1.
Un nuevo régimen de las pasiones
Diez de la noche, día de semana. No tengo televisión
por cable, sólo dos canales de aire, y he encendido
la caja mágica. Un señor famoso, Marcelo
Tinelli, rodeado de niños -alguno con deficiencias
físicas y todos con madres expectantes-, sonríe
y grita en lugar de hablar. No deja de representar
una escena de ternura, porque todos hemos pactado
que no se trata sino de ganar la batalla por el rating.
En el espectáculo del mundo, donde ocurre el
espectáculo de la televisión, ocupar
el lugar no es sino ocupar la atención de todos.
Este tipo de televisión motiva mi trasnochado
afán de lectura y me empuja a levantarme del
sillón, es decir, me lleva a la incomodidad
de ir a buscar un libro. Ahí, en el “Emilio”
de Rousseau, Libro IV, leo algo conocido: “Juzgamos
demasiado sobre la felicidad por sus apariencias;
la suponemos donde menos la hay, la buscamos donde
no puede estar, pues la alegría es una señal
muy equívoca de la dicha. Muchas veces un hombre
alegre es un desgraciado que procura confundir a los
demás y engañarse a sí mismo.
Estas personas tan risueñas, tan despejadas,
tan serenas entre una concurrencia, casi todas son
tristes y regañonas en su casa, y sus criados
pagan la diversión con que han distraído
a sus amistades ... Un hombre verdaderamente feliz
habla poco, ríe menos y concentra, por decirlo
así, la felicidad en torno de su corazón.
Los juegos estrepitosos, la turbulenta alegría
encubren el tedio y los desabrimientos, pero la melancolía
es amante de las suaves delicias; a los gustos más
dulces los acompañan la ternura y las lágrimas,
y hasta el gozo excesivo antes saca llantos que risa...”
En fin, Rousseau me hace olvidar por un momento de
Tinelli. Mañana, seguramente, me olvidaré
de Rousseau y conviviré con muchos tinellis.
Quizás, yo mismo llegue a reproducir su sonrisa,
su impostura. O me vuelque por la alternativa de otro
estilo desenfadado, el de Pergolini. Porque, en definitiva,
no son ellos quienes empujan a reproducir situaciones,
gestos, conversaciones y aún sentimientos como
la ternura, sino los modelos que estructuran las vidas.
En realidad, el carácter cultural simbólico
de ciertas imágenes y emociones ha sido forjado
en un pasado reciente, con los deshechos arqueológicos
de la historia. La década de los noventa, para
nosotros, fue sumamente productiva en asimilar y proyectar
paradigmas del éxito y la felicidad. Pero no
fue una década original, sólo estaba
reactualizando imágenes del pasado, en alto
grado estructuradas. Tal como nos refiere Remo Bodei,
ya en 1840, Tocqueville “fue uno de los primeros
en diagnosticar estos síntomas. Su tesis es
que los Estados Unidos representan tan sólo
la anticipación de una forma de vida destinada
a propagarse por todo el planeta, el espejo en el
que Europa puede contemplar ya su futuro”. No
es nada que no sepamos y no por eso deja de arrastrarnos
tras de sí. Un nuevo régimen de las
pasiones venía a reemplazar lo anterior. Sin
embargo lo nuevo se vinculaba a una profunda insatisfacción
oscurecida tras un consumismo compulsivo y un confort
tecnológico al alcance de la mano. Era la arquitectura
emocional de lo que hoy llamamos banalmente “primer
mundo”.
Mientras uno vive el día a día, en el
orden del acontecimiento, se deja entusiasmar con
la imagen de ese futuro en el que es posible alguna
de las tantas ofertas de lo que llamamos la felicidad,
de su satisfacción económica o bien
de sus verdades tranquilizadoras. Pero, un día,
sentimos flotar en la superficie de las cosas, el
aburrimiento y el pánico. Aparece una clase
de lucidez triste, melancólica que nos hace
padecer el paso y el peso del instante, de la pérdida
constante. Hay en eso un extravío que enfrenta
al sujeto, no sólo a una especial suspensión
del deseo -y muchas veces, con una culposa expectativa
de castigo-, sino también a un extrañamiento
con el mundo y sobre todo del sujeto consigo mismo.
De ahí que felicidad y aburrimiento sean los
peligrosos andamios de una subjetividad asediada por
la frustración y el vacío.
