(A partir de una presentación en una mesa sobre Inconsciente y Literatura con Noé Jitrik en el Coloquio de Rosario- Vigencia del inconsciente a 50 años del Coloquio de Bonneval en 2010 y otra en el Colegio de Psicoanalistas en 2012).
Literatura al psicoanálisis nombra primero una dirección, de la literatura hacia el psicoanálisis. Pero también nombra una potencia. Como si dijera literatura al cuadrado. Elevar un número al cuadrado es multiplicarlo por sí mismo. Digo que psicoanálisis y literatura se multiplican por sí mismo cada uno con el otro. Se potencian mutuamente.
Harold Bloom, un crítico literario norteamericano políticamente incorrecto, experto mundial en Shakespeare y autoritario en la construcción de un Canon occidental dijo la siguiente enormidad: todo el psicoanálisis fue extraído por Freud de Shakespeare. Y tiene a bien fundamentar su afirmación. Dice que en Shakespeare se produce algo que jamás antes la literatura había producido. En efecto don William inventa personajes que hablan en voz alta para sí y para otros, y después reflexionan en voz alta sobre lo que ellos mismos han dicho. Y en el transcurso de su decir experimentan un cambio serio y vital. El invento shakesperiano es el de protagonistas que cavilan para sí y sobre la base de esas cavilaciones, cambian. La asociación libre, entonces, es una lectura shakesperiana de Freud y no una lectura freudiana de Shakespeare.
Freud aprendió de Edipo Rey de Sófocles lo universal del inconsciente disfrazado de destino, de Hamlet de Shakespeare la inhibición y la culpa, de los Hermanos Karamazov de Dostoievsky el deseo parricida. No es que ya tenía esa idea y la aplicó a su lectura. Su lectura le dictó la idea. No aplicó su teoría del inconsciente, la descubrió ahí. La leyó. La teoría psicoanalítica es lo que Freud escribió de lo que leyó.
Haciendo una mínima genealogía, se puede decir que el psicoanálisis viene de la literatura, como se dice que los niños vienen de París. Es Freud el que proviene de la medicina, de la neurología y de la ciencia en general. De ahí viene Freud, pero no el psicoanálisis. Freud no es el psicoanálisis. Aunque el psicoanálisis no es sin Freud. Esa tensión entre Freud que se consideraba un científico y que quería que la ciencia aloje al psicoanálisis como un hijo más y el origen literario del psicoanálisis, se la observa muy bien en las palabras preliminares del caso Dora, en que se enoja con los futuros malos lectores que podrían leer el caso como novela y no como historia clínica. Quería, infructuosamente, que su historial se lea como texto científico.
La primera forma en que se pensó la relación entre psicoanálisis y literatura fue a partir de lo que se llamó psicoanálisis aplicado. El psicoanálisis como un discurso superior desde el que se suponía que se podía conocer la intimidad de un autor a partir de la interpretación de sus obras. Una suerte de psicobiografía. El resultado, a mi gusto, fue empobrecedor a dos bandas. Empobreció la idea de interpretación psicoanalítica, y empobreció también los modos de leer. Muchos psicoanalistas se estancaron en los contenidos descuidando las formas literarias y los modos de narrar. Muchos actualmente llaman psicoanálisis en extensión al modo de pensar la relación entre psicoanálisis y cultura, y especialmente la literatura. Pero esta denominación también es insatisfactoria, extensión tiene un aire imperialista: una disciplina que sale a conquistar a extender sus territorios desde un poder superior. No faltan ejemplos de personas o instituciones que sueñan con la expansión del psicoanálisis (no sólo sueñan, ya han ganado mercados en todo el mundo).
La influencia del psicoanálisis en la cultura y en la literatura se volvió un lugar común del que ya no hay casi nada nuevo que decir. Por eso prefiero invertir los términos y analizar cómo la cultura misma y en especial la literatura influyen sobre el psicoanálisis y los psicoanalistas.
