1.
El dios travestido: Von Wernich
Tiene casi 70 años, pero no lo parece…
Lo veo ingresar al tribunal de La Plata, con el clásico
cuello blanco, custodiado y protegido por un chaleco
antibalas. Esa imagen sola es todo un símbolo.
Von Wernich es el primer cura que llega a juicio oral
y público por su actuación en los centros
de detención de la dictadura argentina.
Oye sereno, sin remordimiento ni culpa, cada uno
de los casi treinta testimonios que lo acusan de torturas,
de asesinatos y de robos de recién nacidos...
Responde con la misma serenidad a las preguntas del
juez y de los fiscales. Reconoce que hablaba con los
detenidos y, cuando le preguntan sobre esas charlas,
el sacerdote alega su obediencia sacerdotal al "secreto
de confesión"... Pero, de repente, habla
del bautismo de una niña nacida en cautiverio,
Mercedes Galarza. Casi con ternura, recuerda quién
fue el padrino y que hasta Ramón Camps y Miguel
Etchecolatz tuvieron la deferencia de asistir a la
ceremonia...
No hay locura ni dudas sobre su conciencia. Verlo
y oirlo nos arroja a los límites de lo tolerable.
Es un dios travestido, cuya condena ya no depende
de tribunal alguno, sino del hecho perverso de no
asumir ni siquiera la vergüenza ante el testimonio
desgarrante de sus víctimas. No existe verdad
detrás de su sotana, ni hay un revés
en la copia de Cristo. Vemos desnudo al desierto y
el desierto se siente victorioso...
“Una criatura desierta” dice un poema
de Primo Levi, hablando de un criminal de guerra nazi,
a quien pregunta si ahora, terminada la guerra, jurará
por algún dios o si se lamentará, “como
al fin lo hace un hombre/ al cual la vida no le alcanzó
para su arte demasiado largo,/ de tu triste tarea
no cumplida, de los trece millones aún con
vida?”. Y concluye deseándole no la muerte
sino “que puedas vivir tanto como nadie jamás
ha vivido:/ que puedas vivir insomne cinco millones
de noches,/ y te visite cada noche el dolor/ de los
que vieron cerrarse la puerta que impide el regreso...”
Von Wernich, y lo que él representa, despierta
tanto esta emoción del poema como ese otro
sentimiento de la vergüenza. Los nuevos juicios
a la época de la dictadura militar no sólo
vienen a hacer justicia después de largos años
de postergación e impunidad, sino que reviven
los estigmas de la historia y reactualizan la vergüenza
de la sociedad moderna.
El mismo Primo Levi a quien la experiencia del Lager
cambió su vida y le dio una claridad extraordinaria
sobre el acto mismo de “testimoniar”,
explica, con motivo del suicidio de Jean Améry
(1978) y de los suicidios fuera de los campos de concentración,
un especial sentimiento de vergüenza, la del
que ha sobrevivido, esa que se incrusta en uno “como
un gusano (y que) no se la ve desde el exterior, pero
carcome”. Este sentimiento tiene un aspecto
culposo y por eso hundió en el silencio a muchos,
pero el acto de testimoniar, si bien no borra el sufrimiento,
revierte la complicidad y la falsedad de la culpa.
Narrar el dolor es el principio de toda verdad, pero
la narración y la verdad no son la misma cosa.
Por eso, Levi no sólo cuidaba cada detalle
de su narración sino que lo hacía sabiéndola
insuficiente ante la experiencia propia y también
ante una sociedad todavía incrédula,
una sociedad que tenía, a poco de terminada
la 2da. Guerra, la información suficiente sobre
el genocidio, pero que en realidad se resistía
a saber y reflexionar, como diría Levinas,
sobre el mal elemental que se escondía detrás
de la lógica y la filosofía de occidente.
