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Las ilusiones del interés general en tiempos electorales

Por Fernando Gargano

fernandogargano@gmail.com
 

La noción de interés general es una idea difusa, otra de las tantas ilusiones políticas del mundo contemporáneo. Para la mirada que busca cambios radicales, presenta un interesante punto donde trabajar críticamente sobre el divorcio entre apariencia y realidad. Entendida como bien común, supone una serie de presupuestos y olvidos que permiten a los grupos dominantes en una sociedad imponer sus intereses propios como si fueran los del todo social. En la sociedad contemporánea, el supuesto preponderante es que las diferentes comunidades existen sin antagonismos irreconciliables en sus intereses económicos. En política, hablar de todos y todas, como iguales solo puede decirse con derecho en planos demasiado generales como para que en ese mismo acto no se afirme nada. ¿Todas las personas de un país son iguales? ¿En qué sentido? Podemos comenzar diciendo que la universalidad de los derechos ciudadanos que heredamos de la revolución francesa hoy solo expresan una formalidad potencial negada en los hechos por la indagación más elemental, simplemente alcanza con tomar como ejemplo nuestra cotidianeidad laboral y las penurias para garantizar la mínima reproducción, frente a la acumulación sin límites de las clases poseedoras.

Es en los momentos electorales donde el todo es menos cuestionado y cuando se exacerban las palabras que expresan generalidades. ¿Por qué se impone la idea de comunidad unitaria cuando las desigualdades son tan evidentes? Una primera respuesta, teórica, apunta a los mecanismos de sujeción ideológica. Tal vez el acto preponderante en el mundo de la ideología actual es el de la libre elección de los gobiernos.

En tiempos de definiciones electorales y cambios de gobiernos, se abren oportunas posibilidades para señalar estas contradicciones, ya que la brecha entre los discursos electoralistas y las realidades cotidianas se desnuda enorme y grotesca, aunque la delegación y el inmovilismo existentes le ofrecen inmunidad y persistencia. “Nos”, “el país” o “las argentinas”, “unidad”, “ciudadanía”, “comunidad”, ocupan banderas y titulares de periódicos, consignas y nombres de agrupamientos partidarios. Son tiempos donde parece definirse (una vez y otra vez) el futuro de todas y todos; donde los pasos a dar parecen ser los de la humanidad, del país, de las grandes regiones pero el protagonismo real solo cuenta para las personas que resaltan del común según oscuras y confusas representaciones. Hoy, los dispositivos de representación están regidos por los aparatos publicitarios al son de encuestas pagas, decididos en diminutas mesas de conducción, y consolidados en diversos mecanismos de poder corporativo.

Al momento de la consulta electoral, la justificación de la representación se plantea en términos de presumir el saber de lo bueno y lo malo, de conocer las pautas para lograr el bienestar universal. La intención de estas breves líneas es revisar esa idea de bien común o de interés general, solidaria de la idea de voluntad general que tiempo atrás se opuso como forma progresiva, a los caprichos individuales de los poderes monárquicos, pero que hoy es una mera ilusión; ideología.

La noción de interés general es un concepto general indeterminado que supone imposiciones y victorias, dejando en la oscuridad grandes verdades que no llegaron a ser, que descansan latentes. En las sociedades de conflicto, el todo no es un conjunto armónico. Basta con mirar el destino de los frutos de nuestra producción, la división propia del trabajo, los espacios minoritarios de riquezas infinitas frente a los millones de seres que viven en la miseria. Sin embargo libertad, igualdad y fraternidad parecen ser ley. La ciudanía es universal y la mayoría de nuestros gobiernos son legítimos y elegidos libremente. Las excepciones no cambian la norma; la democracia parece ser la forma encontrada para siempre. 

¿Qué poder misterioso hace que las grandes mayorías se resignen ante ese ilusorio bien que claramente no las acompaña? ¿Cuál es su naturaleza? Lo que se entiende como el interés general es producto de un largo proceso, fruto de relaciones de fuerza y poder; la cuestión es un problema político y filosófico, del conocimiento.

Cada sociedad tiene un conjunto de saberes y creencias adoptado por las personas que lo conforman; sobre cada asunto en particular hay una serie de nociones incuestionadas en lo inmediato. Ese conjunto total de conocimientos tiene una importancia fundante, constitutiva de la propia cotidianeidad, como arsenal de recursos para sobrevivir y reproducirse. Se nace en ese universo de saberes, que preexiste a las individualidades. Cuando decimos que no se cuestionan en lo inmediato, no llegamos a afirmar que son inmutables, pero la historia muestra que los grupos sociales no están dispuestos a reedificar permanentemente sus supuestos ideológicos básicos. Los conocimientos humanos cambian junto con las continuas transformaciones estructurales, mas los cambios no son rupturas abruptas con lo anterior establecido, salvo momentos excepcionales. Hay ciertas resistencias a la diversidad de saberes y los cambios en el conocimiento, aun cuando se vuelve evidente que hay verdades en ciertas sociedades que son falsas en otras, o para una misma sociedad en generaciones diferentes.

