17 Y dijo al hombre: "Porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí, maldito sea el suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida.
18 Él te producirá cardos y espinas y comerás la hierba del campo.
19 Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!".
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Genesis 3
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“Por otro lado, me parecía importante formular una programa de futuro que no se limitara a un puñado de medidillas, sino que pudiera entusiasmarnos, hacernos soñar, movilizarnos. ¿O es que acaso esta renta incondicional no era interpretable como un camino capitalista hacia el comunismo, entendido éste como una sociedad que pueda escribir en sus banderas ‘de cada cual (voluntariamente) según sus capacidades, a cada cual (incondicionalmente) según sus necesidades’?”
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Philippe Van Parijs |
Freud y la maldición judeocristiana
Cuando Freud examina la relación de los seres humanos con la cultura -dentro de la que incluye la institución del trabajo- dice: “(…) la cultura es algo impuesto a una mayoría recalcitrante por una minoría que ha sabido apropiarse de los medios de poder y de compulsión” [1]. No cree que este rasgo sea esencial a la cultura, sostiene que está condicionado por las formas imperfectas de su desarrollo. Sin embargo, también afirma que, al edificarse tanto sobre la renuncia pulsional – al incesto, al canibalismo y al gusto de matar- como sobre la compulsión al trabajo, las tendencias destructivas y antisociales la acechan siempre. En este punto, Freud descree de la posibilidad de mejoras futuras.
Destaca, en este sentido, la rebeldía que se produce cuando la cultura satisface a un número de sus miembros mediante la opresión de la mayoría, la que trabaja sin tener más que una escasa participación en los beneficios que produce. “Huelga decir que”, dice Freud, “una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera ni lo merece”. [2]
Este es el marco en el cual Freud ubica lo que denomina “aversión” de la masa al trabajo. No tiene pruebas, dice, de que el experimento soviético de cambio -incipiente en ese momento- logre resultados diferentes. Freud, producto de su época, cree en el poder del Padre, ensaya la idea de hacer descansar el destino de la cultura en conductores de masas que sean individuos arquetípicos, personas de visión superior que, a su vez, se eleven sobre sus propios deseos pulsionales. Pero Freud es escéptico incluso respecto de estas condiciones que imagina, salvo que en el futuro, dice, una educación, desde la primera infancia, en el amor y el respeto por el pensamiento sea la que logre cambios.
Para él, el narcisismo, los ideales, las insignias que favorecen las identificaciones con la cultura son puntos de apoyo para su sostén, contrapeso de los aportes laborales tan desiguales de sus miembros y de las hostilidades que así la amenazan. Las representaciones religiosas, el consuelo que aportan, sus promesas, van en la misma dirección. Recordemos que la obra freudiana transcurre en medio de la Revolución Industrial, con el tinte victoriano de un Superyó que prohíbe y también ordena; enmarca; en resumen: con una visión esperanzadora respecto del futuro de aquellos afortunados que podían cumplir los mandatos de la época. Someterse a la maldición prometía recompensas.
Más adelante, Freud ubica el origen del trabajo, ya no sólo en la compulsión de algunos sobre otros sino en un lazo íntimo con el amor y el erotismo. Así, señala que la compulsión al trabajo se origina en el apremio exterior que llevó al hombre primitivo a descubrir que el trabajo era lo que “podía mejorar su suerte sobre la Tierra” [3]. El otro se transforma, así, en un colaborador con quien era útil vivir en común, trabajar con él y no en su contra. Agrega, también, un segundo ingrediente que refuerza la convivencia humana: “el poder del amor” [4] que mueve al varón a no querer privarse de su objeto sexual y a la mujer a no querer separarse de su hijo.
Cabe retener este origen del trabajo y de la convivencia para pensar de qué modo las sucesivas formas socioculturales y los desarrollos de la economía les dieron destinos diferentes, incluso muy lejanos y hasta opuestos. En esta teorización freudiana el trabajo aparece valorado por el hombre a partir de los frutos que le brinda, así como la colaboración del otro y el establecimiento de la unidad familiar, primera -también- unidad laboral. Los aspectos tanáticos, que no hay que desconocer, resultan atemperados en esta versión. La acumulación primitiva es el origen de los factores para pensar lo que Freud señala como compulsión de la minoría sobre la mayoría.