Pero no es todo. Una frase llamativa e inesperada
nos hace volver sobre lo pensado: “Lo repito,
no somos nosotros, los sobrevivientes, los verdaderos
testigos”, aclaraba Levi en un libro de 1984,
justamente él, que había dedicado el
resto de su vida a contar el infierno. Lo hacía
después del proceso a Eichmann en 1961 y de
la publicación de centenares de textos testimoniales,
en medio del famoso debate de los historiadores -el
Historikerstreit- desatado en Alemania en los 80.
Habermas, en un artículo ("Goldhagen y
el uso público de la historia"), plantea,
entonces, la resignificación de la memoria
histórica como un conflicto generacional, con
lo que el presente quedaría desdibujado entre
"el interés público de quienes
nacieron más tarde y no pueden saber cómo
se habrían comportado en aquellos tiempos",
y "el afán moralizador de los conciudadanos
que vivieron en los años del nazismo".
Levi, ante esto, no sólo sintió la
carga terrible de testimonar algo que se desvanecía
en el aire con las sucesivas generaciones, sino que
entendió lo “inenarrable” e inasumible
del holocausto: “los que hemos sobrevivido –reconoce-
somos una minoría anómala, además
de exigua: somos aquellos que por sus claudicaciones,
o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo.
Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no
ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos,
los “musulmanes”, los hundidos, los testigos
integrales, aquellos cuya declaración habría
podido tener un sentido general. Ellos son la regla,
nosotros la excepción (...) La demolición
terminada, la obra cumplida, no hay nadie que la haya
contado, como no hay nadie que haya vuelto para contar
su muerte. Los hundidos, aunque hubiesen tenido papel
y pluma, no hubieran escrito su testimonio, porque
su verdadera muerte había empezado ya antes
de la muerte corporal... Nosotros hablamos por ellos,
por delegación...”
La serie de testigos en el juicio a Von Wenich no
hablan con la sonoridad del lenguaje del lamento o
la venganza, tampoco son los “testimonios livianos”
que creyó escuchar el abogado del cura. Hablan
con la lengua delegada e imposible del que ya no está.
El acto de testimoniar al reconocer su misma imposibilidad
se vuelve poderosamente capaz de una vergüenza
que dignifica la memoria y hace del presente un tiempo
de justicia. En todos los testigos sobrevivientes
aparece la voz de los desaparecidos. Los testigos
están ahí para ocupar su propio lugar
y también ese otro lugar que sin ellos estaría
vacío.
Hay en todo esto, para las nuevas generaciones, "una
pincelada de esperanza que aparece como un relámpago...",
porque desvanece no ya la historia en el tiempo presente,
sino el uso político del olvido y de la culpa.
No todo está perdido.
2. La naturaleza ama ocultarse
En el otro canal, en la otra página del periódico
matutino, a la vuelta de la esquina de los tribunales,
el espectáculo transforma al observador en
espectador, a la historia en una llanura pulida y
brillosa, amnésica y efímera.
Ella se llama Sofía y es la hija de una vedette
más o menos famosa. La cámara le está
haciendo un primer plano y, con la mirada de una Lolita
de Nabokov, declara: “a los nueve años
mi mamá me metía la lengua hasta la
garganta”... No se le puede pedir que sea más
sincera. Es producto de la cultura del vidrio en su
afán desmedido de transparencias. Ella es transparente
como el traje del rey desnudo y se sabe representando
un papel casi desde que nació. El mundo del
espectáculo se alimenta de la ilusión
de transparencia y la voracidad de la pantalla excede
el escenario de la representación. Y Sofía
relata su niñez, su relación filial,
su vida sexual, su intimidad frente al público.
Pero ¿qué más se dice cuando
todo está dicho? ¿Se puede hacer todo
más explícito y desnudar lo desnudo
para que la experiencia trasponga sus propios límites
y agote el deseo?
Al dominio social y político de la publicidad
y de los medios se subordinan actitudes “neovanguardistas”
y tontamente transgresoras. Media sociedad parece
poner al descubierto su vida privada, mientras que
la otra mitad queda encerrada en el voyeurismo inmovilizante.
