“(…) se dirigió a la estatua y, al tocarla, le pareció percibir su temperatura, creyó sentir que el marfil se ablandaba y que, deponiendo su dureza, cedía suavemente a los dedos, como la cera del monte Himeto se ablanda al rayo del sol y se deja modelar, adoptando varias figuras y haciéndose más dócil y blanda cada vez. Al percibir esto, Pigmalión se llenó de un gran gozo mezclado de temor, creyendo que se engañaba. Volvió a tocar la estatua y se cercioró de que era un cuerpo flexible y que las venas ofrecían sus pulsaciones al explorarlas con los dedos.”
Ovidio, Las metamorfosis
Una nota justa, a tiempo [1]
Para quienes aprecian nuestras lecturas sobre cine pero a veces lamentan que adelantemos el final de las películas, aclaramos que la primera parte de este comentario omite cualquier detalle significativo de la trama. Se limita por lo tanto a ofrecer una serie de consideraciones preliminares, algunas claves a manera de enigmas, para que a su turno el espectador decida o no hacer algo con ellas.
No obstante, para poder avanzar sobre la intrincada historia que nos propone Almodóvar, hemos reservado una segunda parte del comentario, el Apéndice, destinado a quienes ya han visto el film. Se explicitan allí dos hipótesis sobre el cirujano plástico y su criatura. Este último tramo revela detalles argumentales y su lectura queda a elección del lector.
Comencemos con una referencia a la crítica cinematográfica. ¿Qué lugar se le debe asignar a los comentarios y reseñas aparecidos? Los especialistas en cine coinciden en que se trata de la película más imperfecta de Almodóvar. La más despareja, la más desprolija. Algunos se han ensañado incluso con algunas escenas, juzgándolas excesivas, mal filmadas, prescindibles, etc. Y seguramente tengan razón, como entendemos también la tenemos nosotros cuando sostenemos que estamos ante una gran película, tal vez la mejor en la extensa carrera de Almodóvar. ¿Cómo es esto posible? ¿Pueden tener razón los críticos y también nosotros, a pesar de semejante discrepancia?
En su conocido ensayo sobre cine y filosofía, Alain Badiou señala una diferencia crucial entre el cine y el resto de las artes. Mientras que éstas buscan la pureza en el acto creador –como la pintura o la escritura, que arrancan de la hoja o el lienzo en blanco y desde allí edifican la perfección de su obra–, el cine opera exactamente a la inversa. Al inicio de una realización cinematográfica, hay demasiadas cosas. Infinitos guiones, muchísimos actores, múltiples escenografías… y la tarea del artista radica en descartar, para deshacerse de una parte del material e ir conformando su obra con lo que va quedando, con lo que emerge de ese proceso –de allí que Badiou compare a la creación cinematográfica con el tratamiento de la basura. También es esa la razón por la que en cualquier película, aun en las que podemos considerar obras de arte, persistan elementos prescindibles –actores secundarios deplorables, música sensiblera, pornografía de más, etc. Para concluir, es el espectador en la sala de cine quien termina de construir la obra al operar algo de esta transformación, de esta depuración, durante la exhibición misma del film. En términos de Alain Badiou, “la relación con el cine no es una relación de contemplación. (…) En el cine tenemos el cuerpo a cuerpo, tenemos la batalla, tenemos lo impuro y, por lo tanto, no estamos en la contemplación. Estamos necesariamente en la participación, participamos en ese combate, juzgamos las victorias, juzgamos las derrotas y participamos en la creación de algunos momentos de pureza.” (Badiou, 2004, p. 71)
Si es el espectador quien libra esa batalla en la que participa del acto creador, una buena película será entonces aquella en la que hay muchas derrotas, pero algunas grandes victorias.