En relación a la consideración del trabajo, también tenemos que destacar el concepto freudiano de sublimación, único destino pulsional que se cumple sin represión y que, al no conmover nuestra corporeidad, dice Freud, procura ganancias de placer “más finas y superiores” aunque de intensidad amortiguada [5]. Así, respecto de lo que nombra “trabajo profesional ordinario” dice: “Ninguna otra técnica de conducción de la vida liga al individuo tan firmemente a la realidad como la insistencia en el trabajo, que al menos lo inserta en forma segura en un fragmento de la realidad, a saber, la comunidad humana. La posibilidad de desplazar sobre el trabajo profesional y sobre los vínculos humanos que con él se enlazan una considerable medida de componentes libidinosos, narcisistas, agresivos y hasta eróticos le confiere un valor que no le va en zaga a su carácter indispensable para afianzar y justificar la vida en sociedad. La actividad profesional brinda una satisfacción particular cuando ha sido elegida libremente, o sea, cuando permite volver utilizables mediante sublimación inclinaciones existentes, mociones pulsionales proseguidas o reforzadas constitucionalmente.” [6]
Indudablemente, son muchos los beneficios que Freud atribuye a esta actividad humana y no sólo en cuanto a la entrada del hombre primitivo a la cultura sino también en relación con las distribuciones libidinales que preservarían su salud psíquica. Esta visión freudiana transforma en bendición la maldición bíblica sobre el trabajo, aunque quede en el misterio, para Freud, el saber por qué una tal capacidad sublimatoria no sería asequible a todos [7]. Es tal el lugar que Freud otorga al trabajo que amar y producir son para él los datos esenciales para pensar en la curación [8]. Cobra aquí especial importancia la palabra producir en relación con la posibilidad de desligarla del trabajo en tanto alienado y pensarla vinculada al destino pulsional de la sublimación, sea cual sea su accionar y su producto.
¿Qué destino para la maldición?
Podemos recorrer varios de los artículos previos de nuestra Revista [9] para examinar condiciones de época que hacen indispensable el replanteo drástico del lugar del trabajo en la sociedad y, por lo tanto, en la economía libidinal. Para resumir algunos de los rasgos que están extensamente desarrollados en los números citados, podemos nombrar la caída de los ideales, que servían de amparo a la subjetividad; la desnudez del mandato superyoico a un goce ilimitado que apunta al consumo y a las modalidades adictivas; la caricaturización de cualquiera de las figuras representativas del Padre como autoridad que ampara; la desvalorización del amor y de la ternura a favor del narcisismo y del autoerotismo, los efectos arrasadores de la globalización y del reino del mercado y la tecnociencia y -por consiguiente- la puesta en primer plano del desamparo original. El Amo ya no cuida a pesar de explotar; ahora se trata del anonimato de las finanzas, de la globalización del poder del capital que, a pesar de no tener rostro, va y viene por el mundo a su antojo y deja tras de sí consecuencias nefastas para los seres y para el medio ambiente. Basta recordar que los emprendimientos más rentables del capitalismo global son el narcotráfico, la venta de armas para la guerra y la trata de personas.
En este marco, si antes se señalaba que era necesario sufrir para poder gozar -“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”- hoy se impone el deber de gozar incondicionalmente, por fuera de cualquier consideración que incluya el límite, la castración. Asimismo, gozar está significado como consumir, razón por la que se aleja del alcance de mayorías cada vez más abrumadoras. Hay casi treinta millones de desocupados europeos, cinco millones en Argentina, seres desprovistos de todo, desechos de la operación capitalista, desarticulados entre sí, sin futuro inmediato. Los desocupados europeos reciben seguros de desocupación precarios y los nuestros se hunden en la exclusión. Hay ya, en nuestro país, tres generaciones de sujetos desligados del trabajo y, por lo tanto, de sus congéneres, así como de la posibilidad de tramitar impulsos libidinales de modo satisfactorio en este quehacer. Muchos encuentran consuelo en la narcosis de las drogas -otra de las satisfacciones compensatorias al malestar que Freud estudió- y de las sectas, religiosas o de otro orden.