Las “webcam” muestran en directo “la
vida de la gente” de tal modo que lo cotidiano
se vuelve ordinario, dejando de ser un acontecimiento
significativo para convertirse en una multiplicación
insignificante, industrializada con fecha de caducidad.
Hay quien traga sables, baila, canta, patina, se desnuda...
o es un pensador o un creador hasta ayer olvidado
y recientemente descubierto. La mayoría de
las veces se trata de una práctica servil porque
comporta adoptar costumbres similares a las del famoso
al que se busca adular, criticar y hasta suplantar.
George Simmel escribía, en la Filosofia de
la moda, que "el pudor queda en la moda (...)
tan extinguido como el sentimiento de responsabilidad
en los crímenes multitudinarios, crímenes
ante los cuales el individuo aislado retrocedería
con horror". Esta falta de responsabilidad de
la moda y de la lógica propia del espectáculo
excluyen necesariamente a la vergüenza porque
ella crea una necesidad contraria a las de los medios:
la necesidad de ocultarse.
¿No es también lo que leemos en el
famoso y enigmático fragmento presocrático
de Heráclito: “la naturaleza ama ocultarse”?
Miramos y nos miran, sin saber realmente cuál
aspecto nuestro aparece y cuál otro desaparece.
Es una debilidad que nos desampara y obliga a buscar
refugio, a encontrar la intimidad. No sólo
ocultamos algún aspecto a la vista de los demás
sino que también manifestamos las experiencias
personales de manera parcial, metafórica, velada.
Hay un saber de lo que no se puede ni ver ni decir
y que se avecina detrás del velo y del pudor.
Un saber anudado a lo simbólico, que vuelve
accesible lo impronunciable de una experiencia totalizadora.
Sin velo, podríamos llegar a decir en estos
casos, no hay misterio ni hay manera de recuperar
la experiencia, su pasión y su sentido.
En el Canto VIII de la Odisea, hay un momento extraordinario,
cuando Odiseo, al escuchar su propia historia en las
canciones del poeta Demodocos, se cubre (“elánthane”),
en dos ocasiones, la cabeza con un manto púrpura
y llora desconsoladamente. El sobreviviente de Troya
recobra, nada menos que con el canto del poeta ciego,
la experiencia de su pasado, de una manera que los
demás no pueden llegar a desvelar.
No me parece que sea el llanto lo que oculta el héroe,
de hecho es el rey de los feacios, Alcinoo, quien
se da cuenta de lo que pasa y, para no avergonzar
a su huésped, da por finalizado el festejo.
En realidad, Odiseo, el héroe, no está
escondiendo sus lágrimas, sino que permanece
ahí, pero retirado (“elánthane”),
para poder recuperar la intransferible naturaleza
de su experiencia, de las huellas que quedan en el
desierto que crece.
3. El velo y el falo
Si revisamos las formas con que la vergüenza
ha sido designada y representada, encontramos que
tanto las imágenes como las palabras pueden
evocar visiones encontradas y hasta opuestas del mundo
y la sociedad. Desde las pinturas de la Villa de los
Misterios en Pompeya hasta los frescos de Miguel Angel
en la Sixtina, o desde la palabra griega “aidós”
hasta la palabra latina “verecundia”,
se nota, sólo con ver sus grafías, el
cambio abismal que ha ido adquiriendo a lo largo del
tiempo. Todos los significados, sin embargo, aluden
a un ocultamiento que parecía ser necesario.
Algo no debía mostrarse a la luz. Pero ¿qué
parte o qué cosa estaba velada?
Entre las ruinas, habiendo estado sepultadas durante
siglos, han quedado algunas respuestas del mundo antiguo.
