La
relación homosexualidad - heterosexualidad en la
antigua Grecia presenta una diferencia radical respecto
de la que tiene en nuestra sociedad actual. En Grecia
la homosexualidad, lejos de estar condenada o marginada,
era una práctica de los medios civiles más
selectos. Los motivos de esta valoración deben
buscarse en el simbolismo de la sociedad helénica,
y particularmente en sus mitos.
Efectivamente, los referentes a la pederastia son muy
numerosos, y se multiplicaron con la generalización
de la homosexualidad fuera de sus marcos institucionales
originales. El estudio de los más antiguos de entre
estos mitos revela, de modo general, una estructura que
muestra el sentido de esta institución original:
el hombre sexualmente activo, llamado el
erasta, que siempre es un
maestro, divino o heroico se liga con un hombre joven
sexualmente pasivo, el erómeno,
que es siempre un adolescente impúber. Su sujeción
sexual termina, precisamente, con la aparición
de la pubertad y la aptitud para el matrimonio. Así
pues, en la sociedad griega la homosexualidad tiene un
origen iniciático cuya prehistoria puede discernirse
en las prácticas y concepciones de las pruebas
de iniciación de los jóvenes en los pueblos
indoeuropeos primitivos. Dejando
de lado el juicio de valor, y yendo más allá
de una Atenas ya bastante moderna, nos trasladamos al
mundo de Creta y de Lacedonia, donde el amor, o al menos
la utilización sexual de los muchachos jóvenes,
se descubre como algo institucionalizado en forma de
mecanismo social y cultural necesario con una finalidad
y una ideología justificadoras. Ese mecanismo
se opone al estatuto de los homosexuales en sociedades,
como la nuestra, de tradición cristiana: en aquellas
sociedades la homosexualidad, lejos de originar una
minoría caracterizada socialmente en cuanto tal,
y de un modo u otro marginada, es vivida como alternativa
normal a la heterosexualidad; inclusive, los mismos
hombres son sucesivamente erómenos y posteriormente
erastas y/o casados. La relación homosexual es
un juego, sin importar quién pueda entregarse
a ella, por lo menos en el grupo de los “machos”
dominantes, y son precisamente los mejores y los más
poderosos representantes de la sociedad quienes se entregan
a ella.
No dejan de ser llamativas las similitudes entre las
costumbres de los dorios y las de los papúes:
en ambos casos se constatan idénticos desarrollos:
los jefes se rodean de varios erómenos y algunos
hombres se aficionan a la pederastia en medida suficiente
para descuidar a sus mujeres; sería audaz suponer
que en estos últimos casos se trate de “verdaderos”
homosexuales en el sentido occidental del término,
a no ser que apliquemos a sociedades distintas de la
nuestra conceptos elaborados en el ambiente de la civilización
occidental del siglo XX.
Obsérvese también que los tiempos de iniciación
oscilan entre una vaga duración de uno o varios
años y el período delimitado de reclusión
de dos meses. Otro aspecto interesante es la exclusividad
de la pareja homosexual, las rivalidades entre machos
adultos, los celos, los lazos muy fuertes que en caso
de fallecimiento llevan a una violenta desesperación.
Asimismo, se destaca la cuestión sobre “los
regalos del amante cretense”, los tres
regalos obligatorios en el momento en que el erasta
vuelve a poner en circulación, por así
decirlo, a su erómeno.
Tanto en la isla doria como en el Peloponeso, esta práctica
queda comprendida en el marco indoeuropeo de las tres
funciones, que domina también la constitución
política. Desde luego, no podemos concluir de
ello que dicha práctica, en su forma conocida,
sea herencia directa de los indoeuropeos, sino solamente
que es muy antigua, puesto que ya muy tempranamente
este marco deja de ser en tierras griegas un yugo ideológico.
Es, desde el punto de vista griego, prehistórico.