2. Aquí habita la felicidad
La red de sentidos que envuelve al aburrimiento alcanza
un campo complejísimo que podemos encontrarlo
en autores clásicos como Lucrecio, pasando
por “el demonio del mediodía” de
los anacoretas, siguiendo por los “tibios”
de Dante o por el insoportable “reposo total”
de Pascal y el “mal del siglo” de los
románticos. La intensidad del tedio romántico
tan próximo a la desesperación -Byron,
Chateaubriand- representan ese sujeto abstraído
en su dolor íntimo, que las costumbres y el
gusto del público burgués -entre ellos
Bovary- adoptó para sus desahogos, para construir
una personalidad llena de sí misma, llevada
naturalmente a dar demasiada importancia a sus tristezas
y a sus alegrías. No era el sujeto de la infelicidad
de un Leopardi, que podía afirmar que “el
aburrimiento es, en cierto modo, el más sublime
de los sentimientos humanos”. Esta complejidad
de sentidos, alcanza su mayor claridad literaria al
llegar al demasiado conocido “spleen”
de Baudelaire. Walter Benjamin, como para hacerlo
aún más irrestañable, lo asociará
en sus notas sobre los pasajes, con el tropo nietzscheano
del “eterno retorno” y la idea antecedente
del sosías en Blanqui. Tedio, taedium, hastío,
fastidio, acidia, ennui, spleen, etc. traspasan el
umbral del siglo XIX, avanzan sobre el XX con un Cioran
“En la cima de la desesperación”
y se instalan frente a un televisor, a comienzos del
siglo XXI.
¿Por qué ha sido tan constante esta
presencia? ¿Por qué no nos abandona
a una felicidad que, como a un Moisés contemporáneo,
nos tiene prometida y a la vez, prohibida?
George Steiner tiene un libro, “En el castillo
de Barba Azul”, en el que se reúne un
ciclo de conferencias que dio invitado por la T.S.Eliot
Memorial Lecture Foundation. Es un libro inquietante
que desmitifica ciertos valores de la cultura analizados
por el propio Eliot, y anuncia lo que él llama
una poscultura.
En el primer capítulo, titulado “El gran
ennui”, Steiner
alude a la dificultad de traducir este sentimiento:
“Boredom
no es una traducción apropiada y tampoco lo
es Lamgweile, salvo
quizás en el sentido en que emplea este vocablo
Schopenhauer; noia se aproxima mucho más...”
La misma dificultad se contrapone a la facilidad con
que se propagó, conformando una verdadera comunidad
temática, donde determinó el ritmo intrínsico
de la novela de la burguesía de la segunda
mitad del siglo XIX, terminando de edificar la idea
de interioridad moderna. Si bien, Steiner considera
que el spleen baudelaireano es el que más se
aproxima al concepto, retrasaremos un poco su tratamiento,
para darle cabida a una asociación más
oscura. Es el caso de Emma Bovary que posee las características
que han de definir el ennui: la obsesión del
encierro y el ensimismamiento. Según Flaubert,
tal como lo confiesa en su “Correspondencia
íntima”, la vida no está hecha
de una búsqueda constante de felicidad, sino
que se constituye de mecanismos imperceptibles con
los que se evita el aburrimiento y el dolor: "No
son las grandes desgracias las que crean la desgracia,
ni las grandes felicidades las que hacen la felicidad,
sino el tejido fino e imperceptible de mil circunstancias
banales, de mil detalles tenues que componen toda
una vida de paz radiante o de agitación infernal".
En su gran novela, construye una poderosa imagen del
aburrimiento de la pobre Ema Bovary: una “araña
silenciosa, tejía su tela a la sombra de todos
los rincones de su corazón”. Ema, como
después Mallarmé en su poema “Brisa
Marina”, ha leído todos los libros. Mira
caer la lluvia y a la hora de comer siente humear
como el vapor de la sopa, el desgano. Su marido, el
mediocre Charles, es el objeto del odio que provoca
el hastío, así como la ritualidad doméstica
la empuja a fantasías y deseos adúlteros:
“lo que vivía y lo que imaginaba, sus
ansias de placer que se dispersaban, sus proyectos
de felicidad que crujían al viento como muertos
ramajes, su virtud estéril, sus esperanzas
caídas (...) todo lo recogía, todo lo
tomaba y con todo calentaba su tristeza”. Flaubert
pone en relación de continuidad el aburrimiento
y la aventura erótica.
No podemos dejar de ver en esto un camino de ida y
vuelta a través del cual se marea la subjetividad
moderna. Pascal Quignard en "El sexo y el espanto",
nos proporciona una perspectiva histórica de
la relación entre el taedium
y la norma sexual de lo “natural”, es
decir la aparición de una normalidad excluyente.
Afirma que "cuando Augusto reorganiza el mundo
romano bajo la forma del imperio, el erotismo jubiloso,
antropomorfo y preciso de los griegos se transforma
en melancolía espantada". De ese espanto
derivan nuestras propias pasiones. Una imagen entre
las ruinas de Pompeya resume enérgicamente
aquello, la que representa un fascinus (falo) con
la leyenda hic habitat
felicitas, aquí habita la felicidad.
Es una estela de piedra, “todas las cabezas
asustadas de la Villa de los Misterios (...) convergen
hacia el fascinus disimulado bajo el velo en su hornacina”.
De la concepción romana del amor, parece ser
que hemos conservado el taedium
vitae que sigue al placer, “la detumescencia
del universo simbólico que acompaña
la detumescencia fálica, la amargura que nace
del abrazo y que nunca distingue el deseo del terror
ligado a la impotentia súbita, involuntaria,
hechizada, demoníaca”.