Los turistas viajan a esos lugares. Por ejemplo, no
dejan de ir a la Villa de los Misterios, que data
del siglo I. Está al norte de las ruinas de
Pompeya y también sufrió la suerte de
la ciudad y de los viñedos que se cultivaban
en las laderas del Vesubio. La villa, en realidad,
era una casa de iniciación, exclusivamente
para mujeres jóvenes que se iniciaban en los
ritos dionisíacos. Hay, en el lugar, una sala
donde se muestran una serie de pinturas que representan
el proceso de una joven que va mudando de aspecto
a lo largo del recorrido simbólico. Ella, en
una de las escenas más comentadas, está
congelada eternamente en el gesto de levantar un velo,
detrás del que se oculta un gran falo erecto.
Mientras esto ocurre, un daimon femenino aparta el
rostro y alza un látigo. En la siguiente escena,
la ya iniciada baila en éxtasis.
Los guías ofrecen explicaciones mitológicas
de las pinturas y hasta explicaciones basadas en las
teorías de Jung. Los souvenires de los alrededores
exageran el realismo del falo. Los turistas se quedan
con la impronta de una mirada que está cargada
de la obscenidad en el marco de lo entendido como
dionisíaco. La realidad representada es mucho
más compleja y simbólica que esta realidad
de museo al aire libre. Sobre sus secretos sentidos
se viene discutiendo desde su descubrimiento en el
año 1763. Linda Fierz-David fue la primera
en escribir sobre estos frescos. Y también
Lacan interpretó esas imágenes pompeyanas
en un pasaje donde se asombra al “ver sobre
las murallas, los raros frescos” e identifica
al daimon del friso con el de “una vasija del
Louvre...” Es la figura del “demonio del
pudor", dice, y es así como "surge
el fantasma de la flagelación, conectado con
la revelación del falo"... Lacan habla
del falo en relación con lo imaginario y lo
simbólico, es decir, el falo no es una fantasía,
pero no es tampoco un objeto y menos aún el
órgano, el pene o el clítoris. Es un
“significante” de la marca del deseo y
no se podrá descubrir su significado sino a
través de Otro. Por eso el falo puede “significar”
muchas cosas tales como el dinero, el sexo, el poder,
la fama, etc. El demonio del pudor hace representable
ese significante que constituye lo más íntimo
y valioso de nuestras existencias. Se trata entonces,
de la intimidad, de la pasión y de la fantasía.
La vergüenza, es evidente, no solamente emana
de la desnudez corporal y sus partes aisladas. En
realidad, siempre se ha relacionado con la mirada
en su doble dirección de mirar y ser mirado.
Y la manera de hacerlo no fue igual en todos los tiempos.
En la actualidad, no somos mirados por el mismo ojo
social que el del mundo de Homero, ni el de Santo
Tomás, ni tampoco el de Sartre o de Foucault.
La mirada de hoy ya no produce vergüenza de la
manera que lo hacía. Nadie se arrancaría
los ojos como lo hace el Edipo de Sófocles.
Algo ha sucedido para que el que nos mira haya desmontado
pieza a pieza el rompecabezas de su intimidad. La
condición de lo íntimo, a partir de
cierto momento histórico, determinaba los límites
no siempre precisos, entre lo público y lo
privado. Con el tiempo, la tendencia espectacular,
tecnológica y globalizadora de nuestras sociedades
contemporáneas fue difuminando la(s) diferencia(s)
e intentó hacer transparente lo que era opaco,
aunque a veces el territorio se tornara tan borroso
como invisible. Ese intersticio de lo íntimo
emerge como un enigma, haciendo de la vergüenza
una manifestación de las más fuertes
junto con el asco y la náusea.
4. Malos recuerdos
En una película muda de 1931, Chaplin está
en una fiesta y se traga, por accidente, un silbato.
Un cantante se dispone a cantar pero cada vez que
lo intenta, es interrumpido por la tos de Chaplin,
que no tose sino que silba. Emmanuel Levinas, unos
años después, escribió sobre
esta escena para explicar de modo ejemplar la vergüenza.