Y allí radica la diferencia entre el crítico y el analista. Donde el primero ve una escena mal filmada, el segundo puede leer la magia de un significante. Significante que, retroactivamente, permite edificar un imprevisto giro que nos reconcilia con el film, no como operación racional, consciente, sino como un efecto que se produce en el cuerpo del espectador. No estamos buscando la pureza, y por lo mismo podemos encontramos con ella, allí donde el error se nos revela como virtud, y el paso en falso como imprevista vacilación calculada, en este caso de un realizador de cine.
Hay una expresión en música que dice así: “una sola nota falsa echa a perder una fuga, pero una nota justa, a tiempo, salva una sinfonía”. La piel que habito no está concebida como una fuga sino más bien como una sinfonía. La fuga, recordémoslo, es la forma musical que inmortalizó Bach y que se caracteriza por una concepción perfecta de contrapuntos temáticos, organizados de acuerdo a un sistema lógico-matemático. De allí que baste una nota falsa para echar a perder toda la ejecución. En la fuga estamos presos de necesidad. La sinfonía, en cambio, puede tener momentos difíciles, aciagos, pero siempre es capaz de rescatarse a sí misma si acontece una victoria –un oboe magistral, un solo de clarinete limpio e inspirado. En la sinfonía puede reinar el azar, cuando artista y espectador pueden permitirse hacer algo con él.
La piel que habito es, efectivamente, una película que se va haciendo a sí misma, un film que atraviesa tal vez algunas derrotas, pero cuya victoria termina siendo tal y tan extraordinaria que la emancipa de cualquier naufragio y la convierte en una gran obra.
De humani corporis fabrica
Una segunda clave para acceder al film de Almodóvar es considerar uno de los afiches con los que se promocionó la película. La imagen recrea las ilustraciones de Andrea Vesalio, médico flamenco que revolucionó la medicina al publicar, en 1543, su célebre tratado de anatomía, titulado De humani corporis fabrica. La obra está fechada en el pasaje del feudalismo al capitalismo moderno, en plena destitución de la tierra como modelo productivo hegemónico y su reemplazo por la máquina. La consecuencia más saliente de este movimiento histórico fue la caída del pensamiento metafísico y el consecuente protagonismo creciente de la razón. Hasta la publicación de la obra de Vesalio, la cirugía se regía por los preceptos de Galeno, el médico griego que en el Siglo II concibió al cuerpo humano a partir de sus estudios sobre cerdos y monos, ya que la disección de cadáveres humanos estaba prohibida por razones religiosas. Vesalio fue el primero que se atrevió a desafiar el saber de Galeno, realizando él mismo disecciones ante auditorios colmados en la Facultad de Medicina de la Universidad de Padua, señalando así algunos de los errores que habían persistido durante siglos. La coexistencia en Vesalio de esta racionalidad naciente con las raíces medievales monárquicas se puede ver en la introducción de su De humani corporis fabrica, en la que consta la siguiente dedicatoria “Al divino Carlos V, el más grande e invencible emperador, prefacio de Andrea Vesalio a sus libros sobre la anatomía del cuerpo humano” [2]
¿Qué nos dice esta referencia a la fábrica del cuerpo humano en el afiche del film? Que es posible leer la obra de Almodóvar como una narrativa bioética contemporánea, una historia perfectamente verosímil, en la que las intervenciones sobre el cuerpo han alcanzado su mayor grado de sofisticación. Rinoplastia, trasplante de rostro, hipoplasia mamaria, vaginoplastia, xenotrasplantes, son algunas de las técnicas en las que se especializa y ejerce el Dr. Robert Ledgard, el cirujano plástico encarnado por Antonio Banderas. ¿Cuál es el límite ético de la cirugía estética y restitutiva?
Cuando el progreso que soñó Vesalio llega al extremo que se describe en el film, se hace necesario adoptar un criterio que vaya más allá de las tomas de posición morales. Para ello será necesario establecer cuándo un avance científico-tecnológico representa una valiosa mediación instrumental destinada a restaurar una función, y cuándo, en cambio, arriesga ubicar al sujeto en un irremediable déficit. Esta alternancia, formulada por Armando Kletnicki en términos de transformación de lo simbólico y afectación de un núcleo real (Kletnicki, 2000) es un dispositivo ético en el sentido que no ofrece una respuesta automática sobre el problema, sino que invita a abrir nuevas e inquietantes preguntas.
