Una de las primeras apariciones del amor, en el sentido estricto de la palabra, es el cuento de Eros y Psique que inserta Apuleyo en uno de los libros más entretenidos de la Antigüedad grecorromana: El asno de oro (o Las metamorfosis). Eros, divinidad cruel y cuyas flechas no respetan ni a su madre ni al mismo Zeus, se enamora de una mortal, Psique. Es una historia, dice Pierre Grimal, “directamente inspirada por el Fedro, de Platón: el alma individual (Psique), imagen fiel del alma universal (Venus), se eleva progresivamente, gracias al amor (Eros), de la condición mortal a la inmortalidad divina”. La presencia del alma en una historia de amor es, en efecto, un eco platónico y lo mismo debo decir de la búsqueda de la inmortalidad, conseguida por Psique al unirse con una divinidad.
De todos modos, se trata de una inesperada transformación del platonismo: la historia es un cuento de amor realista (incluso hay una suegra cruel: Venus), no el relato de una aventura filosófica solitaria. No sé si los que se han ocupado de este asunto hayan reparado en lo que, para mí, es la gran y verdadera novedad del cuento: Eros, un dios, se enamora de una muchacha que es la personificación del alma, Psique. Subrayo, en primer término, que el amor es mutuo y correspondido: ninguno de los dos amantes es un objeto de contemplación para el otro; tampoco son gradas en la escala de la contemplación. Eros quiere a Psique y Psique a Eros; por esto, muy prosaicamente, terminan por casarse.
Son innumerables las historias de dioses enamorados de mortales pero en ninguno de esos amores, invariablemente sensuales, figura la atracción por el alma de la persona amada. El cuento de Apuleyo anuncia una visión del amor destinada a cambiar, mil años después, la historia espiritual de Occidente. Otro portento: Apuleyo fue un iniciado en los misterios de Isis y su novela termina con la aparición de la diosa y la redención de Lucio, que había sido transformado en asno para castigarlo por su impía curiosidad. La transgresión, el castigo y la redención son elementos constitutivos de la concepción occidental del amor. Es el tema de Goethe en el Segundo Fausto, el de Wagner en Tristán e Isolda y el de Aurelia de Nerval.
En el cuento de Apuleyo, la joven Psique, castigada por su curiosidad – o sea: por ser la esclava y no la dueña de su deseo -, tiene que descender al palacio subterráneo de Plutón y Proserpina, reino de los muertos paro también de las raíces y los gérmenes: promesa de resurrección. Pasada la prueba, Psique vuelve a la luz y recobra a su amante: Eros el invisible al fin se manifiesta.
Tenemos otro texto que termina también con un regreso y que puede leerse como la contrapartida de la peregrinación de Psique. Me refiero a las últimas páginas del Ulises de Joyce. Después de vagabundear por la ciudad, los dos personajes, Bloom y Stephen, regresan a la casa de Ulises-Bloom. O sea: Ítaca, donde los espera Penélope-Molly. La mujer de Bloom es todas las mujeres o, más bien, es la mujer: la fuente perennal, el gran sexo, la montaña madre, nuestro comienzo y nuestro fin. Al ver a Stephen, joven poeta, Molly decide que pronto será su amante. Molly no solo es Penélope sino Venus pero, sin la poesía y sus poderes de consagración, no es ni mujer ni diosa. Aunque Molly es una ignorante, sabe que ella no es nada sin el lenguaje, sin las metáforas sublimes o idiotas del deseo.
Por esto se adorna con piropos, canciones y tonadas a la moda como si fuesen collares, aretes y pulseras. La poesía, la más alta y la más baja, es su espejo: al ver su imagen, se adentra en ella, se abisma en su ser y se convierte en un manantial.
Los espejos y su doble: las fuentes, aparecen en la historia de la poesía erótica como emblemas de caída y de resurrección….
(*) Del libro de Octavio Paz, La llama doble (Amor y erotismo), Galaxia Gutenberg, 1997 Barcelona.
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