El historiador y pensador crítico Inmanuel Wallerstein, recientemente fallecido, en un texto escrito hace más de veinte años, afirmaba que la humanidad se encontraba ante un horizonte de “desorden creciente y autorreforzante”, duradero al menos durante varias décadas, en el cual el sistema-mundo capitalista no sería capaz de establecer auténticas válvulas de escape y crecería la deslegitimación y la incapacidad de responder a las necesidades de una población descontenta. Y, añadía, que esa población tampoco sería, probablemente, capaz de crear un proyecto de sociedad alternativa. (1)
Hay que dar la razón a Wallerstein. Las dos primeras décadas del siglo XXI han ofrecido un muestrario de las catástrofes que amenazan al mundo, Pero, también, se han manifestado los flujos sociales que se resisten al dominio completo del imaginario neoliberal y se han hecho presentes las posibilidades instituyentes que están germinando en los más diversos lugares del planeta, aunque aún no sean una alternativa al sistema.
El desorden es creciente. La competitividad neoliberal invade todos los engranajes sociales y todos los rincones. La expansión de comportamientos que trasladan, a cualquier ámbito, reglas basadas en la competencia individual y la gestión empresarial, ha acabado constituyendo una lógica social, una fuente de nuevas subjetividades y de relaciones sociales desarticuladas que expresan una nueva forma del espíritu capitalista.
El dominio neoliberal en el siglo XXI, que aparece como absoluto, está, sin embargo, sometido a su propia incapacidad de cumplir expectativas sociales. Forma parte de su naturaleza ser una máquina de generar desigualdad y podredumbre social. El ciclo de apoteosis de esta forma de capitalismo desregulado y desregulador, al comienzo de este siglo, se apoyó inicialmente en la euforia del crecimiento indefinido y acelerado de los precios de los activos inmobiliarios y financieros. Pero se agotó pronto. Lejos de haberse superado para siempre las crisis cíclicas de valorización del capital, las bruscas interrupciones del proceso de acumulación dieron lugar a la explosiva crisis económica mundial de 2008, cuyas consecuencias siguen tan presentes. El actual capitalismo neoliberal ha generado la mayor desigualdad social desde comienzos del siglo XX.
El capitalismo es incapaz de ponerse límites, es incompatible con el cuidado, no conoce el término precaución. El crecimiento ilimitado de su seudo-dominio seudo-racional, como decía Castoriadis, es su propia forma de existir. El rumbo desbocado del capital nos conduce a la mayor crisis de la civilización, tras seguir consumando la destrucción de las coordenadas naturales del planeta. La crisis ecológica no es una posibilidad, es una realidad aplastante, que amenaza con la mayor de las catástrofes. La novedad es que por primera vez se está generando una respuesta social. Así lo atestiguan las masivas protestas de jóvenes y la jornada mundial de lucha del 27 de septiembre de 2019.
La realidad cotidiana de la vida de las gentes está sometida, cada vez más, a la precarización. En esas condiciones, es inevitable la deslegitimación y la crisis del modelo de sociedad. Es la situación que propicia que los sistemas políticos electorales se degraden hasta producir personajes como Donald Trump, Vladimir Putin, Jair Bolsonaro, Rodrigo Duterte o Boris Johnson. Aparece así una nueva derecha con rasgos populistas, con un proyecto de autoridad y orden, que intenta forjar una amalgama entre los sectores sociales que se sienten amenazados y la parte de las élites más partidaria de un nuevo disciplinamiento social autoritario.
Mientras el desorden sistémico aumenta y las oligarquías buscan recomponer un orden favorable a su dominio, también aparecen, sin ser invitados por los de arriba, los movimientos de la gente. Se desencadenan luchas sociales y acontecimientos que revelan impulsos hacia unos valores diferentes y hacia una institución alternativa a la gobernanza neoliberal.
Movimientos sociales y acontecimientos
Recordemos algunos acontecimientos derivados de movimientos sociales que se dirigen contra el orden existente de las cosas.
Por supuesto, como el primero de esos grandes acontecimientos globales se encuentra la rebelión mundial de las mujeres, un hecho crucial que cuestiona la sustancia patriarcal y de dominación que atraviesa todas las estructuras de la sociedad.