En esta misma línea pueden leerse las referencias latentes en el film de Almodóvar al Frankenstein, de Mary Shelley, al Pinocchio, de Carlo Collodi, y sobre todo al mito griego de Pigmalión. Dos palabras sobre este último. El mito, presentado por Ovidio en sus Metamorfosis, narra la historia de Pigmalión, aquel rey de Chipre que pretendía casarse con la mujer perfecta, por supuesto sin lograr jamás encontrarla… Hasta que, frustrado en su búsqueda, dedica su vida a la escultura para imaginar en el marfil y el mármol a su amada ideal. Finalmente, termina enamorándose de una de sus creaciones, Galatea, a quien Afrodita acepta dotar de vida, haciendo así realidad el sueño de Pigmalión, el hermoso pasaje de Ovidio puede leerse en el epígrafe con que abrimos este comentario.
Un escultor que cae perdidamente enamorado de su creación, un carpintero que fabrica un muñeco que devendrá niño, un médico que da vida a su criatura auxiliado por artificios pseudocientíficos. Una vez más ¿cuál es el límite entre la ficción creadora y la falsificación de un saber creacionista? [3]
La transmisión de un patrimonio mortífero
Como frente a otras películas de Almodóvar, la crítica se debate acerca de si considerar a La piel que habito como una comedia o como un melodrama. Para nosotros, es decididamente una tragedia, en el sentido antiguo del término, tal como fue formulado por Aristóteles en su Poética:
“Una tragedia es, pues, la imitación de una acción elevada y completa, de cierta amplitud, realizada por medio de un lenguaje enriquecido con todos los recursos ornamentales, cada uno usado separadamente en las distintas partes de la obra; imitación que se efectúa no narrativamente, sino con personajes que obran, y que, apelando al recurso de la piedad y el terror, logra en los espectadores la catarsis de tales pasiones.” [4]
Etéocles y Polinice, los hijos de Edipo, pagan con su mutua muerte –cada uno en manos del otro– la arrogancia de haber querido gobernar sabiéndose hijos del crimen y el incesto. En La piel que habito será también castigada la arrogancia de los hermanos –que pagan su ignorancia de tales, toda vez que son fruto de un mismo vientre que sin embargo los desconoce. Una vez más la imposibilidad de un deseo que no sea anónimo –en este caso bajo la forma de la adulteración fraudulenta de la identidad– retorna como estrago en la generación siguiente.
Para seguir esta cuerda trágica en Almodóvar, resulta imprescindible remontarse a Layo, el primer paidofílico que nos ha legado la mitología occidental. Recordemos brevemente la historia. El rey de Pisa encomienda a Layo el cuidado y educación de su hijo Crisipo –el de los cabellos dorados. Layo se enamora del niño, lo rapta y abusa sexualmente de él. Crisipo, sumido en la angustia se quita la vida. El crimen queda impune. El dios Apolo, protector de los jóvenes, condena entonces a Layo: "No tendrás hijo alguno. Y si lo tienes, tu primogénito te dará muerte y se acostará con su propia madre". Es así que, cuando nace Edipo, Layo manda asesinarlo para evitar que se cumpla el designio de los dioses. Pero como se sabe, el verdugo se apiada del bebé y lo entrega a los reyes de Corinto, quienes lo crían como propio. Cuando Edipo se hace adulto y consulta a su vez el oráculo, recibe el mensaje “matarás a tu padre y te acostarás con tu madre”. Desesperado, huye de Corinto para evitar que se cumpla el designio, pero queriendo huir de su destino no hace sino encontrarse con él.
