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Emancipación y/o revolución. Alternativas al suicidio perfecto

Por Oscar Sotolano
Psicoanalista, docente y escritor de ensayos y novelas. Miembro de la Asociación Colegio de Psicoanalistas

oscarsotolano@yahoo.com
 

“La vergüenza es ya una revolución. La revolución es una especie de  cólera contra sí mismo”,
C. Marx, Cartas a Ruge, marzo 1843

Asistimos, en un estado que transita del estupor al distanciamiento incrédulo, a una tragedia que avanza: la vida del planeta en general y la humana en particular, se degradan a cada instante. Amplios sectores de los seres humanos lo sabemos o lo sospechamos, pero una átona impavidez de fondo angustioso predomina. No es un hecho casual. No brota de vicisitudes mortíferas en el mundo del azar.

En 1867, uno de los Marx que en Marx habitan sentenciaba en El capital: “La producción capitalista, sólo desarrolla la técnica y la combinación del proceso social al mismo tiempo que agota las dos fuentes de las cuales brota toda la riqueza: La tierra y el trabajador”. Esto dicho 150 años antes de que la fina capa de ozono que protege la vida del planeta se hubiese perforado, los polos se estuviesen derritiendo, los mares sucumbiesen entre desechos industriales, la fuente de oxígeno del Amazonas se consumiera entre llamas en pos del agro-negocio, y millones de trabajadorxs y sus hijxs fuesen arrojados a un destino de muerte por desocupación y hambrunas, enfermedades curables o bombardeos lanzados sobre poblaciones civiles a lo largo y ancho del planeta, en guerras  sostenidas no sólo en causas militares de matriz geopolítica sino en una razón económica férrea: la tasa de ganancia capitalista tiende estructuralmente a decrecer y la guerra es una de las formas de compensar ese proceso que está en sus entrañas. El pronóstico sobre el genocidio y el ecocidio de ese Marx de 1867, no era fruto de una visión catastrofista adoradora de mesianismos como lo fueron las tradiciones milenaristas, era el fruto del estudio de las tendencias internas del capital; fundamentalmente, el choque entre la forma socializada global de producción que lo caracteriza y le da su pujanza, y la propiedad cada vez más reducida a menos manos de la riqueza que produce en su vértigo acumulativo. Que sean 62, 42 u 8 las familias que se han adueñado de la mitad de la riqueza del planeta en pocos años, como dicen los informes Oxfam, habla de cifras igualmente obscenas. Una contradicción que hoy hace que habiendo muchos más recursos tecnológicos para que los humanos trabajen menos, sin embargo, se esté volviendo a jornadas del siglo xix; al tiempo que millones quedan excluidos de la posibilidad de trabajar, siquiera, alguna vez. La sentencia de ese Marx, cada día se hace más vigente… en ese punto.

En la compleja reflexión que avanza entre abstracciones y modelos teóricos, y la observación de la tragedia cotidiana de los niños explotados en la Gran Bretaña de la revolución industrial o de las crisis periódicas que cada década azotaron al capitalismo del siglo xix, y siguen haciéndolo, Marx construyó las bases de un pronóstico fatal que hoy se materializa entre la desmentida y la resignación abúlica de la población que la padece; es decir, el mundo todo, nosotrxs todxs, la tierra toda. El crimen del capital se consuma en nuestro imprescindible hábitat, en nuestros cuerpos y también en nuestras subjetividades que saben o sospechan, pero desmienten o niegan. Jorge Alemán (2)  llamó a esa situación, recurriendo a recursos teóricos de vertiente más filosófica-psicoanalítica lacaniana: crimen perfecto. Tal vez, mejor sería llamarlo suicidio perfecto: el capital en su voracidad expansiva aniquila las condiciones materiales que lo sostienen. Mata y se mata matándonos.  