Diversos autores han estudiado las nuevas condiciones del trabajo y, también, las transformaciones posibles para pensar en cambios sociales favorables. En este sentido, me interesa particularmente la visión de Franco Berardi. Este autor ve un camino para el cambio allí justamente donde más oscuro parece el porvenir. Berardi reconoce que el trabajo, tal como lo entendemos, ya no ocupa un lugar privilegiado en la sociedad y dobla la apuesta: nos dice que el trabajo ya no es necesario. Tiene, en este sentido, una visión opuesta a la de otros activistas de izquierda, los que se esfuerzan en defender las fuentes de trabajo. Él propone sabotearlas pues, dice Berardi, hay que subvertir todos los valores de la sociedad capitalista, tomar los poderes que da el trabajo de lo que se conoce como cognitariado y dar un golpe de timón a lo que, de otro modo, lleva a la catástrofe.
Para él, nada hay a defender en la fuente de trabajo y sí en la renta ciudadana o renta básica incondicional, al decir de su ideólogo, el filósofo belga Philippe Van Parijs. Los avances técnicos permiten que el trabajo se realice cada vez con menos participación humana y que los productos, desde los más accesibles hasta incluso las viviendas, tengan menores costos, con lo cual el acceso a ellos debería estar cada vez más facilitado para todos si no fuera por la avidez capitalista. En este sentido, la maldición bíblica es sintónica con la naturalización de la propiedad privada de los medios de producción y con la dependencia del sujeto de su suerte al nacer. La idea de la renta básica incondicional reflota la vieja utopía de que cada uno reciba según sus necesidades y contribuya según sus capacidades. El pan, como símbolo, es un derecho y no una mercancía a ganar.
Dice Berardi: “Porque la política no puede. ¿Qué puede? La inteligencia colectiva, el cerebro colectivo, los cien millones de proletarios cognitivos que viven y trabajan al interior de la Silicon Valley global. Ellos son la fuerza que puede algo ¿Qué puede? Puede sabotear y puede reprogramar. Son las dos acciones que tenemos que hacer en el futuro. Una acción es bloquear y subvertir el proceso de producción capitalista. Sabotear la guerra, sabotear la seguridad imperialista. Pero, además de sabotear, podemos reprogramar la maquina global, reprogramar la distribución de los recursos, reprogramar la distribución de la riqueza, el tiempo de trabajo, la relación entre trabajo y vida cotidiana. Todo eso no es objeto de decisión política. No lo es. Es objeto de programación cognitiva técnica e informática. No se trata de decir: “la sociedad tiene que tomar el poder político”. Se trata de decir: los trabajadores cognitivos, junto a la sociedad entera, naturalmente, pueden y deben sabotear, bloquear y reprogramar la máquina global.” [10]
Berardi marca la catástrofe a la que lleva el capitalismo, el sufrimiento subjetivo propio de los rasgos epocales que señalábamos y que cada vez más, obviamente con características singulares, encontramos en las consultas: “Los efectos de la competencia, de la aceleración continua de los ritmos productivos, repercuten sobre la mente colectiva provocando una excitación patológica que se manifiesta como pánico o bien provocando depresión. La psicopatía (debe entenderse como “patología psíquica”, Nota del E.) está deviniendo una verdadera epidemia en las sociedades de alto desarrollo y, además, el culto a la competencia produce un sentimiento de agresividad generalizado que se manifiesta sobre todo en las nuevas generaciones.”