En síntesis, la paidofilia de Layo, nunca castigada, se traslada como maldición a su hijo Edipo, quien a su vez legará la tragedia a su propia descendencia –el estrago que alcanza luego a sus hijos Etéocles y Polinice. Y finalmente también a Antígona. La paidofilia en la primera generación deviene crimen e incesto en la segunda, y masacre y ultraje de los cuerpos en la tercera.
Las referencias en La piel que habito quedarán de momento en suspenso y serán obra de la interpretación de los espectadores que se animen al film. Respecto del valor de tragedia que tiene la obra, un reportaje al propio Almodóvar en el Festival de Cannes parece dar la razón a nuestra conjetura: “¿Que el público se ríe? Pues no debería…”, tal vez el mejor chiste almodovariano, que por lo mismo debería ser tomado en serio.
Póntelo tú: la responsabilidad por la piel que nos toca habitar
Finalmente, hay una película dentro de la película; una película que el espectador puede optar por ver o no, según lo desee. Pero abismarnos a ella supondría, ahora sí, revelar detalles del argumento. Optaremos por adelantar su cuerda por medio de un breve rodeo a través de otro film. Un film que también trata el tema de la responsabilidad frente a la cirugía plástica, en este caso restitutiva.
Se trata de Abre los ojos, de Amenábar, o en su más difundida versión de Vanilla Sky, con Tom Cruise en el papel protagónico [5]. La historia podría resumirse así: César, un joven carilindo, millonario y seductor, ofrece una fiesta en su casa el día de su cumpleaños. Nuria, una chica con la que mantiene una relación amorosa esporádica, se hace presente para saludarlo y llevarle un regalo, con la expectativa de quedarse con él esa noche. Pero César la desprecia y en cambio seduce abiertamente a Sofía, quien llega de la mano de su mejor amigo, Pelayo. Este último advierte la maniobra y sabiendo que no tiene oportunidades frente a César, se emborracha y abandona la fiesta. Ya amaneciendo, Nuria, que lo había estado esperando, le ofrece llevarlo en auto para que estén juntos en el departamento de ella. Él duda, pero finalmente accede de mala gana. No advierte que Nuria está borracha y seguramente drogada, pero sobre todo que anhela tomarse venganza por el destrato que ha padecido. Conduce de manera imprudente y finalmente acelera en una curva para que el auto se desbarranque en un precipicio. Ella muere en el accidente, pero César sobrevive, quedando con serias heridas en el rostro. Lo someten a distintas operaciones, pero logran reconstituir malamente sus facciones, desfiguradas para siempre por las profundas cicatrices. Horrorizado por el monstruo en que se ha transformado, vocifera contra los médicos, exigiendo una nueva cirugía estética y rechazando la máscara facial que le ofrecen.
¿Cómo tratar desde el punto de vista médico-psicológico una situación como ésta? Una alternativa es la que toman los profesionales en la trama del film cuando intentan consolarlo con frases como “por lo menos estás vivo…” “es un milagro que sólo tengas lesiones en el rostro”, etc. Pero estas fórmulas voluntaristas no conforman al paciente, quien se enfurece y comienza a desplegar su odio y resentimiento de manera indiscriminada. Finalmente, la trama del film lleva a una solución fantástica, en la que los médicos terminan ofreciéndole una alternativa por la vía de la crio conservación, combinada con artificios de realidad virtual.
