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*
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EL ESPEJO

Bien, pues empecemos hablando del espejo.

El espejo siempre ha ocupado un lugar muy importante en mi vida. Desde mi más temprana juventud. Me he pasado horas y horas mirando mi cara ante el espejo, de perfil, de tres cuartos, me cambiaba el peinado, el maquillaje de los ojos, la pintura de los labios; me cambiaba de vestidos, me ponía de puntillas... y mi imagen seguía siendo la misma: una cara que no podía soportar, una estatura de la que me avergonzaba. Luego vino lo de la broma de mi hermana Fanny, y desde enton­ces el espejo me ha dado siempre un poco de miedo; miedo de ver al diablo en su interior.

De hecho, cuando era niña mi abuela me dijo una vez:

-Ten cuidado, que si te miras tanto al espejo terminarás por ver asomar a Piernatorcida.

Y una noche, la tonta de Fanny, con el sigilo de un gato, se plantó de repente a mis espaldas y yo vi en el espejo la cara roja del diablo. Lancé un grito tan fuerte que también Fanny se llevó un susto de muerte, hasta el punto de que se quitó enseguida la máscara que se había puesto en la cara y las dos empezamos a gritar abrazándonos y llorando como unas locas. Aquel día nos metieron en la cama sin cenar. Yo tenía un espejito escon­dido debajo del colchón y me solía mirar en él antes de dormirme, peinándome de mil maneras distintas; pero aquella noche no me atreví a sacar­lo, y sólo a la mañana siguiente, en el cuarto de baño, con mucha cautela, me atreví a mirarme en el espejo poquito a poco; primero la mano, luego un trocito de cara, que asomaba un instante desde el marco y desaparecía enseguida, después de cuerpo entero, pero con los ojos cerrados por miedo a mirar; luego entreabrí un poquito un ojo, hasta que terminé por abrir los dos. No había ningún diablo sino sólo mi cara, una cara que me producía mucha rabia, que no quería aceptar y que en ese momento se iba inundando silenciosa­mente de lágrimas, presa del más amargo descon­suelo.

 

EL ASEDIO

Avanzaban despacio. A veces vislumbraba el brillo de sus armas por entre los matorrales; de noche, el resplandor de sus fuegos rompía la oscu­ridad del bosque. De manera que no había sido un sueño. Habían desembarcado realmente, y en ese momento estaban formando un gran círculo alre­dedor de mi casa.

Cada vez resultaba más evidente que me esta­ban asediando a mí; precisamente a mí. Una tar­de, cuando se estaba poniendo el sol, vi venir a uno de ellos hacia el chalé a galope tendido: se detuvo de pronto a la entrada del jardín, miró la casa, los alrededores, me miró también a mí un buen rato, lanzó un corto grito gutural y, girando el caballo, volvió a desaparecer en el bosque con la misma velocidad desenfrenada con la que había venido.

Me quedé aterrorizada. Era la primera vez que veía a uno de cerca, y su aspecto era verdadera­mente espantoso.

También su caballo, a diferencia de todos los que había visto siempre, parecía un animal feroz: arisco, con ojos de fuego, rezumando una fuerza salvaje.

La idea de lo que podría ocurrirme si cayera en manos de aquellos hombres se apoderó de mí y ya no me abandonó. Se fue haciendo cada vez más obsesiva a medida que los oía aproximarse inexo­rablemente formando un cerco alrededor de mí.

Empecé a quedarme vigilando de noche, enco­gida bajo las mantas, con las orejas bien abiertas, mientras mi corazón latía con fuerza. A ratos oía sus voces, así como sus cánticos, que parecían gritos de muerte. Y por último me pareció oír un ruido sordo, hueco, reiterado, que venía de deba­jo de la tierra: era como si alguien estuviera ca­vando sin descanso en mi dirección.

Quizá estaban construyendo una galería sub­terránea para aparecer de pronto en mi jardín o incluso dentro de la casa... O quizá querían minar la casa desde sus cimientos...

No eran sospechas infundadas. Pronto apare­ció la primera grieta en la pared de la cocina. Otra la descubrí una mañana en el techo del cuarto de baño. Y el ruido iba en aumento; ya llegaba a oírlo hasta de día.

En ese momento se hallaban a una distancia de unos cincuenta metros de la casa.

 
* Dos textos de su primera novela Giulietta (Ed. Anagrama 1990). Traducción de Gabriela Sánchez Ferlosio.
 
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