SOCIEDAD
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La Vergüenza
Por Osvaldo Picardo
Escritor - Director de la revista La Pecera
opicardo@gmail.com
 

1. El dios travestido: Von Wernich

Tiene casi 70 años, pero no lo parece… Lo veo ingresar al tribunal de La Plata, con el clásico cuello blanco, custodiado y protegido por un chaleco antibalas. Esa imagen sola es todo un símbolo. Von Wernich es el primer cura que llega a juicio oral y público por su actuación en los centros de detención de la dictadura argentina.

Oye sereno, sin remordimiento ni culpa, cada uno de los casi treinta testimonios que lo acusan de torturas, de asesinatos y de robos de recién nacidos... Responde con la misma serenidad a las preguntas del juez y de los fiscales. Reconoce que hablaba con los detenidos y, cuando le preguntan sobre esas charlas, el sacerdote alega su obediencia sacerdotal al "secreto de confesión"... Pero, de repente, habla del bautismo de una niña nacida en cautiverio, Mercedes Galarza. Casi con ternura, recuerda quién fue el padrino y que hasta Ramón Camps y Miguel Etchecolatz tuvieron la deferencia de asistir a la ceremonia...

No hay locura ni dudas sobre su conciencia. Verlo y oirlo nos arroja a los límites de lo tolerable. Es un dios travestido, cuya condena ya no depende de tribunal alguno, sino del hecho perverso de no asumir ni siquiera la vergüenza ante el testimonio desgarrante de sus víctimas. No existe verdad detrás de su sotana, ni hay un revés en la copia de Cristo. Vemos desnudo al desierto y el desierto se siente victorioso... 

“Una criatura desierta” dice un poema de Primo Levi, hablando de un criminal de guerra nazi, a quien pregunta si ahora, terminada la guerra, jurará por algún dios o si se lamentará, “como al fin lo hace un hombre/ al cual la vida no le alcanzó para su arte demasiado largo,/ de tu triste tarea no cumplida, de los trece millones aún con vida?”. Y concluye deseándole no la muerte sino “que puedas vivir tanto como nadie jamás ha vivido:/ que puedas vivir insomne cinco millones de noches,/ y te visite cada noche el dolor/ de los que vieron cerrarse la puerta que impide el regreso...”

Von Wernich, y lo que él representa, despierta tanto esta emoción del poema como ese otro sentimiento de la vergüenza. Los nuevos juicios a la época de la dictadura militar no sólo vienen a hacer justicia después de largos años de postergación e impunidad, sino que reviven los estigmas de la historia y reactualizan la vergüenza de la sociedad moderna.

El mismo Primo Levi a quien la experiencia del Lager cambió su vida y le dio una claridad extraordinaria sobre el acto mismo de “testimoniar”, explica, con motivo del suicidio de Jean Améry (1978) y de los suicidios fuera de los campos de concentración, un especial sentimiento de vergüenza, la del que ha sobrevivido, esa que se incrusta en uno “como un gusano (y que) no se la ve desde el exterior, pero carcome”. Este sentimiento tiene un aspecto culposo y por eso hundió en el silencio a muchos, pero el acto de testimoniar, si bien no borra el sufrimiento, revierte la complicidad y la falsedad de la culpa.

Narrar el dolor es el principio de toda verdad, pero la narración y la verdad no son la misma cosa. Por eso, Levi no sólo cuidaba cada detalle de su narración sino que lo hacía sabiéndola insuficiente ante la experiencia propia y también ante una sociedad todavía incrédula, una sociedad que tenía, a poco de terminada la 2da. Guerra, la información suficiente sobre el genocidio, pero que en realidad se resistía a saber y reflexionar, como diría Levinas, sobre el mal elemental que se escondía detrás de la lógica y la filosofía de occidente.

Pero no es todo. Una frase llamativa e inesperada nos hace volver sobre lo pensado: “Lo repito, no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos testigos”, aclaraba Levi en un libro de 1984, justamente él, que había dedicado el resto de su vida a contar el infierno. Lo hacía después del proceso a Eichmann en 1961 y de la publicación de centenares de textos testimoniales, en medio del famoso debate de los historiadores -el Historikerstreit- desatado en Alemania en los 80. Habermas, en un artículo ("Goldhagen y el uso público de la historia"), plantea, entonces, la resignificación de la memoria histórica como un conflicto generacional, con lo que el presente quedaría desdibujado entre "el interés público de quienes nacieron más tarde y no pueden saber cómo se habrían comportado en aquellos tiempos", y "el afán moralizador de los conciudadanos que vivieron en los años del nazismo".