Propongo mi primera tesis: los psicoanalistas se dejan influir menos por la literatura que la literatura por el psicoanálisis. Pero si la literatura de la que los psicoanalistas se niegan influir está atravesada por el psicoanálisis, el resultado es autodestructivo. Para los psicoanalistas, claro. Dejan de aprehender lo que de psicoanálisis hay fuera de ellos.
Segunda tesis entonces: hay una serie de escritores, que en este caso voy a restringir a nuestro país, hay una serie de escritores argentinos entonces que nombro psicoanalistas didácticos. Quiero decir con esto que cuando leo a Borges, a Bioy Casares, a Piglia, a Saer, a Pauls: aprendo. Pero ¿qué aprendo más allá de su literatura? Aprendo psicoanálisis. Los considero, junto con Freud, Klein y Lacan, mis maestros de psicoanálisis.
Dice Michel deCerteau que Freud no fue muy original ni muy temerario en sus gustos literarios, se atenía a los gustos consagrados. Cuando su editor Hugo Heller le pregunta por sus gustos literarios, por “diez buenos libros” incluye algunos best Sellers de la época, como Anatole France o Multatuli.
Tenía una vasta cultura que incluía a todos los clásicos, pero que no incluía la música. Las investigaciones revolucionarias de Arnold Schömberg y Alban Berg, que transformaron a Viena en la capital de la música moderna, no le llegaron. La joven pintura de la escuela vienesa, la de Klimt y Kokoshka lo dejaba indiferente. Le prohibió a su hijo Ernest inscribirse en la escuela de Bellas Artes y terminó siendo arquitecto, el nieto Lucien Freud fue lo que su padre no pudo.
La espléndida Viena de principios de siglo, con su revuelo artístico y su renovación artística, fue más contemporánea al psicoanálisis que al mismo Freud.
Pero muchos escritores leyeron a Freud, y esa lectura cambió la literatura.
Es que la literatura fue tan conmovida por la escritura de Joyce, Kafka, Beckett y el mismo Borges, que hoy es imposible contar cualquier cosa sin que la literatura de ellos no esté presente.
Entonces una de las primeras cosas de esta especie de Literatura aplicada al psicoanálisis que intento hacer es mostrar como el psicoanálisis cambió la forma de narrar. Y esa literatura cambiada por el psicoanálisis se debe considerar una fuente de enseñanza para todo psicoanalista.
Nombro y agradezco a mi lista de didactas:
Borges, mi principal analista didacta, enseña psicoanálisis sólo cuando no se refiere a él explícitamente (al que vincula con Jung, los arquetipos y el subconsciente). Pero si uno lee, por ejemplo, las extraordinarias Conferencias que dio en la Escuela Freudiana de Buenos Aires (están publicadas en un libro junto con el diálogo posterior), se encuentra con lecciones o conferencias de un maestro analista a sus alumnos.
Borges comparte con el psicoanálisis una similar concepción de los sueños y los deseos que los animan, la memoria que incluye el olvido y las modificaciones de los recuerdos, la censura como promotora de metáforas, la retroactividad del tiempo y la sobredeterminación en “que somos escritos, somos cifras de un libro”.
Sobre la pesadilla “esa suerte de tigre de los sueños” enseñó a domesticarlas, cultivó el género y llegó a coleccionar pesadillas de Stevenson y Coleridge.
Tal vez para un ciego el mundo de los sueños es un paraíso en que se ve. Hasta ver pesadillas debe ser conmovedor. Es mejor ver lo terrible… que lo terrible de no ver.
Borges me enseñó que los sueños tienen un valor estético incluso en la pesadilla, recuerda cuando la mujer de Stevenson lo despertó en medio de una pesadilla. El escritor enojado le dijo: “me has despertado de una lindísima pesadilla”, era justamente el núcleo de la escena central del Dr Jekyll y Mr Hyde.
