La obra de Walter Benjamin (1892-1940) es ejemplo de un pensamiento disruptivo e inclasificable. Marxista en falsa escuadra, judío místico y laico, se nutrió en esas fuentes para hacer de ellas una amalgama irrepetible, lo que le valió ser denostado e incluso ignorado por el establishment filosófico. Sus amigos más cercanos –Theodor Adorno y Gershom Sholem– lo respetaron y criticaron sin piedad: uno por místico, el otro por agnóstico. Así, en soledad, acosado por la persecución nazi, termina con su vida en un pueblo de frontera, como no podía ser de otro modo, ya que siempre vivió y pensó en ese territorio entre patrias sin pertenecer a ninguna. Sólo su lengua, el alemán, lo alojó como a un hijo amado.
El interés por su obra, que me acompaña desde hace muchos años, creo que obedece a esa filiación problemática. Nadie podría reclamarse benjaminiano, ya que su pensamiento no hace sistema, no reclama discípulos aunque sí convoca a innumerables compañeros de ruta. Agudo crítico cultural, fue digno hijo de su tiempo y pudo observarlo desde la distancia que le permitió la vastedad de sus referencias. Se interesó por las más diversas cuestiones: el poder, la violencia, las transformaciones sociales, la aparición de los medios masivos de comunicación, los juguetes infantiles, los pasajes parisinos, la traducción (de la que me ocupo en el capítulo correspondiente), la biblia y el calefón. La suya es una obra fragmentaria, asistemática, incluso errática, como la de un flâneur parisino en atención flotante, que piensa y escribe en alemán. Hizo del fragmento su género personal: decía que “para los grandes las obras concluidas son menos importantes que aquellos fragmentos en los que el trabajo les lleva toda su vida. Pues solo al más débil, al más disperso, le produce una alegría incomparable la conclusión, y se siente con ello devuelto a la vida”.
El título y muchos pasajes de este libro son deudores de su pensamiento. En efecto, la iluminación profana surge de los destellos de un cruce insólito de miradas, revelador de facetas inesperadas de los fenómenos analizados. Y si la recojo aquí es porque me parece fecunda para contar mi recorrido clínico de muchos años. Cada situación con cada persona que me confía su palabra, echa luz sobre un aspecto de la experiencia, algunas veces ya conocido y muchas otras por completo nuevo y sorprendente. Y allí reside la esperanza que sostiene una cura. Pero también, al iluminarse una zona del campo quedan a oscuras muchas otras que, con suerte, recibirán en algún momento un rayo de luz o quedarán para siempre en la penumbra. Como bien saben los iluminadores en el teatro, el cine y la fotografía, un haz lumínico puede cambiar por completo el sentido de una escena.
El psicoanálisis que me atraviesa comparte esta perspectiva. Entre la religión y la ciencia, sin detenerse en ninguna de estas estaciones, recurre a saberes dispersos, toma lo que le es útil de aquí y de allá, de las ciencias contemporáneas, del arte, de la historia de las religiones, de la antropología, para construir una disciplina curiosa, imposible de encasillar y anclada firmemente en la praxis clínica, que le da su razón de ser. Es desde allí que toma su potencia transformadora, tanto del sufrimiento de quienes consultan como de muchas dimensiones de la sociedad y la cultura.
La literatura psicoanalítica está compuesta principalmente de fragmentos, las diversas lenguas naturales y los múltiples idiolectos tribales conforman un mosaico multicolor incapaz de componer una única figura, un único corpus teórico.
Este libro se inscribe en ese género fragmentario, no aspira a conformar una unidad, fuera del hecho de haber sido escrito por una sola persona, lo cual tampoco es del todo seguro, ya que los artículos que lo componen datan de momentos muy diferentes y en algunos casos muy distantes entre sí.
También el libro es tributario de otro inclasificable, parcialmente contemporáneo de Benjamin, el francés Roger Caillois (1913-1978) quien dedicó buena parte de su obra a construir lo que llamó “ciencias diagonales”, las que son capaces de poner en relación objetos tan diferentes como la pintura abstracta y el diseño de las alas de las mariposas o las vetas de las ágatas.
Caillois propone un nuevo punto de vista, revelador de leyes que rigen fenómenos disímiles, pertenecientes a campos del saber muy diferentes. Una mirada oblicua que descubra la verdad de las anamorfosis del mundo, como la calavera disfrazada en “Los embajadores” de Holbein.
Su agudeza en la observación y la extraordinaria amplitud de sus intereses me han hecho encontrar un parentesco con el proceder freudiano, que siempre recurrió a saberes muy alejados de su práctica clínica: antropología, mitología, historia de las religiones, biología y muchos otros, en busca de metáforas que le permitieran pensar su experiencia original y de leyes que los atravesaran.
En un rincón de su obra y fiel a su espíritu iconoclasta, Caillois recuerda la etimología romana del pontifex –constructor de puentes–, que ha quedado oculta tras la imagen de boato y solemnidad del papa católico o del pope ortodoxo. En la antigüedad clásica su condición sagrada estaba dada por el hecho de que al construir puentes transgredía el orden natural de las cosas abriendo pasos allí donde no los había. Significación muy alejada de la función eclesiástica de reforzar y preservar los caminos ya transitados cuidando que la feligresía no se aparte de ellos so pena de excomunión.
El trabajo del analista es también la de un constructor de puentes, de aperturas posibles a las aporías y cul-de-sacs del sufrimiento psíquico. Al mismo tiempo, el movimiento psicoanalítico no se ha privado de pontífices, cardenales y obispos y se ha comportado muchas veces en su historia como una masa artificial freudiana.
Afirma Lévi-Strauss (1972) que entre nosotros subsiste un modo de organización del mundo equivalente al “pensamiento salvaje”: el bricolaje. El bricoleur se arregla con lo que tiene, usando diferentes medios que el artista o el ingeniero, y es capaz de encarar muchas tareas diversificadas utilizando piezas en desuso provenientes de lugares diferentes. Siempre me pareció que el psicoanálisis tenía algo de eso. La teoría como un enorme patchwork de diferentes fragmentos de la cultura y la experiencia. Y el trabajo clínico recogiendo piezas dispersas y construyendo con ellas objetos cuya utilidad es incierta en un proceso que suele tener consecuencias favorables en la vida de las personas.
Iluminaciones, fragmentos, ciencia diagonal, bricolaje, todo habla de un discurso en movimiento, que se desplaza, se muestra y se oculta en el interior de una práctica viva: el trabajo de los analistas enfrentando cada vez acontecimientos inéditos y provistos de un saber inacabado, con herramientas no siempre adecuadas y sin embargo… ¡eppur si muove!, la nave va…
Y le doy a Borges la última palabra de este prefacio:
“El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio… No hay un buen texto que no parezca invariable y definitivo si lo practicamos un número suficiente de veces”.
(*) Cabe recordar que Freud tituló uno de sus casos clínicos canónicos
“Fragmento de análisis de una histeria” (Bruchstück einer histerie-analyse)
Este texto es el prefacio del libro Psicoanálisis en movimiento. Fragmentos e iluminaciones. Lugar Editorial, 2019, de reciente aparición..
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