Leemos: “El silbato que se traga Charles Chaplin
en Luces de la ciudad hace que aparezca el escándalo
de la presencia brutal de su ser; es como un aparato
registrador que permite captar las manifestaciones
intermitentes de una presencia que apenas disimula
el traje legendario de Charlot... Es nuestra intimidad,
es decir, nuestra presencia ante nosotros mismos,
lo que es vergonzoso...” El silbido ridículo
que causa risa y escándalo no se puede esconder
detrás de la ropa. Provoca la mirada de los
demás y es como si estuviera desnudo en medio
de la fiesta, detrás de un velo que se corre
cada vez que tose.
Levinas no niega que este sentimiento sea un fenómeno
moral, sino que lo piensa desde una perspectiva ontológica
por la cual no es sólo un estado de conciencia,
también es “inscripción en el
ser”. Por esto mismo, se relaciona con un tipo
de desnudez que no es sólo corporal, es “desnudez
de nuestro ser total”. La vergüenza no
deriva entonces, de la conciencia de una falta o culpa.
“Lo que aparece –dice- es precisamente
el hecho de estar clavado a sí mismo, la imposibilidad
radical de huir de sí ... la presencia irremisible
del yo ante uno mismo”.
El filósofo lituano escribía esto reflexionando
sobre el hitlerismo como la expresión de una
sentimentalidad y lo que él llamó “el
mal elemental”, que era “la fuente de
la barbarie sangrienta del nacionalsocialismo”,
surgida no por una contingencia histórica o
ideológica sino por la misma lógica
y filosofía occidental. No era una locura ni
masificación ni efecto propagandístico
sino que era la manifestación de sentimientos
elementales que cuestionaban los principios mismos
de la civilización europea. En este sentido,
el mal elemental no es una cuestión del pasado
sino una estructura matriz que aún está
presente. ¿Hasta que punto no es ésta
la matriz que mueve la mala conciencia de la Iglesia
Católica de la Argentina ante el juicio histórico
a Von Wernich? ¿Cuánto del mal elemental
hay en el disfraz de un dios que da vergüenza?
No es ilegítimo hablar de la vergüenza
de todo un pueblo ante el desvelamiento de tanta maldad
encubierta. Hay demasiados antecedentes en la historia
del pensamiento y la literatura para ponernos de pie
y liberar nuestra vergüenza. No hay que ocultarla.
En una carta a Arnold Ruge, en 1843, Marx ya criticaba
el falso sentimentalismo nacional de los alemanes
y advertía: “La vergüenza es un
sentimiento revolucionario; nuestra vergüenza
es realmente el triunfo de la revolución francesa
sobre el patriotismo alemán que la destruyó
en 1813. La vergüenza es una especie de cólera,
una cólera replegada sobre sí misma.
Y si de verdad se avergonzara una nación entera,
sería como el león que se dispone a
dar el salto”.
Este texto lo leí hace tiempo, con gran curiosidad,
en un poema. Se llama “Malos Recuerdos”
y es del español Antonio Gamoneda. La cita
estaba ahí extraída de las cartas como
un umbral para la confesión. El poeta recordaba
dos episodios crueles de los doce y quince años,
respectivamente y terminaba diciendo: "Mi vergüenza
es tan grande como mi cuerpo”... Gamoneda vuelve
a escribir años después, otro poema,
“Descripción de la mentira”. Y
ahí vuelve a decir algo claro y contundente:
“La vergüenza es la paz. Yo acudiré
con mi vergüenza.// Pasan los cuerpos hacia la
tortura y otros son ágiles en las posturas
del amor, pero la sabiduría aumenta en cálices
más profundos,/¿Qué harías
tú si tu memoria estuviera llena de olvido?
Todas las cosas son transparentes: cesan las escrituras
y cae la lluvia dentro de los ojos.// Nuestros labios
envejecieron en palabras incomprensibles.”
Lo irremediable de las víctimas no es la muerte
y la desaparición, lo irremediable sería
que no asumiéramos el testimonio de la historia,
su incontestable valor. |