Levi, ante esto, no sólo sintió la carga terrible de testimonar algo que se desvanecía en el aire con las sucesivas generaciones, sino que entendió lo “inenarrable” e inasumible del holocausto: “los que hemos sobrevivido –reconoce- somos una minoría anómala, además de exigua: somos aquellos que por sus claudicaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los “musulmanes”, los hundidos, los testigos integrales, aquellos cuya declaración habría podido tener un sentido general. Ellos son la regla, nosotros la excepción (...) La demolición terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar su muerte. Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel y pluma, no hubieran escrito su testimonio, porque su verdadera muerte había empezado ya antes de la muerte corporal... Nosotros hablamos por ellos, por delegación...”

La serie de testigos en el juicio a Von Wenich no hablan con la sonoridad del lenguaje del lamento o la venganza, tampoco son los “testimonios livianos” que creyó escuchar el abogado del cura. Hablan con la lengua delegada e imposible del que ya no está. El acto de testimoniar al reconocer su misma imposibilidad se vuelve poderosamente capaz de una vergüenza que dignifica la memoria y hace del presente un tiempo de justicia. En todos los testigos sobrevivientes aparece la voz de los desaparecidos. Los testigos están ahí para ocupar su propio lugar y también ese otro lugar que sin ellos estaría vacío.

Hay en todo esto, para las nuevas generaciones, "una pincelada de esperanza que aparece como un relámpago...", porque desvanece no ya la historia en el tiempo presente, sino el uso político del olvido y de la culpa. No todo está perdido.

2. La naturaleza ama ocultarse

En el otro canal, en la otra página del periódico matutino, a la vuelta de la esquina de los tribunales, el espectáculo transforma al observador en espectador, a la historia en una llanura pulida y brillosa, amnésica y efímera.

Ella se llama Sofía y es la hija de una vedette más o menos famosa. La cámara le está haciendo un primer plano y, con la mirada de una Lolita de Nabokov, declara: “a los nueve años mi mamá me metía la lengua hasta la garganta”... No se le puede pedir que sea más sincera. Es producto de la cultura del vidrio en su afán desmedido de transparencias. Ella es transparente como el traje del rey desnudo y se sabe representando un papel casi desde que nació. El mundo del espectáculo se alimenta de la ilusión de transparencia y la voracidad de la pantalla excede el escenario de la representación. Y Sofía relata su niñez, su relación filial, su vida sexual, su intimidad frente al público. 

Pero ¿qué más se dice cuando todo está dicho? ¿Se puede hacer todo más explícito y desnudar lo desnudo para que la experiencia trasponga sus propios límites y agote el deseo? 

Al dominio social y político de la publicidad y de los medios se subordinan actitudes “neovanguardistas” y tontamente transgresoras. Media sociedad parece poner al descubierto su vida privada, mientras que la otra mitad queda encerrada en el voyeurismo inmovilizante. Las “webcam” muestran en directo “la vida de la gente” de tal modo que lo cotidiano se vuelve ordinario, dejando de ser un acontecimiento significativo para convertirse en una multiplicación insignificante, industrializada con fecha de caducidad. Hay quien traga sables, baila, canta, patina, se desnuda... o es un pensador o un creador hasta ayer olvidado y recientemente descubierto. La mayoría de las veces se trata de una práctica servil porque comporta adoptar costumbres similares a las del famoso al que se busca adular, criticar y hasta suplantar.

George Simmel escribía, en la Filosofia de la moda, que "el pudor queda en la moda (...) tan extinguido como el sentimiento de responsabilidad en los crímenes multitudinarios, crímenes ante los cuales el individuo aislado retrocedería con horror". Esta falta de responsabilidad de la moda y de la lógica propia del espectáculo excluyen necesariamente a la vergüenza porque ella crea una necesidad contraria a las de los medios: la necesidad de ocultarse.

¿No es también lo que leemos en el famoso y enigmático fragmento presocrático de Heráclito: “la naturaleza ama ocultarse”? Miramos y nos miran, sin saber realmente cuál aspecto nuestro aparece y cuál otro desaparece. Es una debilidad que nos desampara y obliga a buscar refugio, a encontrar la intimidad. No sólo ocultamos algún aspecto a la vista de los demás sino que también manifestamos las experiencias personales de manera parcial, metafórica, velada. Hay un saber de lo que no se puede ni ver ni decir y que se avecina detrás del velo y del pudor. Un saber anudado a lo simbólico, que vuelve accesible lo impronunciable de una experiencia totalizadora. Sin velo, podríamos llegar a decir en estos casos, no hay misterio ni hay manera de recuperar la experiencia, su pasión y su sentido. 

