Las diversas
problemáticas que infiltran la sexualidad adolescente
encuentran su fuente en las iniciativas provenientes
de los movimientos significantes
que circulan por el imaginario social de la época.
Estos renuevan de manera permanente los cursos de
pensamiento, sentimiento y acción que se encarnan
en cada camada juvenil a través de las codificaciones
que implementa el imaginario
adolescente de turno. De este modo, la radical
modificación de los ideales y valores ligados
al ámbito de lo íntimo, de lo público,
y de lo privado que trajo aparejada la movida posmoderna
en gran medida desterró, junto a los prejuicios
y escrúpulos vigentes durante la centuria anterior,
las emociones que permanecían amalgamadas a
ellos. Repasemos algunas de sus consecuencias.
Actos privados
Todo comenzó con aquellos pioneros que en
los años ’90 diseminaron sus pequeñas
cámaras (webcams) a lo largo y a lo ancho de
sus casas (las pusieron en todos los ambientes, incluso
hasta en el baño), y las conectaron a Internet
para trasmitir urbi et orbi su intimidad cotidiana.
Tiempo más tarde llegaría a la TV el
programa Gran Hermano (una paráfrasis patética
de la creación de Orwell), donde un grupo de
desconocidos convivía bajo el mismo techo delante
de los ojos de millones de televidentes para competir
por una suma de dinero. Estas fueron las primeras
manifestaciones concretas de un nuevo modelo de interacción
entre las categorías de lo íntimo, lo
público, y lo privado que sustentaba el ideario
posmoderno, el cual incidió de manera decisiva
en la constitución de la subjetividad de fin
de milenio.
De este modo, el arribo de estas nuevas configuraciones
subjetivas produjo la resignificación de un
conjunto de representaciones, afectos, prácticas
sociales y culturales. De este conjunto, y en atención
a cuestiones de espacio, sólo voy a tomar a
la manera de prototipos de esta crucial resignificación
el pudor y la vergüenza. Estos dos sentimientos
resultan claves en la dimensión intersubjetiva
de lo que se muestra y lo que se oculta, en el marco
de lo que dictaminan los códigos de intercambio
vigentes. Es que pudor y vergüenza forman un
ensamble poderoso a la hora de entrar en contacto
con el otro del vínculo,
ya que ambos sentimientos regulan desde distintos
registros las actitudes que asumen los sujetos en
ocasión de poner en juego recíprocamente
sus corrientes intrasubjetivas.
El pudor, justamente, se encuentra ligado al territorio
de la intimidad. Así, se siente pudor cuando
uno es descubierto, expuesto, o invadido en un acto
de la vida privada. Es por esta razón que muchos
chistes y gags (teatrales, televisivos, o fílmicos),
se apuntalan sobre la reacción pudorosa, o
bien, sobre su categórica ausencia, ya que
todos podemos en mayor o menor medida identificarnos
como protagonistas de alguna de esas situaciones.
De este modo, la dimensión de influencia del
pudor se encuentra en la encrucijada que se delinea
entre la zona de influencia yoica y el registro narcisista.
Por ende, dado que la situación que desencadena
este sentimiento puede afectar el equilibrio de la
autoestima, en tanto ésta se constituye en
las sucesivas vinculaciones significativas por las
que transita el sujeto, aquello que el otro deja expuesto
en su decir o en su accionar puede redundar en una
humillación.
La vergüenza, en cambio, tiene otra línea
referencial, ya que se relaciona con las incumbencias
propias del Ideal del Yo. Un refrán lo ilustra
a la medida: “vergüenza es robar”.
Por tanto, este sentimiento procede de una falla o
de una transgresión de los ideales que sustentan
al sujeto, ideales que a su vez provienen de la circulación
de las significaciones imaginarias sociales de la
época. De este modo, la vergüenza se dispara
cuando uno siente que falló (a otro, a sí
mismo, a los lineamientos de un ideal), o bien, cuando
cometió un acto indigno o delincuencial. Por
esta razón, la sanción no se hará
esperar y repercutirá tanto en el registro
intersubjetivo como en el intrasubjetivo (recordemos,
por ejemplo, el escarnio público cuando un
militar es degradado o un funcionario es destituido,
y/o los tormentos del autorreproche que arrecian sobre
una conciencia culpable).
Por lo tanto, los cambios en la configuración
subjetiva y en los contenidos de los ideales que marcan
a fuego los usos y costumbres de las generaciones
adolescentes, especialmente en el terreno de la sexualidad,
van a estar relacionadas entre otras con las nuevas
acepciones que asuman o adopten los sentimientos de
pudor y vergüenza. Recordemos, sin ir más
lejos, el rechazo que causaba a mediados del siglo
pasado que una pareja (heterosexual, por supuesto),
se besara en la vía pública. Este rechazo
obraba a la manera de una censura, o bien, de una
autocensura, más allá de aquellos que
en minoría y desde una posición rebelde
o provocativa enfrentaban las consecuencias de esta
sanción (esta censura llegaba a situaciones
absurdas, tal como lo demuestra el magnífico
film Cínema Paradiso, donde los besos eran
suprimidos de las películas que se proyectaban
en los cines de pueblo). Otro tanto ocurriría
en la misma línea algunas décadas más
tarde con el escándalo que generaba la misma
escena por parte de una pareja homosexual (aquí
tendríamos que remitirnos a los años
’80 a través de la letra de la canción
Puerto Pollensa). Desde luego, a la luz de lo que
está ocurriendo hoy día esta temática
puede parecernos irrisoria, ya que lo que está
en juego en aquello que se hace público porta
un calibre de otras dimensiones.
