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Desnutrición simbólica y desamparo
Por María Cristina Oleaga
mcoleaga@elpsicoanalitico.com.ar
 
“(…) el desvalimiento y el desconcierto del género humano son irremediables.”
………………………………………………………………………………………………………………………………………………………
“De este modo se creará un tesoro de representaciones, engendrado por la necesidad de volver soportable el desvalimiento humano, y edificado sobre el material de recuerdos referidos al desvalimiento de la infancia de cada cual, y de la del género humano”
Sigmund Freud; ‘El porvenir de una ilusión’; 1927.

 

El intercambio entre dolor y placer, entre sufrimiento y alivio, según se enfoque su cualidad, fue estudiado por Freud en el marco de la sociedad de su época. Sin embargo, las herramientas que usó y su particular claridad respecto del sujeto hacen de sus descubrimientos un instrumento válido hoy, a pesar de los cambios sociales, para pensar el malestar contemporáneo.

El sujeto se origina en el Otro

Los seres humanos, dice Freud, toleran las miserias de la vida, las restricciones que les impone la cultura porque reciben a cambio una promesa de felicidad futura. Del lado de las ‘miserias’, entonces, ubica las restricciones a la satisfacción pulsional, sus renuncias conscientes y sus represiones. La promesa de felicidad proviene de los ideales de esa cultura - incluso de la promesa religiosa - del bienestar que se augura al que cumpla con ellos. Dos caras del Ideal, por cierto, una que constriñe y otra que ofrece. Podemos rastrear el origen de esta posición ‘obediente’ del sujeto en su origen mismo, en su dependencia respecto del Otro que lo recibe.

Sobre el fondo de la prematuración y el trauma de nacimiento, Freud nombra como desamparo, desvalimiento (hilflosigkeit) a la posición de indefensión del lactante. Quien lo asiste lo rescata del ‘dolor’, modo afectivo en que concibe la vivencia inicial del infans, incapaz de satisfacer sus necesidades por sí mismo. También, para Freud, el Otro primordial “le enseña al niño a amar”, “dirige sobre el niño sentimientos que brotan de su vida sexual, lo acaricia, lo besa y lo mece, y claramente lo toma como sustituto de un objeto sexual de pleno derecho.” [1] Sus muestras de ternura, dice, despiertan la pulsión sexual del hijo. Supone que la madre, de saberlo, se horrorizaría pues ejerce sobre el niño la ternura, o sea una pulsión sexual de meta inhibida. Sabemos que Freud separa sexualidad de genitalidad y, desde luego, diferencia pulsión de satisfacción de las necesidades. La pulsión, en este sentido, tiene su origen en el Otro y subvierte los intereses de la conservación al punto de incluir, entre sus fines, la vuelta contra sí mismo.

Las experiencias iniciales de dolor, su propio grito vivido como extraño y la presencia/ausencia del que socorre se articulan en un entramado psíquico; lo que se recibe del Otro se convierte, así, en signo de su amor. En este punto, cruce entre el desvalimiento y el Otro, Freud ubica “la fuente primordial de todos los motivos morales” [2]. Es la amenaza de perder el amor del Otro lo que funciona como traumático, en tanto esa pérdida deja al sujeto inerme ante estados de excitación que no pueden ser calmados ni por la vía de la descarga ni por la vía de la tramitación según el principio del placer. El peligro ante el cual se angustia el niño, para Freud, no es la pérdida de objeto en sí sino que ésta implica no poder con las magnitudes crecientes de estímulos a la espera de tramitación. El prototipo de esta situación es el trauma de nacimiento y su respuesta de agitación motriz, modelo del ataque de angustia. El infans es rescatado del caos inicial por el amor, la significación, el sostén del Otro. En Freud, motivos morales, renuncia y superyó arman una serie en el camino de la humanización, que se enmarca de acuerdo a los requisitos de la cultura de la época: “(…) lo malo es, en un comienzo, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida de amor; y es preciso evitarlo por la angustia frente a esa pérdida.” [3]