Grandes luchas sociales del último año. Em Hong Kong se ha desarrollado el movimiento democrático más potente que ha conocido el continente asiático. En Argelia y en Sudán se han producido movilizaciones históricas masivas para conquistar derechos y libertades. En Puerto Rico una inmensa protesta colectiva ha adquirido rasgos de terremoto político. En Francia la movilización de los chalecos amarillos se ha desarrollado durante meses uniendo luchas de las zonas rurales y urbanas...
Todos esos acontecimientos hay que situarlos en el mismo período histórico en que se han producido, durante la última década, movimientos sociales tan inspiradores como el 15-M en España en 2011 y la oleada de movimientos de ocupación de plazas y otros lugares públicos, desde Madrid a Nueva York y Estambul, desde El Cairo a Londres o Río de Janeiro.
Es el mismo período del trascendental y complejo proceso de las revoluciones árabes y de la experiencia de construcción social-histórica kurda. Sí, después del final de la Historia, sigue habiendo revoluciones.
Es innegable que esos grandes movimientos sociales, que tienen la fuerza de acontecimientos, no son fenómenos aislados, aunque estén profundamente enraizados en las circunstancias concretas, tengan dinámicas propias y no sean agregables mecánicamente.
Es propio de todo auténtico acontecimiento crear una tensión entre un pasado, anterior al mismo, y un futuro en el que este ya se ha producido. Esa relación nos recuerda a Castoriadis, cuando hacía referencia a la relación entre los instituidos y lo instituyente que se hace presente en determinados momentos de creación, de aparición de un nuevo sentido histórico. El acontecimiento, que no llega a la condición de nueva creación histórica, tiene la capacidad de crear esa tensión entre lo instituyente, que está aflorando, y lo instituido que se resiste a dejar de serlo.
Todos esos movimientos sociales han tenido rasgos en común. Masividad de las movilizaciones, desencadenamiento sorpresivo, espontaneidad de los métodos de lucha, ausencia de liderazgo, carácter generalmente pacífico, auto organización, horizontalidad, escasa presencia de organizaciones preexistentes, generación de estrategias complejas de lucha...
Antonio Negri y Michael Hardt destacan su componente de rechazo de las formas no democráticas de organización. “Los movimientos sociales de hoy rechazan consistente y decisivamente las formas tradicionales y centralizadas de organización política. Los líderes carismáticos o burocráticos, las estructuras partidistas jerárquicas, las organizaciones de vanguardia e incluso las estructuras electorales y representativas son constantemente criticadas y debilitadas” (2)
Nos debemos, pues, situar ante el nuevo tipo de conflictos y luchas sociales que se producen en la época del neoliberalismo, donde el dominio de las oligarquías dominantes se encuentra con respuestas nacidas desde abajo, donde las reclamaciones igualitarias, en defensa de lo común o democráticas tienen una fuerte presencia. Movimientos que se despliegan como estratégicos y espontáneos, que son al mismo tiempo ofensivos y de resistencia.
Estos acontecimientos ponen de manifiesto la capacidad de auto organización de la sociedad. Nuestra mirada hacia los movimientos sociales no se debería dirigir fundamentalmente a descifrar una verdad oculta en los mismos sino a escuchar su propia voz, comprender su propia acción, reconocer los sentidos que crean. Lo más importante de los movimientos es su propia existencia. Solo desde una comprensión de todo ello podremos reconocer, también, sus propias dificultades para desarrollar un instituyente.
En ese sentido, los verdaderos movimientos sociales, como las verdaderas revoluciones, expresan directamente tanto las posibilidades como las limitaciones de la época. Y por tanto, suponen experiencias que permiten un aprendizaje para quienes quieran aprender.
En el marxismo ortodoxo fue Rosa Luxemburgo una voz única para apreciar que la revolución y, del mismo modo, los grandes movimientos sociales no son predecibles. Se desarrollan mediante mecanismos espontáneos enraizados profundamente en las fuerzas sociales. En 1906 decía, a raíz de la revolución de 1905: “La huelga de masas no es el producto artificial de alguna táctica premeditada de los socialdemócratas. Es un fenómeno histórico natural que se apoya en la actual revolución”. En definitiva, sostenía, a la revolución y las huelgas de masas no las provoca nadie. Ocurren. Para Rosa Luxemburgo, las revoluciones no permiten que nadie juegue a maestro de escuela, no admiten recetas. Del mismo modo, los movimientos sociales profundos se originan a partir de procesos a cuyo desencadenamiento no se le puede fijar forma ni tiempo (3). Todo eso parece válido hoy en día.