Al igual que el trabajo teórico del químico Mendelejev permitió predecir elementos faltantes en la tabla periódica, el de Marx le permitió prever aquello a lo que hoy asistimos sin que advirtamos plenamente su gravedad. Sin embargo, la desesperanza, la angustia, la violencia anómica que dominan la época devienen síntoma del registro reprimido o desmentido de la tragedia. Desde esa perspectiva, si para Marx una revolución resultaba imperiosa, era porque un sistema que lleva a la muerte debía ser detenido en ese avance destructor que los espejos de colores que caracterizan el devenir fetichizado de la mercancía, velan. Mercancía que hoy se ha trasvestido de forma primordial en su medio de cambio; o sea, en el dinero que se fabrica y presta para realizarse en las arcas virtuales de deudores, en bonos de vencimiento incierto y pago imposible; dinero que ha dejado de ser sólo un recurso para el intercambio de mercancías: ha devenido la principal mercancía, la que se realiza en el mercado financiero al que vivimos sometidos.

Para Marx, una revolución resultaba imperiosa porque urgía cambiar las condiciones de producción y distribución de la propiedad de las fuentes de riqueza antes de que fueran agotadas. Se trataba de frenar ese colapso de la especie y su hábitat. La revolución no era un destino inevitable de las tendencias al progreso como cierto marxismo dogmático prevalente tendió a creer (que, hay que decirlo, otro Marx en Marx autorizó a pensar), era una necesidad para evitar ese destino mortífero. Por eso el Manifiesto Comunista termina diciendo que la lucha de clases (la que para Marx motoriza la historia) termina con el triunfo de una sobre la otra o, enfaticémoslo, con la destrucción de ambas. Marx  sabía que la vida no está nunca garantizada y que la muerte está siempre allí para recordarlo. El progreso no es nunca inevitable, ni está asegurado. Si había un Marx que se exaltaba con el progreso de la liberación de las fuerzas productivas bajo el capitalismo, había otro que, al mismo tiempo, veía las consecuencias de su dinámica. No se trata de una pulsión de muerte del capitalismo como, a veces, cierto abuso de psicoanálisis en el campo social enuncia, no había un problema inherente a peculiaridades de la técnica como cierto reduccionismo tecnocrático pretende, hay una contradicción en su modo de crear riqueza que frena su vitalidad. Lo que Marx no estudió fueron sus efectos en las subjetividades. Y esos efectos (que incluyen las mutaciones tecnológicas) son hoy ineludibles para desentrañar al capitalismo actual, que se suele llamar neoliberal. 

Planteada entonces la revolución como una necesidad, no lógica sino relativa a la estricta supervivencia, siendo hoy esa necesidad tan urgente, sin embargo, nunca la revolución ha estado, al menos así parece, tan lejos. Siendo una época de necesidades revolucionarias no vivimos en tiempos de vocaciones revolucionarias. La revolución que Marx concebía era una emancipación de los trabajadores obra de los trabajadores mismos, pero hoy los trabajadores están lejos de cualquier revolución en su horizonte de vida (tal vez, porque intuyan que también hay muerte en ese horizonte; tal vez, porque más que vergüenza y cólera contra sí mismos, se sienten asténicos, perplejos y desesperanzados). El sujeto histórico de la revolución era el proletariado productor de riqueza; los trabajadores iban a ser, según el Marx más ligado a un hegelianismo progresista y a las tradiciones utópicas, la fuerza de ese cambio, el elemento de la contradicción que permitiría superarla; uno que sacaría al hombre de su prehistoria para hacerlo entrar en una historia de armonía que recuperase las tradiciones del llamado hombre “natural”. La visión más virginal de Rousseau vivía en Marx. Pero, como nos recuerda el ginebrino en El discurso de la ciencia: “El Estado natural, es un estado que no existe ya, que acaso no ha existido nunca, que probablemente no existirá jamás (subrayado nuestro), y del que, sin embargo, es necesario tener conceptos adecuados para juzgar con justeza nuestro estado presente”. La antropología de Rousseau que vive en Marx no es sólo una ilusión de lo humano como totalidad perfecta; incluye, además, otros ejes. Dice Rousseau: “El primero al que, tras haber cercado un terreno se le ocurrió decir ‘esto es mío’ y encontró personas lo bastantes simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes: ¡Guardaos de escuchar a este farsante! Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie” (3). 