Lacan también conceptualiza la constitución del sujeto; lo hace por medio de dos operaciones, alienación y separación, que dan cuenta de la intervención del significante sobre el viviente. Estas operaciones tienen, por un lado, un efecto simbólico, de metaforización de la excitación, de su atrapamiento en redes significantes, según el principio del placer, o sea en representaciones. El infans se nutre de símbolos. Asimismo, la confrontación con la palabra que viene de un Otro deseante tiene un efecto de causación de goce en ese cuerpo. Se trata del recorrido de la pulsión, concepto límite entre lo psíquico y lo somático, se trata de la vertiente del afecto y del soporte fantasmático del deseo donde se aloja el objeto al que el sujeto renuncia, del cual se desprende. El producto, entonces - en el mejor de los casos - es la castración simbólica que permite el surgimiento de un sujeto deseante. La patología también es considerada en esta articulación entre el infans y la singularidad del deseo del Otro cuando sus significantes no dan lugar al intervalo, se solidifican; cuando se presentan como holofrase, al modo del signo: “(…) obtenemos el modelo de toda una serie de casos”. [4]

Se podría señalar, así, un camino que va del desamparo y la angustia automática como respuesta masiva, invalidante, de agitación motriz, al cobijo bajo el amor del Otro, de acuerdo con el Ideal, al identificarse con sus significantes. Se renuncia por amor mientras se sueña con el fantasma. La producción de la angustia señal, en este sentido afecto privilegiado, es un recordatorio, una alarma que indica la presencia del deseo - del peligro de la pérdida de amor y sus consecuencias -, que puede poner en marcha la represión y abrir a la satisfacción sustitutiva del síntoma o dar lugar a otra tramitación. Hay sitio, como sabemos, para la elección del sujeto respecto de la defensa. Sin embargo, no es un absoluto; la posición del Otro, el lugar que le reserva al infans, interviene en la cuestión y propicia, así, el recurso simbólico y afectivo del sujeto.

Respecto de este punto, de su importancia, dice Lacan: “Una reflexión final me ha sido sugerida en estos días con la presentificación siempre cotidiana de la manera con la que conviene articular decentemente, y no sólo en burla, los principios eternos de la Iglesia o los rodeos vacilantes de las diversas leyes nacionales sobre el Birth Control, a saber: que la primera razón de ser, que ningún legislador hasta el presente ha hecho constatar para el nacimiento de un niño, es que se lo desee y que nosotros que conocemos bien el rol de esto – que haya o no haya sido deseado - sobre todo el desarrollo ulterior del sujeto, (…) hacer observar la relación constituyente efectiva en todo destino futuro, supuestamente a respetar como el misterio esencial del ser a venir, que haya sido deseado y por qué.” [5]

La cultura hereda al Otro

Para retomar el planteo inicial - las miserias se soportan porque hay una promesa de felicidad futura - vemos que vale en la constitución del sujeto y también respecto del Otro social, heredero de ese Otro primordial. En la sociedad en la que vivió Freud se trata de la postergación de la satisfacción al servicio de una satisfacción en el horizonte, al servicio del principio del placer, el que permite el recorrido entre las representaciones, la elaboración; se trata de privarse de la inmediatez en función del Ideal, en base al motivo original de no perder el amor del Otro. Tal es el modelo, la “fuente de todos los motivos morales”, en una cultura que favorecía la represión y prometía logros ‘superiores’ a partir de la renuncia. Los síntomas clásicos, en la histeria y la obsesión por ejemplo, dan cuenta de esta dialéctica del discurso capitalista temprano: ‘sembrar’/’privarse’, cuidar lo que se tiene: familia, dinero; acumular, crecer económicamente y esperar el momento para ‘cosechar’/’disfrutar’, así como de las respuestas reactivas frente al mismo.

El Superyó, sin embargo, impone allí su ley loca: castiga más al que mejor cumple. Esta dialéctica suscita, de todos modos, un conflicto que en su momento favoreció la invención del Psicoanálisis, conflicto que es permeable a la demanda analítica y que se presta a la implicación del sujeto con lo que le acontece. La transferencia neurótica, asimismo, enraiza en una confianza constitutiva en el Otro. El síntoma resultante se presta al desciframiento.