Las grandes revoluciones y movimientos sociales del siglo XX volvieron a poner en evidencia su carácter impredecible y espontáneo y su naturaleza de creación social. La revolución rusa de febrero de 1917, la revolución mexicana iniciada en 1910, la revolución alemana de noviembre de 1918, la revolución española de 1936, la revolución húngara de 1956, el movimiento de mayo del 1968, etc., pusieron una y otra vez el dedo en la llaga de la incapacidad de los esquemas preconcebidos para aprehender la realidad y en la absoluta ignorancia de los procesos sociales de las sectas y grupos que aspiraban a convertirse en direcciones revolucionarias. Pero la izquierda del siglo veinte, dominada por una parte por una socialdemocracia en transición al social-liberalismo y, por otra, por la tradición de origen leninista, o convertida en estalinista, estaba incapacitada, por su propia esencia, para aprender de las experiencias.
La izquierda del siglo XXI sigue igual, no quiere ni puede aprender de las experiencias, de las luchas reales, de las revoluciones auténticas, de los grandes movimientos sociales de nuestra época. Sean las revoluciones árabes, la rebelión mundial de las mujeres, el movimiento de defensa de la democracia de Hong Kong... Esas experiencias de nuestro tiempo son la posible fuente de inspiración de quienes estén dispuestos a asumir que los auténticos flujos sociales son una creación original e impredecible.
Sujeto social, sujeto político
Una vez destacada la importancia de los acontecimientos, debemos tomar alguna posición sobre su significado. Ello exigiría afirmar con rotundidad que no hay ninguna inteligencia histórica que se exprese a través de esos acontecimientos, ni ningún sujeto preconstituido que asegure un transcrecimiento de las luchas parciales contra la economización del mundo por los derechos sociales y por las libertades democráticas en una nueva creación histórica. Tampoco hay ninguna necesidad histórica que se exprese a través de esos grandes movimientos sociales y asegure, por su propia naturaleza, la emergencia de una nueva sociedad.
Entre aquellos que son conscientes de la importancia de los acontecimientos desencadenados por los movimientos sociales de la última década, no todo el mundo ve las cosas de esta manera. Antonio Negri y Michael Hardt, en su libro Asamblea, reflexionan sobre la oleada de movimientos posteriores a 2011. Aunque más que un estudio de los movimientos reales, sus diversidades, los elementos instituyentes que expresan, nos encontramos con un intento de integrar, sin más mediación, los acontecimientos en su esquema teórico. Ellos perciben la confirmación de la emergencia de un sujeto, la multitud, producto de unos crecientes procesos de colaboración social al margen del capital.
Encontramos en Asamblea, nuevamente, uno de los problemas más característicos de la obra de Negri-Hardt, su innegable capacidad para apreciar fenómenos, síntomas, procesos, pero su absoluta propensión a convertirlas en categorías acabadas y a insertarlas en un esquema conceptual preconcebido.
Por otra parte, el optimismo de Negri y de Hardt resulta desbordante y difícilmente compartible frente a la realidad terrible de sufrimiento humano que provoca el neoliberalismo.
Las subjetividades sociales que animan las relaciones cooperativas tienden a estar investidas, para ellos, de autonomía respecto al mundo capitalista. Esa visión, presente en Imperio, en Multitud y en Commonwealth, parece acentuada en Asamblea. Ven una creciente hegemonía de las fuerzas de resistencia al capital en el propio terreno de una producción social cada vez más basada en la cooperación y cada vez más autónoma del capital. Todo ello se vincula con una concepción de la autonomización progresiva del trabajo inmaterial y el desarrollo espontáneo de un común informacional.
