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Si bien es cierto que la pantalla nacional está atravesando un período de bonanza en cuanto a proyectos se refiere y que nuestro cine ha incrementado visiblemente el número de producciones, esto no se comparece con la calidad cinematográfica de las películas. Cuando digo “cinematográfica” quiero decir en cuanto a la concepción plástica y semiótica de la imagen, me refiero a la búsqueda de expresión en el uso de la cámara, y que no sirva solo de medio de transmisión de imágenes, sino que se haga cargo de su construcción.
Tenemos por un lado un cine testimonial en el que la cámara es un mero instrumento para la representación de miradas sobre la realidad que pugnan por aparecer como “naturales” y “directas”, volviendo a la tesis hoy ya en desuso del cine-ojo de Dziga Vertov. La mayoría de las veces haciendo como corresponde los deberes de una ideología que se nos presenta como demasiado correcta, cayendo en formulaciones tópicas que son fácilmente detectables; y por el otro un cine “teatral” o de conflictos en el que todo se concentra en las actuaciones (algunas veces memorables), pero que también se olvida del objeto que tiene entre las manos, se olvidan que el cine no es teatro filmado, error en el que ya había incurrido en su momento Lawrence Olivier.
En ambos casos se trata de películas en las que no se ha pensado en la disponibilidad de recursos técnicos que ofrece la cámara, recursos que, bien utilizados, lejos están de ser un mero alarde de la técnica, sino que constituyen el campo de exploración de modos de representación con el objeto de dejar la huella de la propia mirada en el film, y no recrear la de otros o estandarizar una forma de filmar que termina extrañando a realizadores verdaderamente valiosos. Tampoco se trata de cubrir con efectos especiales las falencias que el relato mismo presenta, como suele hacer cierto cine del star sistem.
Llama la atención en el caso del cine testimonial que se lo denomine “cine sobre la memoria” cuando en realidad se olvidan de que ya existieron en la historia de la pantalla grande muchas películas del mismo estilo que se nos quiere ofrecer como novedoso. Esto no supone la negación, por supuesto, del deber cívico o ético de presentar dichos relatos a la comunidad para subsanar la clásica desmemoria u omisión de los medios masivos de comunicación, y así compensar ese hiato en la relación con el pasado que los medios masivos no cesan de socavar. Pareciera que estamos atravesando por una etapa similar a la que transitó la Unión Soviética en el período del Realismo Socialista, donde se conminaba a los artistas a realizar obras de arte útiles para la sociedad y el estado, obras que debían privilegiar el contenido a la forma, obras que, en nombre de las ideologías se proponían un cine de adoctrinamiento que olvidaba los aspectos estéticos, hecha por supuesto la excepción de Sergei Eisenstein, cuyo cine es valioso especialmente por sus formulaciones, su trato con las imágenes y sus innovaciones sobre el montaje. Sin embargo, como sabemos bien, la forma hace al contenido, no habría que perder de vista este aspecto, sobre el que han sido muy cuidadosos creadores tan comprometidos con su época y su sociedad como Leonardo Favio o Adolfo Aristarain.
La verdad es que en la urgencia cívica de plantear estos nuevos relatos, se olvidan con demasiada frecuencia del cuidado formal, por ejemplo llama la atención la pobreza en el tratamiento fotográfico y/o pictórico de las imágenes, cuya gramática parece limitarse a un repertorio reducido de posibilidades estandarizado incluso por el lenguaje televisivo. Se trata de films que lejos de inquietar al espectador, lo conforman a lo mismo, lo devuelven a ese mundo doméstico del que todo objeto artístico debiera alejarse. El mensaje de revisionismo y revolución del contenido se contradice con la ortodoxia en el tratamiento formal.
Un cine que cuando tiene que plantear una escena de diálogo entre dos personajes no se le ocurre otra cosa que el viejo remanido y recontravisto plano y contraplano siempre en plano medio y con la clásica toma a la altura de los ojos, donde la única variante del juego con la voz en off del personaje que pronuncia su parlamento. Un cine en el que el estatismo y la inmovilidad de la cámara no nos deja nada, a diferencia por ejemplo de un Andrei Tarkovski, quien ha meditado largamente cada toma y cada secuencia narrativa en sus películas. Historias en las que cuando la cámara se pone en movimiento lo hace solo en función de lo que pasa, y eso que pasa es captado de una manera automática y mecánica, a diferencia de directores como Martin Scorsese, Terry Guillian, o David Lynch y tantos otros, para quienes la cámara es un instrumento de expresión dotado de un poder de significaciones que hay que explorar. Para estos nuevos directores de la pantalla nacional, la cámara parece solo un instrumento para dar visibilidad a una historia de la manera más directa. Este grado 0 de la cámara termina desembocando en la supremacía del contenido sobre la forma.
La mayoría de estos realizadores puede continuar su carrera no gracias a sus innovaciones sino más bien al reaseguro de “lo ya visto” que se repite hasta el cansancio. Hay excepciones por supuesto. Considero que algunos realizadores continúan sosteniendo una concepción productiva con el cine y no se someten a esta corriente contenidista. Directores como Adrián Caetano, algunos films de Pablo Trapero, Tristán Bauer, Fernando Spiner, Lucrecia Martel y sobre todo Esteban Sapir, entre otros, mantienen una actitud productiva que nos permite pensar sus realizaciones en términos de diálogo con referentes anteriores, podemos pensar en una paleta que los caracteriza, podemos interactuar con las decisiones para cada toma, para cada plano, se reconoce en ellos una tradición de cine.
Durante el año 2011, como viene ocurriendo en los últimos años, hubo una gran cantidad de producciones subsidiadas por el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales); entre ellas, una gran mayoría abocada a la representación de los años de plomo. Una de las excepciones plausibles fue Aballay de Fernando Spiner, una película que, desde el western, ha logrado mostrarnos un siglo XIX en el interior del país mucho más verosímil que el de Revolución o Belgrano, la película, películas en las que no se han podido evitar ciertos tópicos reconocidos. Posicionadas en apariencia en un lugar contestatario, no han hecho más que recrear a los próceres y alejarnos de nuevo de los hombres que esos próceres eran.
Sería importante que los subsidios que otorga el INCAA llegue a una mayor diversidad de producciones y no se limite tanto a aquellas historias que se abocan a revisar el pasado nacional, exclusivamente en lo que se refiera al terrorismo de estado de los años setenta, que no se olviden que el cine como arte va mucho más allá de ese acontecimiento, inclusive que puede llegar a aludirlo desde una dimensión artística mucho más efectivamente que cayendo en testimonios directos, me remito a películas como Tiempo de revancha (1977) o Últimos días de la víctima (1980) ambas de Adolfo Aristarain.
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