¿Qué podemos decir de la cultura actual? ¿Cómo podemos pensar los mandatos y las promesas que se juegan para el sujeto hoy? ¿Acaso las miserias, el malestar del que hablaba Freud, siguen ligadas a la renuncia?

Podemos asegurar que el malestar tiene otra localización. El desarrollo tardío del capitalismo, la superproducción del mercado de objetos que necesita consumidores ávidos dispuestos a probar ‘todo’, impulsa a obtener la satisfacción inmediata e ir por más. Los ideales, del lado de los valores sin ‘precio’, no tienen prensa ni se divulgan. Se promueven, en su lugar, modos de satisfacción y medios – objetos - fabricados por la industria y por la ciencia para llevarlos a cabo. La familia, más allá de los avatares que modifican su composición, sólo alienta en su prole lo que puede conducirla a permanecer dentro del mercado ya que por fuera hay ‘nada’. Este avanza, así, sobre el terreno de la sublimación. La publicidad, que también se consume, es la que asegura que la felicidad está en los paraísos que vende.

El reverso de estas promesas es el desengaño, la frustración, la insatisfacción creciente. La satisfacción prometida, la de ‘siempre más es posible’, el mandato de goce que promueve el Superyó actual, no es compatible con la castración, con el lazo social, con el amor, con todo lo que implica preservar el lugar de la falta y, por lo tanto, del deseo que puede engranarse en la pulsión.

Sujeto ‘desubjetivado’, desnutrido simbólico

La condición del sujeto en ese discurso es precaria. Se halla ‘desubjetivado’ por apelar a lo que afecta su singularidad, ya que la ciencia y la técnica apuntan a masificarlo, a desconocer su particularidad. La pretensión es que diga y que goce de acuerdo a los mandatos del mercado y a sus producciones. Asimismo, a falta de ideales, el sujeto carece de balizas, de señales, para orientarse. No se sabe bien, por lo tanto, ni cómo ni por qué, ni cuándo, pero la amenaza de exclusión siempre está pendiente. Zygmunt Bauman califica de ‘líquido’ al miedo propio de la sociedad actual, a la que caracteriza por la incertidumbre, la inseguridad y la vulnerabilidad. Nos sentimos amenazados y no podemos saber qué podríamos hacer para evitarlo. Se trata de efectos que transcurren en la masividad.

El sujeto, en estas condiciones – si bien por origen puede no estar, además, literalmente desnutrido - puede ser un ‘desnutrido simbólico’ sin recursos significantes para orientarse, indefenso y próximo a la vivencia de desamparo, como lo atestigua el llamado ‘ataque de pánico’. Sus producciones, por lo tanto, y es lo que se ve en la clínica, están más del lado de la patología del acto que de la represión y el retorno de lo reprimido. La señal de angustia parece fracasar; en su lugar surge una angustia arrasadora y la ‘respuesta’ de las impulsiones. Asimismo, del lado de un ‘menos’ que también apunta al ‘tratamiento’ de la angustia masiva, tenemos inhibiciones severas, depresiones.

Su presentación, en este sentido, no remite al conflicto intrapsíquico que se ofrece al Otro. La demanda misma, de este modo, se fragiliza, hay una mudez que remite al silencio de la pulsión. El lugar desde donde operar tiene mucho que ver con el modo en que conceptualizamos esta subjetividad, pero no debe, sin embargo, impedirnos escuchar lo singular. Puede haber una exigencia de mayor actividad para el analista. Apuntará a la creación de un marco, generalmente poco convencional, que posibilite incluso un alojamiento fugaz. Verá cómo favorecer los recursos simbólicos del sujeto con su interrogación, con su ‘no saber’ puesto en función. Evaluará las condiciones concretas de vida, las posibilidades de lazo social y de apertura con que cuenta, dará especial atención a la vertiente de la creación. Acompañará, así, alguna posibilidad de arreglo distinto entre los significantes y el goce que permita incidir sobre el padecimiento.