En el Canto VIII de la Odisea, hay un momento extraordinario, cuando Odiseo, al escuchar su propia historia en las canciones del poeta Demodocos, se cubre (“elánthane”), en dos ocasiones, la cabeza con un manto púrpura y llora desconsoladamente. El sobreviviente de Troya recobra, nada menos que con el canto del poeta ciego, la experiencia de su pasado, de una manera que los demás no pueden llegar a desvelar.

No me parece que sea el llanto lo que oculta el héroe, de hecho es el rey de los feacios, Alcinoo, quien se da cuenta de lo que pasa y, para no avergonzar a su huésped, da por finalizado el festejo.

En realidad, Odiseo, el héroe, no está escondiendo sus lágrimas, sino que permanece ahí, pero retirado (“elánthane”), para poder recuperar la intransferible naturaleza de su experiencia, de las huellas que quedan en el desierto que crece.

3. El velo y el falo

Si revisamos las formas con que la vergüenza ha sido designada y representada, encontramos que tanto las imágenes como las palabras pueden evocar visiones encontradas y hasta opuestas del mundo y la sociedad. Desde las pinturas de la Villa de los Misterios en Pompeya hasta los frescos de Miguel Angel en la Sixtina, o desde la palabra griega “aidós” hasta la palabra latina “verecundia”, se nota, sólo con ver sus grafías, el cambio abismal que ha ido adquiriendo a lo largo del tiempo. Todos los significados, sin embargo, aluden a un ocultamiento que parecía ser necesario. Algo no debía mostrarse a la luz. Pero ¿qué parte o qué cosa estaba velada?

Entre las ruinas, habiendo estado sepultadas durante siglos, han quedado algunas respuestas del mundo antiguo. Los turistas viajan a esos lugares. Por ejemplo, no dejan de ir a la Villa de los Misterios, que data del siglo I. Está al norte de las ruinas de Pompeya y también sufrió la suerte de la ciudad y de los viñedos que se cultivaban en las laderas del Vesubio. La villa, en realidad, era una casa de iniciación, exclusivamente para mujeres jóvenes que se iniciaban en los ritos dionisíacos. Hay, en el lugar, una sala donde se muestran una serie de pinturas que representan el proceso de una joven que va mudando de aspecto a lo largo del recorrido simbólico. Ella, en una de las escenas más comentadas, está congelada eternamente en el gesto de levantar un velo, detrás del que se oculta un gran falo erecto. Mientras esto ocurre, un daimon femenino aparta el rostro y alza un látigo. En la siguiente escena, la ya iniciada baila en éxtasis.

Los guías ofrecen explicaciones mitológicas de las pinturas y hasta explicaciones basadas en las teorías de Jung. Los souvenires de los alrededores exageran el realismo del falo. Los turistas se quedan con la impronta de una mirada que está cargada de la obscenidad en el marco de lo entendido como dionisíaco. La realidad representada es mucho más compleja y simbólica que esta realidad de museo al aire libre. Sobre sus secretos sentidos se viene discutiendo desde su descubrimiento en el año 1763. Linda Fierz-David fue la primera en escribir sobre estos frescos. Y también Lacan interpretó esas imágenes pompeyanas en un pasaje donde se asombra al “ver sobre las murallas, los raros frescos” e identifica al daimon del friso con el de “una vasija del Louvre...” Es la figura del “demonio del pudor", dice, y es así como "surge el fantasma de la flagelación, conectado con la revelación del falo"... Lacan habla del falo en relación con lo imaginario y lo simbólico, es decir, el falo no es una fantasía, pero no es tampoco un objeto y menos aún el órgano, el pene o el clítoris. Es un “significante” de la marca del deseo y no se podrá descubrir su significado sino a través de Otro. Por eso el falo puede “significar” muchas cosas tales como el dinero, el sexo, el poder, la fama, etc. El demonio del pudor hace representable ese significante que constituye lo más íntimo y valioso de nuestras existencias. Se trata entonces, de la intimidad, de la pasión y de la fantasía. La vergüenza, es evidente, no solamente emana de la desnudez corporal y sus partes aisladas. En realidad, siempre se ha relacionado con la mirada en su doble dirección de mirar y ser mirado. Y la manera de hacerlo no fue igual en todos los tiempos. En la actualidad, no somos mirados por el mismo ojo social que el del mundo de Homero, ni el de Santo Tomás, ni tampoco el de Sartre o de Foucault. La mirada de hoy ya no produce vergüenza de la manera que lo hacía. Nadie se arrancaría los ojos como lo hace el Edipo de Sófocles.