“Quien no logra seguir el ritmo es dejado de lado, mientras que para quienes buscan correr lo más velozmente posible para pagar su deuda con la sociedad competitiva, la deuda aumenta continuamente. El colapso es inevitable y de hecho un número cada vez más grande de personas cae en depresiones, o bien sufre de ataques de pánico, o bien decide tirarse debajo del tren, o bien asesina a su compañero de banco. (…) La guerra por doquier: éste es el espíritu de nuestro tiempo. Pero esta guerra nace de la aceleración asesina que el capitalismo ha inyectado en nuestra mente.” [11]
Cuando se refiere a la subversión de los valores, dice: “El vacío de la política puede ser rellenado solamente por una práctica de tipo terapéutico, es decir, por una acción de relajación del organismo consciente colectivo. Se debe comunicar a la gente que no hay ninguna necesidad de respetar la ley, que no hay ninguna necesidad de ser productivo, que se puede vivir con menos dinero y con más amistad. Es necesaria una acción de relajamiento generalizado de la sociedad. Y es necesaria una acción psicoterapéutica que permita a las personas sentirse del todo extrañas respecto de la sociedad capitalista, que les permita sentir que la crisis económica puede ser el principio de una liberación, y que la riqueza económica no es en absoluto una vida rica. Más bien, la vida rica consiste en lo contrario: en abandonar la necesidad de tener, de acumular, de controlar.” (…)
“Crear islas de placer, de relajación, de amistad, lugares en los cuales no esté en vigor la ley de la acumulación y del cambio. Esta es la premisa para una nueva política. La felicidad es subversiva cuando deviene un proceso colectivo.” [12]
La maldición en el consultorio
Cuando Bifo habla de acción terapéutica se refiere a una nueva forma de activismo, a un replanteo de los imaginarios y de los lazos sociales. Cuando a nuestra consulta llega alguien que padece y relata sus situaciones laborales, su sufrimiento frente a la arbitrariedad, la inestabilidad que siente ante la precariedad de su fuente de trabajo, etc., nuestro lugar no es el del activista, sin duda, pero somos convocados a alojar y dar un curso a ese padecimiento. Es un cambio de paradigma el que se impone reconocer, aunque este momento sea el de la bisagra: sólo avizoramos una tendencia, un camino en relación con la caída del trabajo como institución, sin que por ello podamos desconocer su presencia y su pregnancia, su función ordenadora hoy.
Encontramos diferencias muy significativas en los sujetos afectados por estos cambios. Desde luego, estamos generalizando, operación de riesgo pero necesaria, de entrada, para abordar un tema y estudiarlo. Por un lado, las diferencias se presentan en relación con las extracciones de clase. Hay sectores que sufren los vaivenes laborales sin sentirse amenazados por la exclusión. Tienen recursos, económicos y culturales, para afrontar cambios, por más drásticos que éstos sean. Otros, menos favorecidos, encuentran que toda su vida pende de un hilo ante la inestabilidad laboral porque saben que si pierden el trabajo no cuentan con medios para sobrevivir dentro del sistema. Estas referencias de clase se cruzan, además, con los datos etarios y de género.
Los sujetos mayores sienten como más peligroso el cambio en general y sobre todo el cambio en áreas laborales, incluso cuando, por su preparación, puedan reacomodarse. Aún pesan los discursos -“El trabajo dignifica”; “El trabajo es salud”, por ejemplo- que hacían del trabajo el eje de la vida, trabajo a transcurrir en el mismo sitio, al modo de una carrera, como una insignia que se vinculaba al honor personal y se premiaba y valoraba como tal.
Asimismo, encontramos diferencias que se juegan en el género. Los hombres han sido, tradicionalmente, los depositarios del rol de proveer. El trabajo es parte fundante de su identidad masculina, su sostén fálico. Cuando vacila esa identificación, se conmueve todo el sistema identitario. Las mujeres tienen, por estructura, mayor vecindad con la fragilidad: los vaivenes identificatorios -el cuerpo como falo, pero también el niño y, ¿por qué no?, los logros laborales- las identificaciones múltiples que coexisten. Este rasgo favorece su posibilidad de encarar mejor los golpes del desempleo. Salvo cuando son, a su vez, el único sostén de la familia.
