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Dorothea Lange (de su obra La gran Depresión)
Dorothea Lange (de su obra La gran Depresión)
Imagen obtenida de: http://www.taringa.net/posts/arte/8767347/Fotografia-
Dorothea-Lange-El-reflejo-de-una-epoca-Edit.html
Hacia una racionalidad sustractiva o los límites ontológicos del pensar en las sombras
Por Julián Fava y Luciana Tixi
fava.julian@gmail.com
lucianatixi@fibertel.com.ar
 

La obra de Blanchot resulta difícil de clasificar. No sólo porque ella está heterogéneamente compuesta por textos de ficción, de crítica literaria, ensayos filosóficos, o textos fragmentarios que se sustraen a cualquier clasificación, sino también por el discurso mismo que ella comporta. Las fórmulas paradójicas, los conceptos que escapan a la aprehensión, que no se dejan comprender, desestabilizando la razón y el pensar sistemáticos, abundan en sus textos. Sin embargo, podemos inscribir la obra de Blanchot dentro de un contexto filosófico o, por lo menos, de contestación o cuestionamiento de la filosofía.

En El diálogo inconcluso dice Blanchot que la filosofía es conocimiento de lo no conocido, relación con lo incógnito. Esta relación tradicionalmente se ha traducido en una apropiación del objeto por parte del sujeto, en una reducción de lo Otro a lo mismo. Ya sea la confusión extática, la participación mística, la apropiación o la comprensión, todos estos modos de relación implican un traer a la luz lo oscuro de las sombras. La filosofía ha tendido a reducir el pensamiento a la razón, cuya función es la representación. La razón opera delimitando el sentido, su lenguaje es siempre significativo. Sólo si se circunscribe y se acota el sentido se puede conocer, sólo así se accede a la verdad, que es absoluta. Si desde la antigüedad la filosofía ha trabajado para la claridad, es quizás en la modernidad que ella asume con más fuerza su gesto de apropiación violenta: todo debe ser plausible de ser ‘representado’ por el sujeto. El hombre, portador de la razón, tiene el poder de ‘comprender’ todo, de aprehender la verdad, aprehensión que reside en la reducción de lo desconocido a lo mismo, a lo familiar, en la reducción de la diversidad a lo Uno.

Frente a estos modos de relación que implican una apropiación de lo extraño, una asimilación a lo conocido, la propuesta blanchotiana parece ser la de dar lugar a una relación que permitiera “la experiencia de lo oscuro donde lo oscuro se diera dentro de su oscuridad” [1]. Blanchot se pregunta cuál sería “el pensamiento que no se dejaría pensar como poder y comprensión apropiadora para terminar afirmando que ‘la imposibilidad era la pasión del Exterior en sí” [2]. Este pensamiento, respondemos –sabiendo que toda respuesta no debe nunca ser terminante, más bien siempre abre el espacio para un preguntar más amplio- es el que autoriza la escritura. Ésta, en tanto dedicada a sí misma, señala una forma anónima de estar en relación que subvierte las certezas y verdades del pensamiento, poniendo en cuestión la pretendida homogeneidad de la racionalidad (moderna).

La filosofía, dice Blanchot, es una manera de interrogar que no permite que haya respuesta a todo. En la medida en que ésta se piensa como un modo de expresión que se opone a toda habla cierta, a toda verdad sustancial, a toda habla fundada, en definitiva, en una relación de poder, la filosofía coincide con la poesía y la literatura. De hecho ellas salen en su ayuda cuando, por el lenguaje que les es propio, dejan presentir un modo de relación con lo ajeno: “¿Cómo podría él [el pensamiento] tener nunca relación con lo que le sería definitivamente ajeno? Esa relación, en la no relación, sin embargo existe. Nos lo hace presentir el lenguaje del arte. De eso con lo que no tenemos relación hay habla. Lo que no podemos expresar, he ahí lo que se afirma. El tajo de la afirmación es el habla poética. La poesía es afirmación de lo que no puede expresarse, pura afirmación que precede a su sentido (…) La poesía es encuentro, en el lenguaje, de lo que es ajeno…” [3]

De allí el vínculo que Blanchot establece entre filosofía y literatura, o escritura: para salir de la racionalidad que tiende a apropiarse de lo desconocido, a someterse al dominio de lo mismo, a unificar la diversidad según un sistema de valores, es necesario que el pensamiento se abisme en la falta de centro, en el exterior hacia el que impulsa la escritura.  
 
Asociado a la literatura, el pensamiento no es pretensión de alcanzar un centro que lo sostuviera. El pensamiento es su experiencia, pero no se trata de alcanzar su punto central, puesto que éste no puede encontrarse nunca, así como tampoco se lo puede aislar a través de imágenes o conceptos ingeniosos. Más bien la experiencia del pensamiento se asimila al movimiento errático por el que se busca la unidad, pero que al mismo tiempo revela su imposibilidad.