Como en Marx, la socialización capitalista aparece como una preparación del cambio revolucionario. Los dispositivos técnico-económicos del capitalismo cognitivo serían, para Negri y Hardt, el anuncio de la nueva sociedad. Nos encontramos en terreno conocido. De una manera u otra, es el desarrollo de las fuerzas productivas el que lleva a una sociedad de tipo superior al generar las condiciones de su propia superación. Se puede tener la sensación de que nos encontramos con odres nuevos para vinos viejos y que la necesidad histórica y la identidad entre un sujeto y un objetivo histórico está latente en su visión.
Las luchas sociales acaban siendo una manifestación de una potencia nacida de una razón bio-política. En definitiva, se trata de derivar una política de una ontología. Frente a ello, concuerdo con Laval y Dardot cuando señalan lo contrario. “Ningún ser en común está pues inscrito en la constitución de la existencia y sólo el interés activo de los hombres por lo que es entre ellos da al mundo su realidad, al mismo tiempo precaria y preciosa, de mundo común” (4)
En una metáfora que me parece desafortunada, la multitud es concebida como un enjambre. De alguna manera el movimiento de los muchos que constituyen la multitud, dentro de la ontología plural del ser social con que dicen concebirla, es sobredimensionado para convertirse en la emergencia de un sujeto necesariamente anticapitalista, cuando la realidad de los movimientos reales resulta mucho más compleja, pues los movimientos son expresión de imaginarios en conflicto. Después de todo, acabamos recuperando una forma preconstituida de sujeto y una misión histórica determinada por la cooperación económica y su extensión desde lo social a lo político.
El problema fundamental de la concepción de Negri-Hardt es que a pesar de la novedad de la que quieren revestir su aportación, se orientan hacia un reflejo entre las nuevas formas democráticas a instituir y las redes cooperativas que animan la producción y reproducción de la vida social, en una línea que recuerda mucho a Proudhon. Pero también, hay una clara reafirmación de Marx en el intento de determinar la política desde lo económico y lo social Para ellos, la huelga social, concepto en el que arremolinan los movimientos sociales de las dos últimas décadas, descansa en la naturaleza cada vez más social de la producción, en la cooperación dominante en la producción social.
Indudablemente, en los movimientos y luchas sociales que se están desarrollando está presente un componente de rechazo a la racionalidad neoliberal y de aspiración a más igualdad y más democracia. Y, sobre todo, a desarrollar una lógica del actuar en común. Pero sería una equivocación no advertir que ese componente aparece en conflicto con otros componentes propios del imaginario capitalista. Las luchas que surgen no aparecen en un primer plano como la impugnación completa del mundo neoliberal, son un espacio de conflicto, de surgimiento de un imaginario en conflicto con el viejo. Y no deberíamos considerarlas la forma de expresión de un nuevo sujeto político ya constituido en lo social.
Praxis instituyente y organización
Según Castoriadis la fuente última de la creación histórica es el imaginario radical de la colectividad anónima. Sin embargo, la creación histórica parte de algo, no es incondicionada. Lo instituido precede a lo instituyente y lo condiciona, no lo causa ni lo determina. La creación en el dominio social-histórico no es causada -se produce ex nihilo y no in nihilo ni cum nihilo-, pero siempre tiene lugar bajo condiciones y restricciones. El imaginario social instituyente es la fuerza de creación inmanente en la sociedad (5).
La concepción de Castoriadis debe ser completada dilucidando cuál es el papel que puede desempeñar la acción consciente en la emergencia de un nuevo imaginario.
No se trata, evidentemente, de esperar a que se produzca una creación histórica que, como tal, es impredecible y, por otra parte, abarca tanto la posibilidad de institución de una sociedad mejor como de una peor. Hay, pues, que definir un espacio preparatorio o anticipatorio de la creación histórica, que es el de la praxis individual y colectiva que se situará entre lo instituido y la aparición de nuevas significaciones. No se trata de cualquierpraxis, sino de aquella que se dirige conscientemente hacia la autonomía y que, como tal, solo puede ser obra de seres que aspiran a ser autónomos y que son transformados por su propia praxis.