Me enseñó, me autorizó a disfrutar del valor estético de los sueños sin considerarlos ajenos al acto analítico, sino uno de sus fundamentos. Como también de esas epifanías poéticas que de tanto en tanto regala la asociación libre a una atención flotante que no rechace la experiencia estética. Lo estético se da en la clínica por añadidura, ¿pero no es lo mismo que sucede con la cura?
Dos cuentos de Borges nos regalan toda una teoría de la memoria: Funes el memorioso y El milagro secreto. Si como enseño Freud, la memoria sirve para olvidar y los olvidos son los lugares donde guardamos los recuerdos, Funes, que no olvidaba, que no podía olvidar, enfermó de la memoria. Borges me enseño que hay que ayudar a la gente a que olvide bien. Que la imprescindible lucha política por la memoria y por la justicia es para lograr finalmente el buen olvido. A Funes se le superpuso la memoria al olvido. Algunas melancolías, algunos duelos patológicos se acompañan mejor leyendo ese cuento de Borges.
En El milagro secreto, un escritor checo detenido por la Gestapo espera durante su última noche el pelotón de fusilamiento. Le pide a Dios un año más de vida para terminar su drama en verso que estaba escribiendo. Se duerme. Sueña, y una voz dentro del sueño lo despierta, le dice: “el tiempo de tu labor ha sido otorgado”. Al rato lo vienen a buscar, le ofrecen un cigarrillo que él, que no fumaba, aceptó por cortesía o por humildad. El piquete se formó y el sargento vociferó la orden final. De pronto esos soldados se quedan inmóviles, una abeja proyecta una sombra fija, una gota quedó colgada en su mejilla. El universo físico se detuvo.
El escritor tardó en darse cuenta que Dios le regalaba ese año secreto para que escriba en su memoria una novela que nadie leerá. Cuenta el cuento de Borges que no disponía de otro documento que la memoria. No trabajó para la posteridad ni aún para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Cuando terminó su texto, la lágrima cayó, la sombra se movió, la descarga lo derribó.
La memoria entonces como un lugar de escritura clandestino. Y Borges enseña que cuando uno sólo se dedica a recordar, sólo se dedica a recordar solo… entonces la vida queda detenida.
Juan José Saer, otro de mis analistas didactas, me enseñó en El concepto de ficción algo enormemente útil en la clínica: La ficción no necesita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Es mi manera de leer un delirio o un sueño, los debo creer en tanto tales. Allí en esa verosimilitud está su verdad. Saer también advierte que la poesía no ha suministrado al psicoanálisis contenidos que examinar (y con esto critica la soberbia del psicoanálisis aplicado) sino que la poesía proveyó su repertorio metodológico al psicoanálisis. Lo dice con todas las letras: la poesía no es el objeto sino el instrumento del psicoanálisis.
Glosas, tal vez su mejor novela, es un libro que cuenta una conversación. Angel Leto y el matemático caminan veintiuna cuadras, durante una hora que avanza y retrocede, mientras conversan acerca de una fiesta de cumpleaños a la que ninguno de los dos asistió. Su lectura me enseñó, me hizo pensar que un psicoanálisis no es más que un tipo muy extraño de conversación, un modo de conversación inventado por Freud en contra del sentido común de lo que es una conversación; y me recuerda la caminata de Freud con Mahler que muestra como se puede realizar una sesión psicoanalítica caminando como en Glosa.
Además Saer me extendió una idea de cómo accedo como analista a una cura. Con la sensación, ridícula pero necesaria, de que tengo todo el tiempo del mundo. Con los libros de Saer me sucede lo mismo. Comienzo cualquier libro de él, y siento que tengo todo el tiempo del mundo para leerlo. Y que él escribe como si tuviera todo el tiempo del mundo para escribir una frase. Y se nota que se toma su tiempo para escribir esa frase que nos hace sentir que el tiempo es más lento y más rico. Confieso que muchas de mis vacaciones terminaron antes de que haya terminado de leer un libro de Saer, y que me complicó mis hábitos de lectura del año laboral.