Desde una mirada anticapitalista, la sociedad (como un todo) esconde sus antagonismos irreconciliables de clases para repetir día a día sus esquemas fundantes de reproducción. Decimos fundantes porque la sociedad se recrea o refunda una y otra vez neutralizando aquellas verdades que la ponen en cuestión al precio de su derrumbe. La igualdad jurídica y la libertad burguesa son algunas de las precondiciones de su reproducción. La ciudadanía universal esconde las diferencias económicas antagónicas entre quienes poseen los medios de producción y quienes solo venden su fuerza de trabajo tras un velo de igualdad formal, abstracta. El hambre puede obligarnos a tomar un trabajo miserable, pero no la ley, pues somos libres. No nos apuntan con un arma al momento de negociar un salario; jurídicamente es un contrato entre personas libres, como el firmado entre partes cuando buscamos una casa donde vivir. Se podrá decir: somos libres y no lo somos. Ese es el punto. ¿Qué ocurre cuando estas verdades se enfrentan? No puede haber diferencia sobre el saber general de un mismo objeto: “somos iguales” y “no somos iguales” es insostenible. ¿Cómo demostrar quién acierta y quien se engaña ante dos verdades antagónicas? Es aquí donde la verdad resulta de las relaciones de poder, y donde el estado es campo de legitimación de aquellas verdades que sustentan dominio, principalmente bajo la apariencia de neutralidad. Así vemos que la relación entre apariencia y realidad es parte importantísima de nuestro problema.

Desde comienzos de las civilizaciones, los edificios de saberes en los grupos y sociedades no se transforman desde el exterior; estos incluyen mecanismos internos para la verificación de sus verdades y se procesan en diferentes juegos de fuerzas. Por una cuestión de poder, las diferencias que no ponen en riesgo la gramática general son aceptadas, pero las verdades radicalizadas y rupturistas son combatidas, neutralizadas o resignificadas de alguna manera. En el presente, el estado cumple un rol determinante en este punto puesto que hay un saber oficial, la legalidad imperante; el concepto de hegemonía, que de alguna manera implica conducción, no es banal. La imposición de un conjunto de intereses, sentidos, representaciones como si fuesen de todas las partes, “los intereses comunes”, “el bien “común”, “la comunidad universal”, son resultados de estas batallas. Las clases poseedoras, los grupos dominantes y hegemónicos imponen como pautas generales de convivencia y reproducción, las modalidades que no ponen en riesgo el dominio y las hacen aparecer como únicas, naturales, eternas.

Ciertos saberes generales tienen como fundamento  la fuerza de lo establecido, sin que importe la verdad o falsedad de su contenido, o si los argumentos que lo sostienen son falaces. Nuestros saberes nos dicen que para reproducir diariamente nuestras vidas debemos, individualmente vender nuestra fuerza de trabajo. Nos enseñaron que el trabajo dignifica; no lo verificamos, lo hacemos diariamente. Cualquier saber que cuestione radicalmente semejante verdad deberá asimilarse a las verdades sabidas, a las lógicas imperantes en nuestras conciencias y reelaborarse en un proceso crítico. Desde siempre, los pueblos han acercado las verdades exógenas con que se encontraron a sus pautas endógenas de comprensión, a sus experiencias. El drama actual es que el saber hegemónico parece no tener fisuras. Creemos que las representaciones de las experiencias externas a la ciudadanía burguesa no escapan a esa regla, por ejemplo los saberes y prácticas de autogestión, o los intentos de autonomía de lo estatal. Cuando emergen estas prácticas el saber establecido se reelabora a partir de experiencias cruciales: se producen verdades contraculturales ante casos puntuales de represión estatal, en experiencias de producción o de educación, o en situaciones de carencias extremas con resoluciones extraestatales. Como enseña la epistemología más básica, los contenidos externos en la constitución de los saberes se generan (o regeneran) mediante actos internos de las singularidades, como si hubieran derivado de los propios presupuestos. Si existe algo como una toma de consciencia del antagonismo irreconciliable en las sociedades capitalistas, esa comprensión, hoy, es una acción productiva singular a partir de las propias premisas de saberes que estallan en su contradicción.

Lamentablemente, a estas elecciones las preceden largos tiempos de inacción política y de experiencias profundas y continuas de delegación o pasividad inerte. Así, nociones como las que pretendemos cuestionar están más cerca de persistir que de ser superadas, pero creemos que en la medida que se creen y recreen campos de intervención donde producir un saber crítico la tensión estará presente. Encontramos esperanzas en las acciones micropolíticas que mantienen vivas las voces alternativas y ante la vaguedad de los discursos imperantes, la experiencia abre un campo fértil para la construcción autónoma. La percepción del antagonismo es la semilla de destrucción de aquellas falsas ideas que promueven la ilusoria felicidad de todos y todas; los sectores hegemónicos ya demostraron que su todo es parcial y clausurado. El saber autónomo hace visible aquello que ha devenido escondido, lo eleva a verdad, propia, no neutral y antagónica. Humilde y minoritario, más no por eso menos verdadero, el interés propio y no general, propio de los pueblos que trabajan, de las clases que producen, abre camino.

 
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