Y esta constatación permite plantear en toda
su amplitud el problema enunciado en la siguiente pregunta:
¿en qué medida los numerosísimos
mitos pederastas que se observan o, en las épocas
tempranas, se adivinan por toda Grecia, son portadores
de la huella de la ideología que no se atestigua
como institución viva más que entre los
últimos llegados a Grecia, los dorios? El investigador
Bernard Sergent, responde que, en gran medida, se trata
de ritos de iniciación
que comportan los mismos momentos culminantes
que los mecanismos dorios: rapto y desaparición
del erómeno, vida en el campo o al menos apartada
(en la que la caza tiene un rol importante), al servicio
del erasta hasta llegar a un cambio de estatuto del
erómeno, sea por su entrada en la sociedad de
los adultos, sea, de modo figurado, por el pasaje al
otro mundo, el de los dioses.
La palabra clave de este artículo,
hay que repetirlo, es ‘iniciación’,
es decir, un ritual que asegura un feliz pasaje de una
clase de edad más “tierna” a la siguiente,
más viril, con la ayuda, pero también
para el placer, de integrantes de la segunda.
Los enlaces entre adultos constituyen otro tema: tal
es el caso, en la práctica, del batallón
tebano y, en la epopeya la Iliada
(Homero), de Aquiles y Patroclo.
Los trabajos etnológicos efectuados en el último
siglo muestran la frecuencia de una institución
iniciática opuesta
a las concepciones dominantes hoy día en la civilización
occidental: la existencia de una relación homosexual
socialmente obligatoria entre maestro o iniciador y
los candidatos a la iniciación.
La problemática dominante de nuestra cultura
plantea la relación homosexualidad –heterosexualidad
como oposición, una diferencia de comportamiento
procedente de la oposición minoría–
mayoría, en el peor de los casos con una condena
moral de la minoría, siguiendo la temática
“vicio, enfermedad, anormalidad/normalidad “,
y en el mejor de los casos con un reconocimiento del
derecho a la diferencia, a medio camino, en términos
médicos, al considerar que la minoría
es objeto de una desviación psicológica.
En cualquier caso está claro que, exceptuando
las consecuencias de situaciones particulares –guerra,
acuartelamiento- , la oposición homosexualidad
– heterosexualidad se basa en una elección
individual discriminante que nos clasifica en una u
otra de las categorías. Así, Freud, en
‘Tres Ensayos de Teoría Sexual’,
señala que, tras un período de duda y
de indeterminación en lo referente a la elección
del objeto sexual en la época de la pubertad,
todo individuo acaba orientándose definitivamente
hacia la vía heterosexual o hacia la vía
homosexual.
Esta criteriología es constrictiva, marca profundamente
las mentalidades; y una categoría que perfila
ambas posibilidades, la de los bisexuales, es clasificada
a priori en la minoría desviada, puesto que incluye
precisamente, y por definición, comportamientos
homosexuales.
Lo que choca a nuestros contemporáneos en las
costumbres que acabo de describir es tanto la ausencia
de tal separación como una agrupación
de nociones radicalmente diferentes: son muchos los
pueblos en los que la atracción sexual y los
comportamientos sexuales no se dividen entre lo que
es “homo” y lo que es “hetero”.
La atracción por un sexo en modo alguno excluye
en una misma persona la atracción por el otro,
de modo que una imagen básica de la cultura occidental,
la de la virilidad, es objeto de una mentira: lejos
de identificar virilidad y exclusividad heterosexual,
como hace nuestra propia cultura -hasta el punto de
que todo homosexual masculino es visto como feminizado-
otras culturas definen la mayor importancia social,
la del guerrero, el jefe, el chamán, entre otras,
por un comportamiento homosexual respecto de los jóvenes
que posteriormente serán sus iguales en estatuto.
Más allá de que sea notorio que la Grecia
antigua adoptaba otros puntos de vista sobre la relación
homosexualidad – heterosexualidad, hay, efectivamente,
motivos para pensar que la homosexualidad presentaba
un carácter general, institucional, en diversos
pueblos indoeuropeos protohistóricos, precisamente
en el marco de los rituales iniciáticos.
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