Sujeto brutalizado, en el lugar del desecho

Además de los efectos subjetivos que hemos descripto, sintónicos con el discurso capitalista, existen seres a cuyo sufrimiento no accedemos. Me refiero a la brutalización a la que se ven sometidos los excluidos de la cultura, del mercado y de todo cobijo simbólico y material. Hay ya varias generaciones en esas condiciones de desamparo social. Nos preguntamos de qué modo se ha podido dar su lazo primario, con qué recursos cuentan. El sujeto, dice Lacan, es siempre responsable. Sin embargo, sus recursos modulan su posición.

En efecto, respecto de la biografía infantil, Lacan nos invita a interrogarnos sobre lo que la determina: “Su resorte único está siempre, por supuesto, en la manera en que se presentaron los deseos en el padre y en la madre, es decir, en que ellos han efectivamente ofrecido al sujeto el saber, el goce y el objeto a. (…) Allí reside lo que llamamos impropiamente la elección de la neurosis, hasta la elección entre neurosis y psicosis. No hubo elección porque ésta ya estaba hecha en el nivel de lo que se presentó al sujeto, y que sólo es localizable y perceptible en función de los tres términos que acabamos de intentar despejar”. [6]

Los efectos arrasadores del ‘paco’, los del pegamento que ‘los niños de la calle’ inhalan para calmar el dolor del hambre, por ejemplo, constituyen el paradigma de la desubjetivación. El nombre que reciben, ‘niños de la calle’, es ya un dato clave para abordarlos. Se los encuentra generalmente en grupos, en condiciones mínimas de supervivencia, frecuentemente abusados por adultos a cambio de comida. Así, llevan al centro de la escena, grotesca y literalmente, lo que venimos señalando. Ellos no pueden ser ‘engañados’ por el amor, no pueden avizorar ninguna promesa de bienestar futuro. Nos preguntamos si los albergó algún deseo y cuál, alguna tradición o cadena generacional. Sabemos que el discurso capitalista sí les ha dado un lugar: el de desecho. Ellos, obedientes finalmente, mitigan el desamparo y la carencia simbólica con un objeto que conlleva la eliminación subjetiva.

Creo, entonces, que si hay algún rescate posible para esos chicos la teoría psicoanalítica puede dar elementos para entender la estructura de la posición en juego y pensar respuestas. Diré, por ello, que el abordaje podría ser inicialmente colectivo sin por ello resultar masificante. Encontrar a estos niños en su mínimo lazo afectivo social callejero, preservarlo y ofrecer alternativas más allá de cubrir la necesidad. Instalar dispositivos abiertos en los que se les reconozcan sus rasgos singulares: radios comunitarias, recursos cibernéticos, talleres de artes y oficios, juegos y deportes, etc. Todo aquello que promueva el hablar, que estimule la escucha y personalice y profundice lazos sociales, que les abra caminos para reinventarse un lugar cuando aún les sea posible. En este sentido, fomentar paulatinamente articulaciones horizontales en las cuales puedan deliberar y decidir algunos proyectos. Desplegar los recursos del refugio simbólico haciendo uso de los objetos que ofrece hoy la técnica y ver si el sujeto, contando con su mínimo entorno afectivo inicial, puede anidar y partir de allí.

 
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Notas
 
[1] Freud, Sigmund, Tres Ensayos de Teoría Sexual (1905), pág. 203-4; Sigmund Freud Obras Completas, Tomo VII, Amorrortu 1987.
[2] Freud, Sigmund, Proyecto de Psicología (1895), Pág. 362-3; Sigmund Freud Obras Completas, Tomo I, Amorrortu 1987.
[3] Freud, Sigmund, El Malestar en la Cultura (1930), Pág. 120; Sigmund Freud Obras Completas, Tomo XXI, Amorrortu 1987.
[4] Lacan, Jacques, Seminario XI, Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis (1964), Pág. 245; Paidos 1987.
[5] Lacan, Jacques, Seminario IX, La Identificación, Clase del 28 de marzo de 1962, Inédito.
[6] Lacan, Jacques, Seminario XVI, De un Otro al otro (1968/69), Pág. 302; Paidos 2008.
 
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