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Cultura del consumo y subjetividad adictiva
Por Bárbara Goldestein
 
 
 
Pieter Brueghel, La parábola de los ciegos (1568)
Pieter Brueghel, La parábola de los ciegos (1568)
Imagen obtenida de: https://fragmentsdevida.wordpress.com/2012/05/30/
la-parabola-de-los-ciegos-brueghel-1568/
Todos para fútbol
Por Eduardo Müller
Psicoanalista
edumul@sinectis.com.ar
 

Un chico de ocho años, apasionado del futbol y habilidoso en su juego, después de ver un programa deportivo por televisión anuncia a sus padres en la cena familiar: "no voy a jugar más a la pelota". Interrogado por los azorados padres, responde "no quiero que me vendan".

Detrás de este tierno temor se esconde una oscura verdad, que sólo el niño ve ante la miopía de los padres. En pleno siglo XXI se prolonga el tráfico de seres humanos. Hay un mercado obsceno de esclavos de lujo. Los jugadores de la selección argentina tienen (un alto) precio. La selección en total vale 800 millones de euros. Lionel Messi "vale" 120 millones, Ángel Di María 60 millones igual que el "Kun" Agüero. Y tienen dueños; son los que los compran o venden. A los intermediarios del mercado se les llama "representantes". Algunos jugadores hablan de sí como mercaderías: en tercera persona o mencionando sus nombres como lo que son: marcas. Marcas de esa mercadería que ellos mismos son. Frecuentemente se escucha decir "estoy esperando que se defina mi situación". Su traducción exacta es: "un comprador y un vendedor me están negociando, todavía no sé quién será mi nuevo dueño". Podrá ser un jeque árabe, un fondo de inversión, una sociedad anónima, un magnate de la televisión. Cuando se dice que un jugador es “libre” es por tener su pase en sus manos. Es él mismo el que se negocia. Para volverse a colocar. Tiene la efímera libertad de venderse a sí mismo. Europa aparece en el horizonte de los jugadores argentinos como el comprador soñado. Chicos que no han cumplido su mayoría de edad son vendidos por sociedades entre los clubes y sus padres a países que no saben ubicar en un mapa. Y jugadores mayores, en el fin de su carrera intentan terminarla en destinos opulentos (como los reinos del golfo pérsico) para “hacer una diferencia que les asegure un futuro”. Hacer la diferencia es volverse rico, claro.

Diego Maradona, el mejor jugador del mundo, tuvo una dramática relación con drogas.  El 26 de abril de 1991 fue detenido por una causa por tenencia. En el mundial de 1994, en un "antidoping" (como se llama los análisis para detectar consumo de drogas) salió "positivo" y fue echado del mundial y castigado con 15 meses de suspensión. No era cocaína sino efedrina.

En esa época, ante la abstinencia obligada de mi consumo de Maradona escribí una nota en un diario. Dije que la relación entre Maradona y la droga no es el drama de un hombre que se droga, sino el de un hombre que es droga. El drama de un hombre convertido en una droga de consumo masivo, mundial. Todos los argentinos nos hemos dado con Maradona, esa droga feliz que nos hizo volar y viajar por todo el mundo, desde La Paternal hasta Nápoles. Nos dimos con él, nos volvimos adictos insaciables, reclamamos cada vez dosis mayores. Si tenía el tobillo destrozado no importaba, que juegue igual, que nos haga felices, ganadores, campeones.

Desde niño, niño villero, Dieguito comenzó a jugar en "Cebollitas". A los 16 años debutó en Argentinos Juniors. Los mercaderes de cebollas pusieron sus ambiciosos ojos en él. Así fue que siempre hubo alguna organización o empresa que traficó con él. Maradona se transformó en mercadería, en merca. Y cuando pudo liberarse un poco de sus amos, se hizo socio. Fue amo y esclavo, dueño y producto. Encarnó un lugar imposible, insostenible. Consumido comenzó a consumir. Es que para un sujeto devenido droga, drogarse es a veces un intento desesperado para escapar de ese lugar mortífero de ser objeto de goce de otros. De buscar una migaja de placer propio en ese mar de alienación. Es así que estos dos mercados, el de las drogas humanas y el de las drogas-drogas, mezclados y confundidos, representan groseramente a todos los mercados. Llevan hasta la exasperación y la más obscena transparencia al libre imperio de las leyes de la economía de mercado. Una economía donde los desocupados son mercadería sobrante, los jubilados mercadería vencida, los trabajadores mercadería barata y las minorías (sexuales o migrantes) mercadería en mal estado.

Con el concepto de Marx de fetichismo de la mercancía, se ve que la producción no produce un objeto para el sujeto, sino un sujeto para el objeto. Esta perversa inversión se potencia cuando un mismo sujeto-objeto se encarna en una persona. Un consumidor consumido por el consumo. Un consumo que consume consumidores. Así como Roland Barthes decía que el escribir es intransitivo, el consumo también lo es. Se consume consumo. Ir al shopping como actividad, no es ir a comprar algo determinado. Es ir a consumir por consumir. Y a ser consumido por el shopping.

El dinero, el sexo, la televisión, el arte, la medicina, etc.; en el súper mercado libre todo se volvió opio.

Tal vez el capitalismo tardío invirtió la famosa frase de Marx: hoy el opio es la religión de los pueblos.

¡Vamos Messi todavía!


 
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