Los santafecinos Saer y (el negro) Fontanarrosa enseñaron que no hay un tiempo fijo para una conversación. Que el apuro es lo contrario de la conversación. Para conversar, como para analizarse, hace falta tiempo, un tiempo no apurado del que hablaba María Elena Walsh. Pero una diferencia entre Saer y Fontanarrosa, es que Saer muchas veces agregó la caminata, el paseo a pie entre amigos. Conversaciones caminadas, menos urbanas que las del bar El Cairo.
Alan Pauls escribió un libro descomunal: El pasado. Un libro que habla del amor, de la pasión y de lo que queda de la pasión. Una especie de Kama Sutra, no de posiciones eróticas, sino de casi todas las posiciones amorosas posibles. Las que pasan por la tragedia, lo imposible, los distintos tipos de pasión, las distintas repeticiones de la repetición, el sacrificio, el acoso, la rendición.
Pero especialmente la posición del duelo amoroso. Ese duelo que no es seguido de la muerte sino de la separación. Pauls narra como nadie, lo que insiste mientras todo se pierde. No la persona del amado perdido, sino ese conjunto de restos de pasión que sobreviven como el cuerpo decapitado de una gallina degollada que sigue caminando. Esos núcleos duros, impermeables, inaccesibles a cualquier trabajo de duelo. Esos recuerdos que la memoria no gasta y, como dice Guillermo Saccomano, la lengua va siempre a parar a la muela que más duele. Así como resulta insoportable el duelo por un desaparecido, Pauls muestra el duelo por quien no puede desaparecer. Allí donde toda tramitación de un duelo se atranca, se detiene, se interrumpe, fracasa. Aprendí entonces lo que no deja de doler en un duelo. Que hay restos que se resisten al olvido. A dejar de doler. Pauls enseña que también hay un ombligo del duelo.
El último analista didacta al que me voy a referir es Ricardo Piglia. Quien dijo que a nadie, salvo en un caso muy específico de esquizofrenia, se le ocurre que las palabras pueden ser suyas después de haberlas usado. Los escritores
padecen en algún sentido de esa forma de esquizofrenia. La literatura consiste en la ilusión de convertir el lenguaje en un bien personal.
Piglia me enseñó que no hay un campo propio de la ficción, todo se puede ficcionalizar. La realidad está tejida de ficciones. Hasta el discurso del poder es una ficción criminal.
También aprendí de Piglia que todo relato cuenta una investigación o cuenta un viaje. El narrador es un viajero o es un investigador, se narra un viaje o se narra un crimen, dice Piglia, ¿qué otra cosa se puede contar? Debo confesar que este modo de pensar enriqueció mi clínica. Detrás de cualquier escribano o mecánico dental que me consulta siempre espero esperanzado el relato de su crimen o de un viaje maravilloso…. y llegan.
La diferencia entre Piglia y Borges, es que Borges enseña psicoanálisis salvo cuando se refiere a él explícitamente. En cambio Piglia enseña psicoanálisis cuando lo nombra también.
Por ejemplo cuando citando a Nabokov y Puig, advierte que el psicoanálisis además de resistencia produce mucha atracción. Todos queremos tener una vida intensa; en nuestras vidas triviales nos gusta admitir que en algún lugar experimentamos grandes dramas. El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos; hay un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, con deseos extraordinarios luchando contra tensiones y dramas profundísimos. Genera una épica de la subjetividad: una versión violenta y oscura del pasado personal donde según Piglia nos enteramos que hemos querido sacrificar a nuestros padres en el altar del deseo y que hemos seducido a nuestros hermanos y luchado con ellos a muerte en una guerra íntima y que envidiamos la juventud y la belleza de nuestros hijos y que también nosotros (aunque nadie lo sepa) somos hijos de reyes abandonados al borde del camino de la vida. Somos lo que somos, pero también somos otros, más crueles y más atentos a los signos del destino. El psicoanálisis nos convoca a todos como sujetos trágicos; nos dice que hay un lugar en el que somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos, y esto es muy atractivo. De modo que el psicoanálisis, como bien dice Freud, genera resistencia y es un arte de la resistencia y de la negociación, pero también es un arte de la guerra y de la representación teatral, intensa y única.