Algo ha sucedido para que el que nos mira haya desmontado pieza a pieza el rompecabezas de su intimidad. La condición de lo íntimo, a partir de cierto momento histórico, determinaba los límites no siempre precisos, entre lo público y lo privado. Con el tiempo, la tendencia espectacular, tecnológica y globalizadora de nuestras sociedades contemporáneas fue difuminando la(s) diferencia(s) e intentó hacer transparente lo que era opaco, aunque a veces el territorio se tornara tan borroso como invisible. Ese intersticio de lo íntimo emerge como un enigma, haciendo de la vergüenza una manifestación de las más fuertes junto con el asco y la náusea. 

4. Malos recuerdos

En una película muda de 1931, Chaplin está en una fiesta y se traga, por accidente, un silbato. Un cantante se dispone a cantar pero cada vez que lo intenta, es interrumpido por la tos de Chaplin, que no tose sino que silba. Emmanuel Levinas, unos años después, escribió sobre esta escena para explicar de modo ejemplar la vergüenza. Leemos: “El silbato que se traga Charles Chaplin en Luces de la ciudad hace que aparezca el escándalo de la presencia brutal de su ser; es como un aparato registrador que permite captar las manifestaciones intermitentes de una presencia que apenas disimula el traje legendario de Charlot... Es nuestra intimidad, es decir, nuestra presencia ante nosotros mismos, lo que es vergonzoso...” El silbido ridículo que causa risa y escándalo no se puede esconder detrás de la ropa. Provoca la mirada de los demás y es como si estuviera desnudo en medio de la fiesta, detrás de un velo que se corre cada vez que tose.

Levinas no niega que este sentimiento sea un fenómeno moral, sino que lo piensa desde una perspectiva ontológica por la cual no es sólo un estado de conciencia, también es “inscripción en el ser”. Por esto mismo, se relaciona con un tipo de desnudez que no es sólo corporal, es “desnudez de nuestro ser total”. La vergüenza no deriva entonces, de la conciencia de una falta o culpa. “Lo que aparece –dice- es precisamente el hecho de estar clavado a sí mismo, la imposibilidad radical de huir de sí ... la presencia irremisible del yo ante uno mismo”. 

El filósofo lituano escribía esto reflexionando sobre el hitlerismo como la expresión de una sentimentalidad y lo que él llamó “el mal elemental”, que era “la fuente de la barbarie sangrienta del nacionalsocialismo”, surgida no por una contingencia histórica o ideológica sino por la misma lógica y filosofía occidental. No era una locura ni masificación ni efecto propagandístico sino que era la manifestación de sentimientos elementales que cuestionaban los principios mismos de la civilización europea. En este sentido, el mal elemental no es una cuestión del pasado sino una estructura matriz que aún está presente. ¿Hasta que punto no es ésta la matriz que mueve la mala conciencia de la Iglesia Católica de la Argentina ante el juicio histórico a Von Wernich? ¿Cuánto del mal elemental hay en el disfraz de un dios que da vergüenza?

No es ilegítimo hablar de la vergüenza de todo un pueblo ante el desvelamiento de tanta maldad encubierta. Hay demasiados antecedentes en la historia del pensamiento y la literatura para ponernos de pie y liberar nuestra vergüenza. No hay que ocultarla.

En una carta a Arnold Ruge, en 1843, Marx ya criticaba el falso sentimentalismo nacional de los alemanes y advertía: “La vergüenza es un sentimiento revolucionario; nuestra vergüenza es realmente el triunfo de la revolución francesa sobre el patriotismo alemán que la destruyó en 1813. La vergüenza es una especie de cólera, una cólera replegada sobre sí misma. Y si de verdad se avergonzara una nación entera, sería como el león que se dispone a dar el salto”.

Este texto lo leí hace tiempo, con gran curiosidad, en un poema. Se llama “Malos Recuerdos” y es del español Antonio Gamoneda. La cita estaba ahí extraída de las cartas como un umbral para la confesión. El poeta recordaba dos episodios crueles de los doce y quince años, respectivamente y terminaba diciendo: "Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo”... Gamoneda vuelve a escribir años después, otro poema, “Descripción de la mentira”. Y ahí vuelve a decir algo claro y contundente: “La vergüenza es la paz. Yo acudiré con mi vergüenza.// Pasan los cuerpos hacia la tortura y otros son ágiles en las posturas del amor, pero la sabiduría aumenta en cálices más profundos,/¿Qué harías tú si tu memoria estuviera llena de olvido? Todas las cosas son transparentes: cesan las escrituras y cae la lluvia dentro de los ojos.// Nuestros labios envejecieron en palabras incomprensibles.”

Lo irremediable de las víctimas no es la muerte y la desaparición, lo irremediable sería que no asumiéramos el testimonio de la historia, su incontestable valor.

 
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