La cara virtuosa de los cambios epocales es que afectan de otro modo a los más jóvenes, sobre todo a los que se han formado, o sea a los de clase media, media alta y alta. Este grupo etario descubre que el trabajo no tiene por qué ser una maldición. No están dispuestos a sostener lugares perdidosos o de sometimiento innecesario y se arriesgan a buscar caminos personales más placenteros, de menor dependencia. Ya que todo es igualmente riesgoso e inestable al menos quieren evitar el sufrimiento. La inestabilidad se vuelve aventura, el riesgo desafío. Hay en marcha una destitución de imaginarios socialmente establecidos y estos sujetos son tomados por otros, más permisivos. Se da una ligazón reiterada en estos jóvenes entre trabajo y placer. En varios sitios hemos incluido otros efectos, dañinos, que también se producen sobre los jóvenes a partir de los cambios de época y no los retomaremos aquí. [13]
Es importante estar atento a las nuevas representaciones que surgen en relación tanto con el trabajo como institución como con el lugar del sujeto mismo en esas nuevas condiciones. Así, se puede enmarcar la escucha en ese cruce entre sector de clase, género y grupo etario, además de habérnoslas -desde luego- con las singulares coordenadas subjetivas de cada quién.
Cuando las condiciones - edad y formación o pertenencia de clase - llevan al sujeto a sentir que depende absolutamente del trabajo, que su inserción en el sistema no está en absoluto en sus manos, el sufrimiento es notable. Los recursos personales desaparecen en esta depositación masiva que hace del proveedor de trabajo el dueño de su destino. Creo que estos son impedimentos a cuestionar, a destituir en lo posible, para permitir a estos sujetos el encuentro con sus íntimos obstáculos y posibilidades. A veces, y no pocas, estos movimientos de vacilación de los imaginarios rígidamente instituidos permiten un cambio en la posición fantasmática y un encuentro con capacidades ignoradas que pueden ligar de otro modo al trabajo con el placer. No se trata de forzar hacia la sublimación –operación contra la que la Freud nos prevenía- sino de levantar obstáculos para su despliegue.
Asimismo, nuestra escucha e intervención puede hacer una barrera al aislamiento en que estos sujetos suelen caer, alentar el mantenimiento de lazos libidinales incluso con intervenciones sobre los otros significativos. La gente que vive en barrios de clase media baja, por ejemplo, tiene mejores oportunidades de juntarse con otros, de formar lazos laborales horizontales, independientemente de los resultados económicos precarios que obtengan. Recordemos, en este sentido, las dificultades que atraviesan tanto las cooperativas como las fábricas recuperadas, verdaderas islas en medio de la máquina del capital. Tienen que vérselas tanto con la agresión del sistema como con la autoexplotación y el trabajo a destajo para sobrevivir. Sin embargo, también es notable la función terapéutica de los lazos que se crean y se fortalecen también en medio de la adversidad. [14]
No podemos desconocer que la mayoría de los afectados por esta descomposición de la institución del trabajo no llega a la consulta, que la narcosis sigue siendo uno de los refugios ante la exclusión que sucede a la desocupación, que el aumento de su incidencia y el descenso de las edades de comienzo señalan fenómenos de desintegración social de difícil retorno sobre los que no nos es dado intervenir directamente. Esta época de bisagra, de agonía de lo viejo cuando lo nuevo no logra definirse, es quizás la más devastadora para las subjetividades afectadas, que se transforman en desecho de la operación.
Más allá de los obstáculos que se interponen para que la institución trabajo, tal como la hemos conocido, pueda ser definitivamente enterrada; más allá de lo difícil e incierto que es que el capitalismo mismo pierda la naturalización en la que está inmerso, se me hace claro que, al tener como telón de fondo una nueva concepción del trabajo -incluso como innecesario-, puedo operar con mayor libertad, al relativizar el peso de las significaciones que agonizan. [15]
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