Tampoco lo hay en cuanto a lo que sería un padre que abra la puerta a los objetos permitidos al deseo. La pubertad encuentra al sujeto desbrujulado, presa de incertidumbre ante el embate de un goce que no se acota ni se pliega dócilmente, ante la falta de cauce que implica la vacilación del encuadre que le ofrecían modelos más o menos claros. El mercado, al parecer el Otro más calificado para nombrar/designar a los sujetos, invita a consumir para ser. El consumo desenfrenado, goce de los objetos, ¿no es acaso una degradación? En este sentido, el auto o el cuerpo femenino dan cuenta, en el ámbito de la publicidad, de la mercantilización del goce. A falta de brújula, se busca allí qué y cómo ser, según qué se deba/pueda consumir. El sujeto se trata a sí mismo como objeto y -también- trata al otro de igual modo.
Asistimos a la presencia de una disyunción en las elecciones femeninas de objeto y al secreto de la infidelidad, como motorizador del deseo en los hombres. Quizás las condiciones de época desnudan no sólo la multiplicidad de géneros posibles sino también la cualidad bisexual -masculina y femenina- que abordara Freud como paradigmática. Toma sentido, volvemos a mencionarlo, la expresión lacaniana de “No hay relación sexual”.
Conclusiones
Podemos decir que el tipo de elección masculina de objeto, su definición como “especial” recibe más de la influencia de los ideales epocales que de la fundamentación psicoanalítica misma. Su especificidad se ha atenuado a partir de las condiciones de una sociedad permisiva y del levantamiento de tabúes varios, especialmente aquellos que ubicaban a la mujer deseante en un lugar degradado. La declinación del patriarcado ha puesto en tela de juicio ideales que contribuían al sostenimiento de modos de goce no necesaria o exclusivamente fundamentados en condiciones psíquicas.
Me parece que, al referirme a la permisividad social y a la libertad sexual, me es necesario incluir algún matiz en el párrafo que tomamos de la entrevista a Miller. Si nos limitamos a lo que allí se dice, parecería que la época abriera a un más feliz y diverso ejercicio del goce, sin otros condimentos que nos parece necesario considerar y que pueden ayudarnos en relación con los interrogantes que nos formulamos. El capitalismo es el encuadre en el que se desarrollan estos cambios. Se trata de una máquina que no es posible desconocer al referirnos a los cambios en la subjetividad. Recordemos a Freud, quien decía -refiriéndose a las reformas sociales- que la investigación psicoanalítica “no puede predecir si instituciones diversas no traerán por consecuencia otros sacrificios, acaso más graves”.
Al declinar el peso de los ideales, que fomentaban normalidades en relación con el sexo, el fantasma ya no funciona adecuadamente como marco regulador del goce. Prima el impulso del Superyó a gozar sin límites. El concepto de degradación como condición necesaria, para el hombre, de gozar se puede validar en lo real: mujer como objeto a destruir. Este rasgo, dramáticamente presente hoy, no está sólo sustentado en la percepción masculina -como amenaza- de la aspiración femenina de equipararse con las condiciones socioculturales que amparan a los hombres. Este avance femenino, y consideramos que hay aquí una clave, convive con la precarización masculina, tanto respecto de sus condiciones económicas como de su consideración en una sociedad donde vacilan los semblantes de todo orden, donde nada parece ser valioso para calificar al otro más allá de su tener. El narcisismo orienta subjetividades precarizadas, infantilizadas. Es el capitalismo el que degrada, en este sentido, a los sujetos. Patologías personales se cruzan con esta condición de época y, sin duda, deciden finalmente el desenlace que demasiadas veces es el femicidio. Asimismo, asistimos a la explosión violenta por parte de sujetos sin que pueda mediar intervención simbólica pacificadora alguna. Lo comprobamos en escenas callejeras, en las escuelas, entre niños, adolescentes y adultos, independientemente de su género o condición social. El patriarcado vacila en cuanto a su velo simbólico/imaginario: ese padre normativizante que abría un camino identificatorio y de permiso de cierto goce, pero esa vacilación deja al descubierto su cara real, feroz.
El “amor líquido”, que Miller menciona, no lo es sólo por una fluidez que le otorga carácter ágil y cambiante, que permite alojar la diversidad; sería ésta su cara benévola. Prima, en esta sociedad, la cara pulsional despojada, justamente, del amor, el ejercicio pulsional que empuja a la satisfacción inmediata sin que el otro cuente como tal sino como objeto de satisfacción. Despojado de la corriente tierna, el deseo, el acto de la pulsión desencadena en destrucción. En esta época, en la que cuenta el empuje a la satisfacción inmediata y al consumo de todo lo que se tenga a mano, no es casual que proliferen, como decíamos, los femicidios. Lo que se abre no es sólo la libertad de los ejercicios sexuales sino una suerte de desamparo identificatorio que promueve angustia y precipitación en el acting (15). Asimismo, el mercado se apropia de las fluidificaciones que propone la diversidad de géneros y somete a sus protagonistas a los crueles vaivenes de la promiscuidad y de la miseria tan pronto como los explota en tanto objetos de consumo. (16)
El capitalismo, sus condiciones de descomposición actuales, va en contra del amor. Lacan dice: “Sólo el amor hace condescender el goce al deseo” (17). Se trata de una función ya estudiada por Freud, cuando señala que el amor es “la fuente primordial de todos los motivos morales” (18) al ser la amenaza de su pérdida la que remite a la angustia de desvalimiento en el infans. Es por amor que el infans renuncia al goce de las pulsiones y entra en dialéctica con el Otro que lo humaniza. En Lacan, se enfatiza el aspecto de medio entre deseo y goce, relevo, entonces, para la angustia.
Habría que distinguir, entonces, entre pensar la conjunción de amor y deseo como ideal de salud y normalidad y considerar la reunión de estos componentes como rasgo interno de la economía psíquica. Es la posibilidad de inclusión de la ternura del amor como rescate, en medio de la degradación, del Otro en ese objeto. No nos referimos aquí al amor eterno ni al amor romántico. El acápite deja asomar esa mixtura que permite atemperar el goce incluso en la elección -por mujeres- de la cama sin la casa: “…mientras me abrazaba…”, así como: “… who rescue each other…”. En ambas expresiones hay algo del Otro y de la ternura en juego. La primacía de las impulsiones, marca de ausencia del ingrediente tierno, hace difícil esa veladura que rescata al otro del lugar de objeto de desecho. Asistimos a la cultura del exceso con escasa mediación de la ternura: actuaciones violentas en las que los cuerpos encarnan el desecho, sin velo. El amor es un hecho fortuito, puede o no suceder independientemente del género de los sujetos involucrados. Si sucede, puede anudar el goce y el deseo y acotar la degradación. El capitalismo es un escenario que no lo favorece sino que lo elide. No es posible considerar las libertades de la época sin mensurar el desamparo que las acompaña.
(*) “Ella dijo”, Canción por la banda de rock Estelares, letra de Manuel Moretti, 2008.
(**) “Love song to a stranger”, Joan Baez, 1970. Nuestra traducción:
“No me cuenten de amor eterno y otros tristes sueños de los que no quiero oír. Sólo cuéntenme de extraños apasionados que se rescatan de una vida entera de aflicciones…”
(***) Sigmund Freud, 1912. .
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