Las tradiciones diversas que habitaron la Ilustración moraban en Marx, al igual que lo hicieron en Freud. De ese torrente histórico brotó una revolución que fue reconstruida a partir de Napoleón de un modo que aún perdura y que hace que las banderas de “Libertad, igualdad y fraternidad” sigan siendo hoy tan vigentes en tanto causa legítima como, también, en tanto causa incumplida. Una revolución francesa glorificada que dejó marcas muchas veces más simbólicas que las que en la práctica se llegaron a alcanzar, cuan rezaba su proyecto universal. Revolución que fue, simultáneamente (¿acaso toda revolución no debería ser pensada en esa doble dimensión?) un acontecimiento y un proceso; por cierto, muy diferente a muchas otras rebeliones pasadas. Como se dice le informó el duque de La Rochefoucauld a Luis XVI cuando los sucesos de la Bastilla: “Esto no es una revuelta, es una revolución”. Todo el orden social estaba siendo puesto en juego en ese momento, y las condiciones de ese orden ya no eran viables para las mayorías plebeyas que expresaron su cólera. En la revolución que devino burguesa confluyeron luchas emancipatorias de diferente procedencia, caras de un mismo vértigo. Proceso, por cierto, contradictorio que hoy cualquier feminista podría objetar. No olvidemos que Olympique de Gouges fue guillotinada bajo el terror jacobino tras escribir su “Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana”, acusada de realista por oponerse al ajusticiamiento de Luis XVI, sin que ello explique por qué los derechos de la mujer que ella escribió no fueron incluidos en ningún párrafo de la naciente república, tras su muerte. Es que las revoluciones suelen pensarse en su forma de acontecimiento y no en su forma de proceso que en su dinámica “post acontencial” continúa dándole más o menos cabida a las fuerzas que pudieron motorizarlo, reconstruyendo así, retroactivamente, su sentido en otras experiencias. Desde allí, podríamos decir que la Revolución rusa fue el intento de llevar los ideales de 1789 a su forma más radical, lo cual implicaba otro modo de organización social que fue gestándose, entre otras, en las tradiciones comuneras de 1870 y en las condiciones que la nueva producción capitalista fue imponiendo. Nadie tenía un manual de cómo iba a ser la revolución rusa, como nadie lo tuvo de la francesa (nadie puede pretender tener un manual de un hecho caracterizado por su dimensión extraordinaria, radicalmente autocreativa), pero también es cierto que los derechos de la mujer que pudieron llevar a la guillotina a De Gouges en 1793, llevaron a lugares centrales del gobierno soviético de 1917 a Alejandra Kollontai, N. Krupskaia, Inessa Armand y Elena Stasova. Hubo progreso entre una y otra; sin embargo, la guillotina no se detuvo y Stalin barrió con muchas conquistas del 17 a golpe de crímenes y mentiras. Entre aquellas, hecho habitualmente ocultado, la defensa del derecho al goce sexual sin restricciones que hoy, en el siglo xxi se toma como una gran conquista del derecho y la moral liberal más progresista ("La legislación soviética declara la absoluta no interferencia del Estado y la sociedad en las cuestiones sexuales, mientras nadie sufra daños físicos ni se perjudiquen sus intereses. Respecto a la homosexualidad, sodomía y otras formas de placer sexual, que en la legislación europea son calificadas de ofensas a la moralidad, la legislación soviética las considera exactamente igual que lo que se conoce como relación ’natural’",  decía en 1923 el Dr. Grigorii Batkis, director del Instituto de Higiene Social de Moscú) La emancipación radical que concebía la revolución rusa en sus albores era inseparable de su carácter revolucionario. Y en su carácter emancipatorio y revolucionario confluían tradiciones seculares. Pero ambas portaban también, en su seno, fuerzas que se oponían a su consolidación. De seguro, la aserción de Batkis no podía ser bien vista por una sociedad militarizada por la guerra mundial, primero, y la civil, después; y mucho menos por un pueblo forjado en el yunque de la iglesia ortodoxa durante siglos de zarismo y milenios de un patriarcado que las figuras del Gran Patriarca Ruso, antes, y del “Padrecito Stalin”, luego, llevarían a su clímax, clerical o ateo. Evaluar las fuerzas contradictorias que habitan en el seno de procesos extraordinarios como los son las revoluciones es parte de la tarea de reflexión sobre ellas, por eso evaluar las experiencias socialistas sólo a partir de sus derrotas (como si estás derrotas en sí mismas fueran prueba suficientes para desdeñarlas) es uno de los mayores problemas que carga en su haber la izquierda actual. Tanto cuando minimiza esas derrotas tomándolas como experiencias “puras” pero mal realizadas, sea cuando las toma como prueba de su inviabilidad histórica, degradando aquello ideales a piezas  de museo. Lejos de ello, los ideales socialistas necesitan ser rediscutidos, no archivados. Deben perdurar como ideales sin ser idealizados.