La literatura, tal como es entendida por Blanchot, está asociada a un uso del lenguaje que no obedece al orden de la significatividad, más bien responde al orden de lo que el habla cotidiana, significativa, tiende a ocultar: el movimiento infinito del decir. Este uso del lenguaje, como fuerza anónima, como murmullo impersonal, también parece impregnar la obra del mismo Blanchot. De hecho, en ella abundan las fórmulas paradójicas que, rebasando la significación, arrojan al lector a un espacio donde reina la inestabilidad, donde parece imposible asirse a un centro que cumpliendo el rol de sentido primordial permitiese ‘comprender’ definitivamente lo que se dice. El lector de Blanchot experimenta la desazón de quedar arrojado al movimiento infinito del decir, a la relación infinita con lo desconocido.

Por detrás de semejante forma de comprender la filosofía lo que hay es una recusación de la ontología. Un pensamiento que no se aferra a nada más que al errar interminable que define su movimiento, lo que niega es la existencia de alguna verdad fundamental que le diera autoridad para afirmar un orden en su nombre. De allí que el discurso filosófico sea “sin derecho”: su ilegitimidad proviene de que lo que allí en definitiva se presenta, es lo que se sustrae al dominio de la verdad, lo que no se subsume bajo los conceptos del filósofo. En “El ‘discurso filosófico’ ”, dice Blanchot,  el filósofo es “hombre de una doble habla”: por un lado, está lo que dice, lo que prolonga el discurso, “pero detrás de lo que dice, hay algo que le retira la palabra, ese dis-curso precisamente sin derecho…” [4]. Este habla de ruptura, que subtiende el habla significativa del filósofo, es la más trasgresora, la más “cercana al Afuera intransgredible”, que revela su falta de fundamento, de garantías, y en última instancia su insolencia. De allí que el filósofo deba ir más allá del habla y tenerla en suspenso, y por este gesto mismo arriesgarse al abismo: “hacer sitio a esta habla distinta, habla aterradora (…) habla que en cualquier caso no nos hace la vida fácil y con la cual no se puede quizás vivir”.

Esta habla que el filósofo debe mantener en suspenso, se relaciona con la escritura. “Hablar no es ver” dice Blanchot en El Diálogo inconcluso, haciendo referencia a la relación que abre el habla, que no es una relación inmediata, una relación de luz, sino más bien una relación de corte. La tradición occidental se ha sometido, en su aproximación a las cosas, a una exigencia óptica. “Ver es captar inmediatamente a distancia…y por la distancia…En este sentido, también, ver es hacer la experiencia de lo continuo, y celebrar el sol, es decir, más allá del sol: lo Uno.” [5]

El habla, en cambio, cuando está asociada a la escritura plantea otro tipo de relación, que no sería el de la velación-revelación, sino el de la fascinación. Este habla es habla del desvío, ella arroja fuera del espacio de lo visible-invisible, ‘corta’ toda significación, para dejar que surja fuera del lenguaje el movimiento de la escritura bajo el atractivo del Afuera. La escritura, en su opacidad, muestra el exterior. En ella se muestra lo que se disimula: la disimulación misma. Así comprendida el movimiento de la escritura no busca un origen, ni un metalenguaje, que permitirían dar anclaje y sentido a lo que a través de ella se muestra. Así, el pensamiento marcado por la escritura se aleja de la hermenéutica y también de las filosofías estructuralistas y del lenguaje. Se trata más bien de un pensamiento que se da como movimiento errático que resiste a cualquier principio unificador.

El filósofo, el hombre de búsqueda, queda así atrapado en dos planos de la palabra: el del interior al significado y el del exterior de la comunicación [6]. Así, Blanchot distingue cuatro posibilidades formales que encuentra el filósofo, según las relaciones de significación que tomen las palabras en su discurso: enseñar, ser hombre de ciencia, ser hombre de praxis, esto es asociar su búsqueda a una afirmación política, o bien escribir. Ahora bien, dice Blanchot que en el discurso del filósofo la comunicación se interrumpe en la medida en que lo que él porta se sustrae al concepto. De allí que la comunicación quede distorsionada y el alumno o lector sean imbricados en un diálogo inconcluso, a la espera de un saber que no termina nunca de llegar. La relación de infinitud propia de la filosofía, ha quedado disimulada detrás de la institucionalización de la relación maestro-discípulo, que ha constituido un universo de conceptos objetivables, limitando la comunicación. La relación de infinitud sobre la que insiste Blanchot impide, en cambio, que la comunicación llegue a puerto; ella hace que la conversación sea interminable. En este sentido es que la filosofía se encamina hacia una unidad que no termina nunca de alcanzar, no sólo porque el sentido, inexpresable, se disperse sin condición, sino también porque falta un orden regulativo que permitiera suponer una instancia unificadora de sentido. Es el hombre que escribe quien mejor revela la relación de infinitud. De allí que la filosofía quede ligada al texto literario. Dice Blanchot en “El ‘discurso filosófico’ ”, que la filosofía exige el borrado de quien la sostiene, o al menos un cambio en la posición del sujeto filosófico. El filósofo resulta así cercano a la figura del escritor, en tanto ellos “no pueden ser nombrados”.