La perspectiva ética que nos interesa adelantar aquí tomará un camino diferente. Una mirada analítica sobre el caso buscará ante todo entender el sentido singular de esa herida para el paciente. Las pistas para pensar el caso habrá que tomarlas seguramente de ese mundo virtual, fantaseado, que el personaje ha diseñado para escapar de la angustia. Pero, para aprovecharlas, debemos poner entre paréntesis los elementos fantásticos de la historia y (re)leerla como un delirio, una alucinación, un sueño que deviene eterna pesadilla. En otras palabras, como un escenario en el que el paciente pueda implicarse en su síntoma. Esta mirada sobre el problema pone entre paréntesis el bios de la situación, la referencia a la vida tal como aparece recortada por la ciencia, para establecer las coordenadas del caso en términos estrictamente éticos. Con este cambio de luces, la culpa que atormenta a César, adquiere una nueva dimensión, aportándonos una verdad sobre el sujeto y su compromiso en el accidente. El verdadero monstruo no es el que afloró con las cicatrices, sino el que anidaba en él cuando su rostro era inmaculado. Es el mal amigo que no duda en humillar a Pelayo seduciendo abiertamente a la joven que lo acompañaba, es el amante irresponsable que distribuye promesas sin medir las consecuencias de sus acciones. Es finalmente el canalla que degrada a la mujer que lo ama, precipitando el pasaje al acto que termina mutilando su propio rostro. Solo en la medida en que César (o David en la versión de Vanilla Sky) pueda confrontarse con ese punto de goce, podrá hacer algo diferente con su careta.
Este rodeo a través de Vanilla Sky nos invita a pensar una cuerda sobre la responsabilidad por el cuerpo que nos ha tocado –en suerte o desgracia. La cirugía estética supone algunos puntos de no retorno y, aunque calculada, siempre nos da sorpresas. También el personaje del film de Almodóvar, como el que compone Tom Cruise en Vanilla Sky, deberá enfrentarse con un espejo inesperado –y seguramente también en un punto renegará de su destino. Pero una vez más, la clave para habitar esa nueva piel radica en poder encontrarse con su deseo en medio del extravío quirúrgico.
¿Puede un aprendiz de Don Juan, un seductor indiscriminado, hacer algo con las consecuencias de su desenfreno? ¿Dónde poner las pastillas con las que se droga cuando éstas le retornan en la ominosa medicación de la que se le hace objeto? Y la pregunta más inquietante de todas: ¿Puede el sujeto encontrar su objeto de goce, a la vez que enamorarse genuinamente en ese punto ciego del que decía renegar?
Cerramos este comentario entonces con un último enigma, invitando al espectador a seguir el derrotero de una prenda de vestir que abre, con la última escena de la película, la conjetura, la promesa de un nuevo e inesperado film. Se trata de una salida posible de la tragedia a través de un encuentro –de la decisión de un encuentro– imaginado entre dos amantes verdaderamente excepcionales.
La condición será, naturalmente, la disposición a responder, con cuerpo y alma, por esa delicada frontera de la piel que ahora nos habi(li)ta.
Apéndice (los siguientes dos apartados revelan detalles significativos de la trama)
Caín y Abel
Una de las escenas más vapuleadas por la crítica es aquélla en la que aparece Zeca disfrazado de tigre e irrumpe en la casa del cirujano plástico Robert Legardt. Se la ha calificado de “perfectamente prescindible”, cuando en realidad resulta esencial para organizar los tiempos lógicos y narrativos de la tragedia que vertebra al film.
La escena está allí para reconstruir y coronar una historia que se remonta a varias décadas atrás. Una historia trágica e inquietante, que arroja una impensada luz sobre los hechos del presente.
Podría narrarse así: Marilia, quien en aquel entonces se desempeñaba como doméstica en la casa de la familia Legardt, queda embarazada y da a luz una criatura, la cual es asumida como propia por los dueños de casa y bautizada como Robert Legardt. Poco y nada se dice del padre del niño, pero lo suficiente como para saber que el bebé fue fruto de un desliz amoroso del propio Sr. Legardt.
Así, el pequeño Robert crece en la ignorancia respecto de sus orígenes, pero criado por su madre biológica, en su rol de empleada doméstica. Esta condición de hijo no reconocido tendrá consecuencias drásticas. Pocos años después, Marilia queda embarazada nuevamente, producto de una relación fugaz con un criado. A los nueve meses nace Zeca, su segundo hijo, a quien esta vez ella reconoce como propio, criándolo en la ciudad de Bahía, ya que para ese entonces ha abandonado la casa de los Legardt y se ha radicado en Brasil. Zeca y Robert son por lo tanto hermanos, hijos del mismo vientre, lo ignoran. Este ocultamiento del que son objeto opera de manera ominosa en Zeca, quien ya adulto envidia a Robert la fortuna y la bella esposa.