El gran capital mundial imperialista ha ido derrotando o corrompiendo todos los intentos de oponerle resistencia; fueran revolucionarios, reformistas, armados, pacíficos, socialistas, comunistas, populistas, nacionalistas populares de cualquier cuño, soviéticos, electoralistas, parlamentaristas, asamblearios, o lo que fuere. Ninguna de las derrotas de las variadas formas de oposición al gran capital en su avance destructivo puede ser tomada como prueba de la inviabilidad de esos intentos. Todos han acumulado derrotas y fracasos. Por ello, ninguna revolución o experiencia que se precie de una voluntad transformadora puede evaluarse sólo por cómo termine. Todos los intentos (radicales o tibios) de poner freno al avance desbocado del capital chocaron contra la resistencia activa de ese capital insaciable, por su carácter globalizado, siempre internacional; sea con guerras de mercado (como padece regularmente la Argentina) ante cualquier intento, incluso no anticapitalista, de ponerle algún freno a su pasión acumulativa; sea en aquellas experiencias revolucionarias autodefinidas socialistas o comunistas, que terminaron consumiendo sus mayores energías en guerras infinitas, a veces declaradas, a veces insidiosas. La gloria y la tragedia de la revolución cubana, no pueden ser pensadas sin un bloqueo de 60 años que hoy se agudiza, que de tan extendido se ha naturalizado entre los propios ciudadanos cubanos que suelen olvidar su cotidiana presencia en las enormes dificultades que padecen (más allá de las discusiones que acerca de las formas en que la revolución ha enfrentado esa insidiosa guerra, justifican). Es inevitable que una sociedad sitiada, bloqueada o sometida a la guerra vaya adoptando las condiciones que la guerra impone, y tal como pueden surgir los mejores rasgos que los humanos portamos, también se exacerban los peores que habitan en nosotros como potencialidad lista a realizarse.

J, Alemán (4) siguiendo la tradición de lo que se ha dado en llamar izquierda lacaniana, separa revolución de emancipación como correspondientes a órdenes distintos. Plantea hacer un duelo de lo que llama una metafísica de la revolución. Si por tal cosa se entiende abandonar las formas dogmáticas que han pretendido y pretenden contar con una fórmula de la revolución, sin duda podríamos suscribir esa idea, pero si ese duelo implica el abandono de la voluntad de que las condiciones de dominio que el capital impone sean transformadas de un modo que termine con las condiciones destructivas que las definen (eso es una revolución), no podríamos estar más lejos de ese punto de vista, aun cuando nadie pueda anticipar cómo ese proceso llamado revolucionario se pueda realizar.