Observamos, aquí, uno de los tantos rincones
del laberinto que desnuda la interioridad. No habría
desnudez posible sin ella, ni vergüenza alguna
de mostrarse desnudos o aburridos. Es cierto que al
igual que con la vergüenza con que, por ejemplo,
medita Levinas, el aburrimiento nos entrega a una
interioridad inasumible, a un estado en que se “apaga”
ese otro espacio del yo, superado por su propia pasividad.
Ocurre la paradoja que el sujeto queda atrapado en
una situación que aún está por
darse, es la más pura libertad del desprecio
en que podría gritar como Rimbaud: la verdadera
vida está ausente.
Y ¿cómo se ha dado esta clase de interioridad
que encarcela al sujeto? Estamos ya muy lejos de la
creencia homérica de que los sentimientos no
forman parte del yo, sino que poseen vida propia.
Sólo así era posible el enajenamiento
de las pasiones ya que el mundo afectivo que construye
la cultura antigua está habitado de estos dioses
poderosos que juegan con los hombres. En algún
momento, según el español Marina, estas
fuerzas se sentimentalizan, es decir comienzan a construir
la intimidad moderna. De hecho, la palabra sentimiento
no aparece hasta el siglo XVIII con el significado
que hoy le conocemos.
El sujeto apenas parece salir de esa interioridad
moderna que ha surgido para extraerlo de la exterioridad
ajena del mundo. Entre la semejanza con el refugio
o la cárcel, el espacio de la intimidad crea
lazos pasionales con el “afuera”, con
la sociedad y la naturaleza. Produce un nuevo régimen
de pasiones y emociones con qué sentir el universo.
3. La séptima puerta de
Barba Azul
Volvamos ahora, a Steiner que ha intentado en su
libro, llevar a un extremo "la relación
entre las estructuras de lo inhumano y la matriz contemporánea
de una elevada civilización". En la línea
de pensamiento de “El malestar en la cultura”
de Freud, Steiner resume en una frase contundente
este nuevo régimen de la interioridad: "La
adormecida prodigalidad de nuestra convivencia con
el horror es una radical derrota humana".
La lectura de los múltiples procesos de frustración,
de “acumulado désoeuvrement”,
nos dejarían ver “energías que
se deterioran y se convierten en rutina a medida que
aumenta la entropía”. Y un poco antes,
había explicado que “los ideales románticos
de amor, especialmente el acento puesto en el incesto,
dramatizan la creencia de que el extremismo sexual,
el cultivo de lo patológico puede restaurar
la existencia personal a la plenitud de la realidad
y negar de algún modo el grisáceo mundo
de la clase media. Es lícito ver en el tema
byroniano de la condenación por el amor prohibido
y en el Liebestad wagneriano
sustitutivos de aquellos perdidos peligros de la acción
revolucionaria”.
Y más adelante: “el empleo que hace Baudelaire
de la voz spleen es el que más se aproxima
al concepto: spleen expresa la combinación,
la simultaneidad de un exasperado, vago esperar -pero
¿esperar qué?- y de un grisáceo
desfallecimiento”. Una vez terminadas las grandes
guerras napoleónicas -“la apasionada
aventura del espíritu desencadenada por los
acontecimientos de 1789 y sostenida a un ritmo fantástico
hasta 1815”-, el hombre enfrenta la uniformidad
de la burguesía y ese “sentimiento de
inexpresable malestar” del que habla Alfred
de Musset, en La confesión
de un hijo del siglo.
La distensión, la incapacidad para una nueva
renovación tras las guerras europeas y la euforia
primera de los avances de la Revolución Industrial,
es según Steiner, el origen de un ennui
propio de la nueva edad: “Para muchos
que experimentaron personalmente el cambio, aquel
aflojamiento de la tensión y aquel correr el
telón sobre la mañana que apuntaba fueron
profundamente decepcionantes. En aquellos años
posteriores a Waterloo es donde debemos buscar las
raíces del gran ennui que ya en época
tan temprana como 1819 Schopenhauer definía
como la enfermedad corrosiva de la nueva edad”.
Una de los partes del libro más hermosa es
el análisis de donde toma el autor el título,
El Castillo de Barba Azul y que es la ópera
de Bartók.
Al final de la obra, Judith pide a Barba Azul que
abra la última puerta, mientras un movimiento
de arcos ascendentes y descendentes de la orquesta
"que nos hace contener el aliento", acompaña
sus palabras. Con esta figura musical y "tocante
a una teoría de la cultura, parece que nos
encontráramos en el punto en que está
Judith de Bartók cuando pide que se abra la
última puerta que da a la noche".
Detrás de esa puerta, donde el exterior más
oscuro nos acecha, ¿qué nos queda del
interior en que nos hemos encerrado?
Felicidad o aburrimiento: dos de las máscaras
de una cultura que no termina de hacerse.
Y la otra pregunta: ¿qué revolución
es hoy posible?
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