Este primer tramo de la historia, que explica del núcleo hostil entre Zeca y Robert, nos sugiere que, como lo anticipa el Antiguo Testamento, la relación entre los hermanos nunca es indiferente, nunca es inocente. Cuando no puede ser de amor, termina siendo de odio. De allí el precepto bíblico que ordena amarás a padre y madre, y a tu hermano no odiarás, en referencia al infausto destino de Caín y Abel. Volveremos luego sobre este punto.
Las consecuencias de ese ocultamiento ominoso que pesa sobre los hermanos, tienen su primer pasaje al acto cuando Zeca seduce y conquista a la esposa de Robert, fugándose con ella. La aventura termina en un accidente automovilístico del cual Zeca sale prácticamente ileso, mientras que la esposa de Robert queda agonizante, presa de las llamas que la abrasan de cuerpo entero.
Robert la rescata de la muerte e intenta reconstituir pacientemente sus tejidos. Permanece horas a su lado en el lecho, en una habitación a oscuras para evitar que la luz del sol afecte el proceso curativo. No obstante, los daños han sido enormes y las cicatrices son profundas e inocultables. En una oportunidad, la paciente escucha cantar a su hija Norma en el parque de la casa, abre la ventana, y al entornar la hoja ve su propia imagen reflejada en el cristal. El horror es tal que grita y se arroja al vacío, muriendo ante los ojos de la pequeña niña.
Los problemas psiquiátricos que arrastrará luego Norma en su vida adulta aparecen a su vez como secuela de esa historia, historia que la conducirá finalmente al suicidio, siguiendo los pasos de su madre. Con su mujer y su hija muertas, Robert Legardt se lanza a su temeraria empresa de secuestro y cambio de identidad, acompañado de vaginoplastia, hipoplasia mamaria y xenotrasplantes. El resultado del experimento será Vera, esa criatura andrógina que mantiene en cautiverio y con la que se encontrará Zeca en los monitores cuando va a visitar a su madre, disfrazado de tigre.
Estamos ya en el presente narrativo, y los espectadores caemos en la cuenta que el Dr. Legardt ha fabricado a Vera (verdadera, en italiano) a imagen y semejanza de su esposa muerta. Zeca, que ignora las vicisitudes del experimento plástico, envidia por segunda vez a su hermano y acomete contra su nueva criatura. Mirilla, que a esta altura aparece decididamente como una madre propiciadora del crimen y el incesto, queda condenada a ver ante sus ojos el desenlace de la tragedia que ha engendrado.
Volviendo a Caín y Abel, recordemos que, en la tradición bíblica, ambos son producto del fruto prohibido al que acometieron sus padres, Adán y Eva, cuando desobedecieron la ley de Jehová. La muerte de Abel en manos de Caín, motivada por la envidia en la preferencia del Padre, es secuela de esta transgresión. Pero debe ser leída, en sentido estricto, como un movimiento recíproco, reversible, que puede afectar de manera intercambiable a ambos hermanos, toda vez que ambos son fruto del estrago originario.
En la variante que propone Almodóvar, inicialmente Robert aparece como el Abel de la historia, objeto de la envidia reiterada de su hermano Zeca; pero en el reverso de la trama, es Robert quien deviene Caín al ajusticiar a su hermano cuando éste viola y desvirga a su criatura. En el relato manifiesto, el asesinato se presenta como una acción defensiva ante el ultraje, pero una mirada analítica nos revela a Robert como envidioso de Zeca, cuya potencia sexual no tiene límites y contrasta con la (im)potencia de Robert, que a pesar del “entrenamiento” de los consoladores, no puede penetrar a Vera.