Juegos de amor esquivo
Tal como ya puntualizamos, los profundos cambios
en torno a ideales y valores culturales que detonaron
en la década del ’90 alteraron de manera
contundente las relaciones entre lo íntimo,
lo público y lo privado. Esto sucede a tal
punto que hoy podemos llegar a presenciar escenas
antes inimaginables. Después de todo, si en
el programa Gran Hermano se pudo ver en vivo y en
directo como bajo las sábanas se llevaba a
cabo un acto sexual, que argumento ético o
moral le impide a una joven parejita circunstancialmente
formada en una fiesta encerrarse en un dormitorio
o en un baño (teniendo en cuenta que ninguno
de los dos vive allí), hacer lo suyo y luego
volver a la fiesta como si nada especial hubiera ocurrido,
a pesar de que todos los participantes estén
al tanto.
¿Por qué, entonces, habría que
sorprendernos que a lo largo de una noche en un boliche
bailable cualquier adolescente, varón o mujer,
pueda estar sucesivamente besándose con otros
adolescentes sin preguntarse con quién realmente
estuvo? En esta misma línea, y a la hora de
sopesar los códigos en vigencia, ¿cuál
sería el asombro al comprobar que lo que vemos
en la TV, en el cine, o entre los propios adultos
respecto a las traiciones amorosas es moneda corriente
entre los jóvenes? Los dolorosos relatos de
los damnificados por este tipo de acciones dan fe
de que lo que sucede arriba también sucede
abajo, cuando a edades nos referimos. Tal como puede
apreciarse, el vale todo no es el signo de una juventud
perdida, en el sentido que apostillaban enfáticamente
los adultos de otros tiempos.
Sin embargo, a la hora de las sorpresas más
impactantes tenemos que introducir el tema de la prostitución
adolescente. Desde hace ya un tiempo se viene detectando
una oferta sexual a cambio de dinero por jovencitas
de distintas edades y extracciones sociales. Esta
actividad no está motivada por razones económicas
del orden de la falta de recursos, sino por un deseo
imparable de consumir objetos de marca (o sea, costosos),
en el marco del ideario posmoderno que determina que
ser es tener (o parafraseando a Descartes, tengo luego
existo). Por tanto, sacarle un provecho concreto a
las bondades de sus cuerpos (una frase muy reiterada
por ellas es “si lo puedo hacer por plata, por
qué lo voy a hacer gratis”), con una
respectiva ganancia de autoestima (son deseadas y
buscadas por sus dotes profesionales), colma una vida
vacía de expectativas amorosas. Sin embargo,
estas adolescentes no se sienten prostitutas, ya que
esta actividad no es un trabajo para ellas en la medida
que algunas estudian y otras trabajan.
Estos sucintos ejemplos tienen la finalidad de ilustrar
una tendencia que discurre en estos días a
través de la franja adolescente. Aunque la
dimensión que alcanza la onda expansiva de
esta tendencia no implica una convocatoria que abarque
a todos los sujetos que integran dicha franja por
igual. Más aún, resulta palpable el
hecho de que existen muchos adolescentes que buscan
la intimidad en la vinculación y establecen
lazos perdurables, incluso pasándose a veces
al otro extremo. Me refiero a las parejas de crianza,
aquellas que muy tempranamente inician una estrecha
(y a veces asfixiante vinculación), en un intento
de compensar las deficiencias en el apuntalamiento
y el acompañamiento que deberían haberles
brindado los otros significativos.
De todas maneras, la dilución de ciertos ribetes
represivos que encapsulaba la conducta sexual adolescente
de otras épocas resulta a todas luces bienvenida,
sin embargo, la inevitable cuota de vacío que
a su vez ésta trae aparejada arroja una persistente
sombra sobre la buena nueva.
En consecuencia, los nuevos escenarios de la sexualidad
adolescente, al igual que todos los que los antecedieron,
van a llevar implícita la marca indeleble que
deja lo instituyente, debido a que van a estar fogoneados
por la circulación de las significaciones imaginarias
sociales del momento histórico que les toque
atravesar. En este sentido, la caja de resonancias
de los cambios socioculturales en la que se constituye
cada camada adolescente dará cuenta de los
movimientos significantes
que insuflan con sus retoques la subjetividad de la
época. La porosidad elaborativa, expositiva,
y provocativa del imaginario
adolescente hará el resto.
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