La escritura, tal como es pensada por Blanchot, es esta experiencia por la que, más que afirmarse, se yerra en torno a un centro inalcanzable, siempre en desplazamiento. Quien escribe se entrega negligentemente a la fuerza anónima de la escritura: el escritor desaparece como sujeto, o mejor, deviene sujeto de la escritura, resultado del texto. La escritura, en este sentido es exilio: ella se vincula con la errancia y con la ‘pasión del exterior’, por la que, más que recogimiento, lo que hay es dispersión.

En este sentido, la escritura no autoriza una lectura hermenéutica que pusiera en relación lo escrito con un sujeto previo que a través de la escritura se expresara. Más bien, ella implica la construcción de un sujeto en la textualidad misma: de allí que la escritura quede vinculada a la biografía. Si el escritor, en tanto sujeto, es efecto de la escritura, la biografía será el movimiento de esta construcción; movimiento marcado por la desapropiación y el abandono del sujeto (en su acepción moderna). La experiencia de la escritura es la de un pasaje (o una transformación) del yo al ‘él’, al impersonal, de una pérdida de sí, para dejar que hable el lenguaje que porta la ausencia, la muerte. Por la escritura la identidad se disipa, dando lugar a lo ajeno. La escritura destituye justamente de toda pretensión de un lenguaje auténtico, abriendo así un espacio, el espacio literario, donde el lenguaje rompe con la significatividad y se acerca al silencio, se transforma en un lenguaje que ya no dice propiamente nada, sólo se queda en el movimiento interminable del decir. Dice Lévinas comentando a Blanchot que escribir es “cortar el lazo que une la palabra a mí mismo”, es “hacer eco de lo que no puede cesar de hablar”. [7]

Bajo esta concepción de la escritura, y del pensamiento relacionado con ella, lo que hay es una concepción del ser como lo impensable, como lo extraño que resiste a cualquier reducción. En este sentido, el planteo blanchotiano es cercano a la idea heideggeriana del acontecimiento como aquello que escapa a la razón representativa que ordena y clasifica lo real. En efecto, Blanchot se acerca a Heidegger respecto de la crítica de la reducción del decir a la ratio. Pero inmediatamente se aleja: si bien el ser no es asimilado por Heidegger a una realidad trascendental en relación a la cual la verdad y el lenguaje tendrían valor representativo, sin embargo queda asociado a la idea de estancia. Para Blanchot en cambio, más que estancia, el ser es errancia, es dispersión, y esto es lo que pone de manifiesto la literatura, donde el lenguaje, retirado del mundo, más allá de toda significación y de toda utilidad, se muestra como el murmullo interminable. Esta errancia es también la que atraviesa a quien se someta a la experiencia de la escritura. Quien escribe se condena al exilio, es retirado del mundo. En este sentido la escritura queda vinculada a la noción batailleana de gasto: lejos de las prácticas del mundo profano, del mundo del trabajo, donde cada individualidad se mantiene idéntica a condición de conservarse en sus límites, la experiencia escrituraria, como la risa, el erotismo y la muerte, pone a la singularidad fuera de sí, la expone al afuera inaprensible, haciéndola coincidir con “el reino milagroso del no-saber”. Escribir implica exponerse al afuera, dispersarse en cuanto identidad, perderse dando lugar a la fuerza neutra del lenguaje, que no es otra cosa que lo más extraño.

La propuesta blanchotiana, donde resuenan por un lado los ecos de Ereignis heideggeriano, y por otro, el gesto batailleano que se juega entre la utilidad y el gasto, entre lo profano y lo sagrado, presenta el pensamiento ligado a una práctica que lo lleva a sus límites. La escritura habilita un modo de pensar extraño al pensamiento representativo, extraño también a cualquier forma de totalización y homogeneización, un modo de pensar, en fin que aspira a ser una de las formas que la resistencia asume frente a los modos de sujeción en los que se inscribe la existencia. 




 
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Notas
 
[1] Blanchot, Maurice. El diálogo inconcluso, Monte Ávila editores, Caracas, 1974. p 98.
[2] Idem, p. 100
[3] Idem
[4] Blanchot, Maurice. “El ‘discurso filosófico’”, en Archipiélago, nº 49, noviembre-diciembre 2001, p. 88-92
[5] Idem, p. 65.
[6] Ver Avilés, Juan Gregorio. “Disrupciones en el discurso filosófico: el espacio literario” en Revista Anthropos, nº 192-193, julio-diciembre 2001, p. 78-83
[7]Lévinas, Emmanuel.  Sobre Maurice Blanchot, Editorial Trotta, España, 2000. p. 36.
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