Se abre así una interesante hipótesis clínica sobre la responsabilidad de Robert en el asesinato de su hermano, variante que con el giro final de Almodóvar retornará interpelándolo fugazmente con el "te mentí", de la escena del lubricante.
Layo
Sea en la versión sofocleana de Etéocles y Polinice, o en la bíblica de Caín y Abel, interesa señalar que el desenlace es producto de la estructura trágica que ordena las generaciones –Layo, Edipo, Etéocles y Polinice [6]. Aquello que retorna en el estrago de la tercera generación estaba presente en el núcleo mórbido de la primera; Edipo lo dice en un parlamento, cuando constata que llevaba una vida apacible en Corinto “(…) bajo la cual iba medrando un maligno tumor de maldades: se abrió el tumor y he venido a ser descubierto el más infame de los infames!”
Resulta interesante constatar que los espectadores del film de Almodóvar intuyen el núcleo incestuoso que anima el comportamiento del Dr. Legardt, cuando conjeturan, por ejemplo, que tal vez abusó sexualmente de su hija Norma. No confirmar ni desmentir tal intuición, sino organizar el valor de verdad en que ésta se sostiene. Porque es evidente que Legardt se enamora de una criatura que anida en el cuerpo de aquél en quien su hija puso los ojos para su desenfreno sexual.
Recordemos la escena. Legardt asiste a una fiesta en compañía de su hija Norma. Sabremos luego que ella estaba en tratamiento psiquiátrico y esa era su primera salida, acordada por los médicos bajo la tutela estricta de su padre. Pero en determinado momento, éste la pierde de vista. Almodóvar ambienta el pasaje en medio de una interpretación conmovedora -de la cantante Concha Buika- cuya letra explica en gran medida la distracción del padre y, en cierto punto, también la del auditorio en la sala de cine. Cuando regresamos del encantamiento y vemos a Legardt saliendo de la casa en busca de su hija, los jardines se han transformado en una orgía sexual, evidente proyección de su propio desenfreno. En medio de eso, su hija yace en trance luego del encuentro sexual con un desconocido, que ahora huye en su motocicleta. Y allí la sorpresa: cuando intenta reanimarla, Norma lo confunde con el violador y se descompensa nuevamente.
En el cuadro siguiente, ya de regreso en la clínica psiquiátrica, la niña se esconde en el placard cuando su padre ingresa a la habitación para visitarla.
¿Qué nos dice toda esta escena? ¿Abusó el Dr. Legardt de su hija Norma? La pregunta, insistimos, no tiene respuesta en el relato cinematográfico, pero sí absoluto sentido en el plano simbólico. Porque la conducta que tendrá Legardt luego del suicidio de Norma nos pone sobre la pista de su deseo perverso. Va al encuentro del muchacho que huyó aquella noche, lo intercepta y lo secuestra en los sótanos de su mansión. Y cuando los espectadores imaginan un castigo ejemplar, una ejecución o un largo cautiverio al estilo de El secreto de sus ojos, Almodóvar propone su giro espectacular. Legardt inicia la operación de metamorfosis que pretenderá hacer de ese muchacho el objeto de su paidofilia nunca declarada. Vicente resulta así metonimia de su hija y a su vez fallida resurrección de su esposa.
En la versión de Edipo Rey, de Pier Paolo Pasolini, Layo aparece como el verdugo de su hijo, pero también como aquél que al celarlo lo desea. Su mirada torva sobre el niño, delatando el odio pero también la secreta atracción, resulta un acierto de la propuesta estética y conceptual de Pasolini, que recupera lo esencial del núcleo paidofílico. Y Legardt, que en una versión del mito se asimila a la generación de los hermanos que se exterminan entre sí, encarna -en el otro extremo del ovillo- al origen de los males, al padre que desea los cuerpos aniñados y las cavidades breves. [7]
* Publicado en http://www.ethicsandmovies.org, se publica con autorización del autor, quien forma parte del Consejo Asesor de El psicoanalítico. |