En un análisis el sujeto es convocado a un lugar extraordinario que lo saca de la experiencia cotidiana.
Piglia supone que Joyce vio en el psicoanálisis un modo de narrar. En la construcción de una narración el sistema de relaciones no debe obedecer a una lógica lineal, y así surge el monólogo interior. Así utilizó el psicoanálisis para inventar en la literatura un modo de narrar que produjo una revolución de la que es imposible volver.
Agrega Piglia la relación que Freud estableció con la tragedia, pero no sólo por sus contenidos temáticos, sino como forma que establece una tensión entre el héroe y la palabra de los muertos. La tragedia, como forma, es esa tensión entre una palabra superior y un héroe que tiene con esa palabra una relación personal. En Hamlet lo más importante es que hay un padre que habla después de muerto. En las tragedias, como la de Edipo un sujeto recibe un mensaje que le está dirigido, lo interpreta mal, y la tragedia es el recorrido de esa interpretación.
Pero Piglia también me enseñó que se puede leer una ciudad. Cuenta que en plena dictadura vuelve a Buenos Aires después de una larga ausencia y se asombra viendo en la calle una fila de personas esperando el colectivo. En la parada hay un cartel que sólo Piglia puede leer: dice “Zona de Detención”. Un grupo de personas disciplinadamente formadas bajo un cartel ilegible que explicita el horror.
Bueno, después de haber señalado de donde vienen los analistas, quisiera agregar entonces de dónde vienen los escritores.
Muchos escritores nombran y agradecen a un mueble que constituyó gran parte de su infancia: lo llaman siempre del mismo modo: “la biblioteca de mi padre”. Como un elemento fundamental de su complejo de Edipo, pero también de su novela familiar. Una trama edípica, una teoría sexual infantil que explica de dónde vienen los escritores. Vienen, tienen origen en la biblioteca de su padre. Donde la escena primaria es la del padre poniendo y sacando, poniendo y sacando un libro de la biblioteca. En general nadie habla de la biblioteca de la madre, como si las mujeres no tuvieran biblioteca, ya les va a crecer…
Se trata entonces de un atributo masculino y paternal. Modelo de identificación y objeto de herencia. Un escritor es aquel que jamás pudo salir de la biblioteca de su padre. Leonor Acevedo de Borges lo ayudó a Georgy a escribir, pero él estaba orgulloso de lo que leyó en la biblioteca de su padre.
A Bernard Pivot en su famoso programa de entrevistas a escritores le dijo: “Mi padre quería ser escritor, pero no pudo; entonces me hizo heredar ese destino que él no alcanzó. Lo hizo a propósito, y yo me eduqué en la biblioteca de mi padre. Lo que aprendí en otros lugares no es importante”.
Y agrega: “Si tuviera que señalar el acontecimiento capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo.”
Destaco en esa frase a la biblioteca como un acontecimiento. Como un nacimiento. Así se construye entonces la novela familiar del escritor.
Guillermo Saccomano, Héctor Tizón, Vladimir Nabokov, el Nobel Ohran Pamuk entre tantos otros no dejaron de recordar sus acontecimientos en las bibliotecas de sus padres.
Finalmente digo: La literatura para un psicoanalista es una deuda, es la lista de los libros, de los autores que todavía no leímos y que apenas tengamos un tiempo libre, creemos ilusos, vamos a leer. No es tanto lo que ya leímos, sino lo que aún no leímos. Y como nunca leeremos todo lo que querríamos leer, la literatura es ese resto irreductible, que cual horizonte, nunca dejará de retroceder.
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