Que, tras la experiencia acumulada, nadie sepa cómo debe ser la sociedad que reemplace este orden mundial caótico y suicida; que la llamada izquierda de todo tipo se debata ante el dilema ético de cómo hacer una sociedad más justa para todos los seres humanos, no puede ser hecho excluyendo la necesidad (vital) de revolucionar, transformar en sus raíces, un sistema social que ha agotado sus capacidades de mejorar la vida humana de conjunto, aunque esto no signifique que agonice como parecen creer quienes afirman que su estado es terminal. Por ahora, sólo ofrece muerte sin morirse. Sin revolución en este sentido general, no hay emancipación. Lo cual no implica totalización revolucionaria, pues si algo sí se desprende de la experiencia histórica es que las derivas totalitarias sólo nutren el poder del capital que instala el terror en cuanta ocasión tiene. Los colectivos LGBTTQ, por tomar uno de los fuertes movimientos emancipatorios actuales, han encontrado espacios gayfriendly en el marco de un mercado que los recibe como objetos de y en el consumo, y no están, precisamente por ello, menos atados a la suerte global. Sin duda todas las luchas emancipatorias son importantes, cuestionarlas porque no se asumen revolucionarias implica una concepción metafísica de la política, pero negarles el carácter potencialmente revolucionario que realizan en su práctica, al igual que la absoluta necesidad (no inexorable destino) que los pueda llevar a consumarse, con todo lo limitado, restringido y destotalizante que toda experiencia humana real tiene, es el punto donde emancipación y revolución devienen conceptos no antagónicos sino necesariamente sinérgicos. Ninguno existe sin el otro.

La revolución alguna vez soñada ha quedado en el pasado. El mundo ha cambiado de infinidad de formas, muchos sujetos no viven su vida con vergüenza, ni alojan cólera contra sí mismos, algunos porque gozan de alguna migaja que el capital les ha hecho creer que lograron por su propio mérito; sin embargo, la catástrofe hace sentir su vértigo abismal en una desesperanza extendida que ancla en nuestro estructural desamparo. En ese sentido, la necesidad de que el capitalismo deje de ser la forma de lazo social del mundo todo, la necesidad de políticas de aspiración revolucionaria que recuperen las banderas democráticas del socialismo más radical que, antes de devenir crimen totalitario, alguna vez se llamó comunismo y que no habría que descartar la posibilidad de que se llame de otras maneras, no pueden ser abandonadas, siempre que estas banderas sean capaces de incorporar y transformarse a la luz de múltiples experiencias emancipatorias locales, nacionales e internacionales que las coyunturas puedan ir produciendo, al tiempo que escuchen con atención la experiencia de los pueblos. Digo pueblos, porque el suicidio capitalista no se detiene en seleccionar qué clase será su víctima. Hoy, hasta la llamada burguesía es un peligro para sí misma. Cuando sólo apela a introducir en el mercado prácticas y técnicas de “sustentabilidad” ambientalistas, no frena la lógica misma del capital que, por sí mismo, sólo hace sustentable su propia reproducción. Es la humanidad toda la responsable de su destino. Una pasión erótica, amorosa (es decir, también colérica) debe resurgir entre tanta sexualidad de mercado preñada de angustia; una pasión que lejos de alojar una cólera autodestructiva, aloje una cólera vital allí donde el estupor parasita.

Dicho todo esto, no podemos eludir la pregunta que nos acucia: ¿Estaremos los humanos a tiempo de reaccionar y evitar la catástrofe? Inútil pregunta que tiene una sola respuesta. “No lo sabemos”, sólo nos queda intentarlo. Resulta un acto de irónica justicia poética que, hace pocos días, en las mismas Naciones Unidas,  a la locura de la razón técnica capitalista haya salido a impugnarla una jovencita “psiquiatrizada” que reclama, con verdadera razón, un futuro.

Notas
 
(1) Marx, C, “El Capital. Crítica de la economía política”, en Obras Escogidas, T.1, Ed. Ciencias del Hombre, Bs. As., Argentina, 1973, pág. 483.
(2) Alemán, J, Horizontes neoliberales en la subjetividad, Grama ed., buenos aires, 2016
(3) Rousseau, J, J; Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres. Ed. Alba. Barcelona.1996
(4) Alemán, J; Capitalismo, crimen perfecto o emancipación. Ed. NED. España. 2019
 
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