Gustav Klimt
El Erasta
(La Homosexualidad en la Grecia antigua)
Por Héctor J. Freire
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La relación homosexualidad - heterosexualidad en la antigua Grecia presenta una diferencia radical respecto de la que tiene en nuestra sociedad actual. En Grecia la homosexualidad, lejos de estar condenada o marginada, era una práctica de los medios civiles más selectos. Los motivos de esta valoración deben buscarse en el simbolismo de la sociedad helénica, y particularmente en sus mitos.

Efectivamente, los referentes a la pederastia son muy numerosos, y se multiplicaron con la generalización de la homosexualidad fuera de sus marcos institucionales originales. El estudio de los más antiguos de entre estos mitos revela, de modo general, una estructura que muestra el sentido de esta institución original: el hombre sexualmente activo, llamado
el erasta, que siempre es un maestro, divino o heroico se liga con un hombre joven sexualmente pasivo, el erómeno, que es siempre un adolescente impúber. Su sujeción sexual termina, precisamente, con la aparición de la pubertad y la aptitud para el matrimonio. Así pues, en la sociedad griega la homosexualidad tiene un origen iniciático cuya prehistoria puede discernirse en las prácticas y concepciones de las pruebas de iniciación de los jóvenes en los pueblos indoeuropeos primitivos.

Dejando de lado el juicio de valor, y yendo más allá de una Atenas ya bastante moderna, nos trasladamos al mundo de Creta y de Lacedonia, donde el amor, o al menos la utilización sexual de los muchachos jóvenes, se descubre como algo institucionalizado en forma de mecanismo social y cultural necesario con una finalidad y una ideología justificadoras. Ese mecanismo se opone al estatuto de los homosexuales en sociedades, como la nuestra, de tradición cristiana: en aquellas sociedades la homosexualidad, lejos de originar una minoría caracterizada socialmente en cuanto tal, y de un modo u otro marginada, es vivida como alternativa normal a la heterosexualidad; inclusive, los mismos hombres son sucesivamente erómenos y posteriormente erastas y/o casados. La relación homosexual es un juego, sin importar quién pueda entregarse a ella, por lo menos en el grupo de los “machos” dominantes, y son precisamente los mejores y los más poderosos representantes de la sociedad quienes se entregan a ella.

No dejan de ser llamativas las similitudes entre las costumbres de los dorios y las de los papúes: en ambos casos se constatan idénticos desarrollos: los jefes se rodean de varios erómenos y algunos hombres se aficionan a la pederastia en medida suficiente para descuidar a sus mujeres; sería audaz suponer que en estos últimos casos se trate de “verdaderos” homosexuales en el sentido occidental del término, a no ser que apliquemos a sociedades distintas de la nuestra conceptos elaborados en el ambiente de la civilización occidental del siglo XX.

Obsérvese también que los tiempos de iniciación oscilan entre una vaga duración de uno o varios años y el período delimitado de reclusión de dos meses. Otro aspecto interesante es la exclusividad de la pareja homosexual, las rivalidades entre machos adultos, los celos, los lazos muy fuertes que en caso de fallecimiento llevan a una violenta desesperación. Asimismo, se destaca la cuestión sobre “los regalos del amante cretense”, los tres regalos obligatorios en el momento en que el erasta vuelve a poner en circulación, por así decirlo, a su erómeno.

Tanto en la isla doria como en el Peloponeso, esta práctica queda comprendida en el marco indoeuropeo de las tres funciones, que domina también la constitución política. Desde luego, no podemos concluir de ello que dicha práctica, en su forma conocida, sea herencia directa de los indoeuropeos, sino solamente que es muy antigua, puesto que ya muy tempranamente este marco deja de ser en tierras griegas un yugo ideológico. Es, desde el punto de vista griego, prehistórico. Y esta constatación permite plantear en toda su amplitud el problema enunciado en la siguiente pregunta: ¿en qué medida los numerosísimos mitos pederastas que se observan o, en las épocas tempranas, se adivinan por toda Grecia, son portadores de la huella de la ideología que no se atestigua como institución viva más que entre los últimos llegados a Grecia, los dorios? El investigador Bernard Sergent, responde que, en gran medida, se trata de ritos de iniciación que comportan los mismos momentos culminantes que los mecanismos dorios: rapto y desaparición del erómeno, vida en el campo o al menos apartada (en la que la caza tiene un rol importante), al servicio del erasta hasta llegar a un cambio de estatuto del erómeno, sea por su entrada en la sociedad de los adultos, sea, de modo figurado, por el pasaje al otro mundo, el de los dioses.

La palabra clave de este artículo, hay que repetirlo, es ‘iniciación’, es decir, un ritual que asegura un feliz pasaje de una clase de edad más “tierna” a la siguiente, más viril, con la ayuda, pero también para el placer, de integrantes de la segunda.
Los enlaces entre adultos constituyen otro tema: tal es el caso, en la práctica, del batallón tebano y, en la epopeya la
Iliada (Homero), de Aquiles y Patroclo.

Los trabajos etnológicos efectuados en el último siglo muestran la frecuencia de una
institución iniciática opuesta a las concepciones dominantes hoy día en la civilización occidental: la existencia de una relación homosexual socialmente obligatoria entre maestro o iniciador y los candidatos a la iniciación.

La problemática dominante de nuestra cultura plantea la relación homosexualidad –heterosexualidad como oposición, una diferencia de comportamiento procedente de la oposición minoría– mayoría, en el peor de los casos con una condena moral de la minoría, siguiendo la temática “vicio, enfermedad, anormalidad/normalidad “, y en el mejor de los casos con un reconocimiento del derecho a la diferencia, a medio camino, en términos médicos, al considerar que la minoría es objeto de una desviación psicológica.

En cualquier caso está claro que, exceptuando las consecuencias de situaciones particulares –guerra, acuartelamiento- , la oposición homosexualidad – heterosexualidad se basa en una elección individual discriminante que nos clasifica en una u otra de las categorías. Así, Freud, en ‘Tres Ensayos de Teoría Sexual’, señala que, tras un período de duda y de indeterminación en lo referente a la elección del objeto sexual en la época de la pubertad, todo individuo acaba orientándose definitivamente hacia la vía heterosexual o hacia la vía homosexual.

Esta criteriología es constrictiva, marca profundamente las mentalidades; y una categoría que perfila ambas posibilidades, la de los bisexuales, es clasificada a priori en la minoría desviada, puesto que incluye precisamente, y por definición, comportamientos homosexuales.

Lo que choca a nuestros contemporáneos en las costumbres que acabo de describir es tanto la ausencia de tal separación como una agrupación de nociones radicalmente diferentes: son muchos los pueblos en los que la atracción sexual y los comportamientos sexuales no se dividen entre lo que es “homo” y lo que es “hetero”. La atracción por un sexo en modo alguno excluye en una misma persona la atracción por el otro, de modo que una imagen básica de la cultura occidental, la de la virilidad, es objeto de una mentira: lejos de identificar virilidad y exclusividad heterosexual, como hace nuestra propia cultura -hasta el punto de que todo homosexual masculino es visto como feminizado- otras culturas definen la mayor importancia social, la del guerrero, el jefe, el chamán, entre otras, por un comportamiento homosexual respecto de los jóvenes que posteriormente serán sus iguales en estatuto.

Más allá de que sea notorio que la Grecia antigua adoptaba otros puntos de vista sobre la relación homosexualidad – heterosexualidad, hay, efectivamente, motivos para pensar que la homosexualidad presentaba un carácter general, institucional, en diversos pueblos indoeuropeos protohistóricos, precisamente en el marco de los rituales iniciáticos.

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