Siguiendo las aportaciones de Christian Laval y Pierre Dardot, lo esencial es plantearnos cómo vincular el ejercicio del poder instituyente, que como creación social-histórica es obra colectiva y anónima, con la praxis, es decir la actividad que se dirige a la autonomía. ”La política es, por tanto, una actividad que persigue conscientemente objetivos, mientras que la creación de nuevas significaciones escapa a la actividad consciente. La cuestión es entonces saber cómo una praxis colectiva consciente podría, si no hacer ser nuevas significaciones sociales, al menos contribuir a su emergencia” (6). Eso lleva a afirmar que la praxis emancipatoria es praxis instituyente o actividad consciente de institución.
La cuestión es si resulta posible una praxis instituyente, es decir, el desarrollo de políticas, de líneas de acción práctica, que se encaminen hacia la conformación de una sociedad autónoma, capaz de alimentarse de los movimientos efectivos que emergen frente a la lógica heterónoma del capital y, a su vez, de alimentar a estos, contribuyendo a la emergencia de nuevas instituciones.
Una auténtica praxis instituyente solo puede construirse aprendiendo de las experiencias creativas de los movimientos sociales. Son el único fundamento concreto y auténtico de una praxis instituyente que solo es concebible como confluencia de diversas perspectivas de quienes aspiran a una sociedad autónoma. Los movimientos que se oponen a la apropiación de las instituciones, los recursos materiales, la naturaleza, los conocimientos o la comunicación, por parte de una oligarquía, expresan la base indispensable para una política de lo común.
La praxis política necesaria supone que haya posibilidades, citando a Castoriadis, “de luchar por objetivos que sean realizables, que tengan sentido más o menos inmediato y a la vez puedan proyectarse y articularse con una perspectiva global y mediata” (7). Resulta una definición muy precisa de lo que significa la dinámica de unapraxis instituyente. Nos obligamos a centrarnos en lo importante, en la praxis, en un presente constructor de presente y de futuro, lejos de cualquier arbitrismo utópico, sin aceptar desvíos autoritarios y sustitucionistas.
La cuestión de lapraxis instituyente nos enfoca directamente hacia la cuestión de la forma de organización de los rebeldes. Negri y Hardt lo plantean desde sus propias coordenadas. Enlazan así con una dialéctica entre los movimientos sociales y las expresiones organizadas que estaba presente en la reflexión de Rosa Luxemburgo, que concebía a la socialdemocracia, en el mundo anterior a 1914, como expresión de un movimiento social al que, más que representar, reflejaba. Solo desde esa comprensión sería posible, también, un nuevo entendimiento de la función de la praxis de una organización política o político-social como instrumento de autoeducación popular, de autoconstrucción de elementos de un imaginario instituyente. Esa visión exige remarcar que la organización solo es un producto de la sociedad y que son los profundos movimientos sociales los que generan nuevas formas de conciencia colectiva.
¿El reto? Ser capaces de construir organizaciones que no sean dominadas por oligarquías. La visión dominante y la realidad efectiva del mundo neoliberal implican que organización y democracia no son compatibles. El justificado recelo de los movimientos sociales responde a esa oligarquización generalizada, que afecta a casi todas las formas organizativas del mundo actual, sean entidades pública o privadas, empresas o asociaciones, partidos de izquierda o de derecha, organizaciones patronales o sindicales.
La emergencia de formas democráticas en organizaciones estables es, también, una tarea necesaria de la praxis instituyente.
Notas |
|
(1) Wallerstein, Immanuel; “Agonías del liberalismo”, en VV.AA., La izquierda a la intemperie (Dominación, mito y utopía), Libros de La Catarata, Madrid, 1997.
(2) Hardt, Michael y Negri, Michael; Asamblea, Akal, Madrid, 2019, p. 27.
(3)Vera, Juan Manuel; “Aproximación a Rosa Luxemburgo”, Trasversales nº 48, septiembre 2019. Una crítica interesante de las concepciones de Negri y Hardt como fundamento de una política del común se encuentra en el capítulo 5 del libro de Christian Laval y Pierre Dardot Común (Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI), Gedisa, Madrid, 2015.
(4) Comun, op. cit., p. 316.
(5)Castoriadis, Cornelius; La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Barcelona, 1989.
(6) Común, op.cit., p. 486. (7) Castoriadis, Cornelius; “La crisis actual”, Zona Erógena nº 29, 1996.
|
|
|
|