Si bien
género es
un término que se ha popularizado a partir de
la década de los noventa, aún persiste
un desconocimiento generalizado sobre lo que realmente
significa y a qué hace referencia. Actualmente
se lo tiende a equiparar a sexo, utilizando uno u otro
de manera indistinta, e inclusive se lo emplea en ciertas
ocasiones como sinónimo de mujer.
A lo largo de este trabajo veremos que la categoría
género encierra una complejidad tal que impide
la simple reducción a estos dos conceptos y que
en su desarrollo a lo largo del tiempo fue desplegando
un entretejido de profundas problemáticas tanto
de índole ontológica como gnoseológica.
El género como herramienta
de análisis
La dominación y subordinación femenina
fueron el disparador para que las feministas a partir
de los años setenta comenzaran a desarrollar
y utilizar el concepto de género. A través
de esta categoría se proponían entender
las relaciones de poder entre hombres y mujeres y dar
cuenta de las causas de la opresión sobre estas
últimas. El trasfondo de la investigación,
el debate y la reflexión alrededor del género
estaba dado por el objetivo político de la emancipación
femenina. En pos de alcanzarla, era absolutamente necesario
romper con el determinismo biológico y mostrar
que no era “natural” su subordinación.
Por consiguiente, los trabajos feministas pioneros
sobre el género buscaron distinguir construcción
social de biología. De esta manera, comenzaron
a utilizar el concepto de género para referirse
a la construcción simbólica y cultural
que se estructura a partir de las diferencias biológicas
entre los sexos y que establece el ser-hombre y el ser-mujer
en una sociedad determinada. Por su parte, el sexo fue
entendido como lo “natural”; aquello que
supone las características anatómicas
y fisiológicas que permiten introducir la categoría
de macho y hembra. En consecuencia, las nociones de
sexo y género pasaron a conformar un par de dicotomías
mutuamente excluyentes pero que mantienen relaciones
de correspondencia entre sí, de modo que al cuerpo
de hembra le corresponde el género femenino,
mientras que al cuerpo de macho le corresponde el género
masculino.
El desnaturalizar la masculinidad y feminidad supuso
una apertura al cuestionamiento y transformación
de aquello que se concebía como esencial e inmutable,
dejando en evidencia que eran posibles otras formas
de interpretar, simbolizar y organizar las diferencias
sexuales en las relaciones sociales. De esta manera,
el convertirse en hombres y mujeres, lejos de ser una
cuestión biológica y anatómica,
fue planteado como el resultado de relaciones históricas
y sociales de género.
Si bien no existe un consenso general en el uso del
término género dentro del feminismo, podría
decirse que básicamente se lo concibe como una
categoría analítica en cuyo marco los
seres humanos piensan y organizan su actividad social.
Por consiguiente, tal como sostiene Sandra Harding (1996:17),
nuestros sistemas de creencias y representaciones, las
instituciones, el modo de organización social
y fenómenos que parecen neutrales, tales como
la arquitectura y la planificación urbana, se
encuentran atravesados por los significados de género.
Siguiendo esta línea de pensamiento, Marta Lamas
(2000:4) plantea que “la cultura marca a los sexos
con el género y el género marca la percepción
de todo lo demás: lo social, lo político,
lo religioso, lo cotidiano”. De esta manera, lo
entiende como el conjunto de prácticas, creencias,
representaciones y prescripciones sociales obtenidas
a partir de la simbolización de la diferencia
anatómica entre varones y mujeres en determinada
sociedad. El género supone entonces características,
aptitudes, actitudes, comportamientos, roles, funciones
y valoraciones que se asignan de manera dicotómica
y jerárquica a cada sexo a través de procesos
de socialización al interior de una sociedad
determinada, de los cuales participan instituciones
económicas, sociales, políticas y religiosas (Facio
y Fries, 1999:34).
Según Joan Scott (1999:61) el género es un elemento
constitutivo de las relaciones basadas en las diferencias
que distinguen los sexos y comprende cuatro elementos
interrelacionados que contemplan la dimensión simbólica,
la dimensión social y la dimensión individual: 1) los
símbolos y mitos culturalmente disponibles que
evocan representaciones múltiples 2) los conceptos
normativos que manifiestan las representaciones
de los significados de los símbolos y que se expresan
en doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales
y políticas, que afirman categórica y unívocamente el
significado de varón y mujer, masculino y femenino,
3) las instituciones y organizaciones sociales de
las relaciones de género: el sistema de parentesco,
la familia, el mercado de trabajo segregado por sexos,
las instituciones educativas, la política y 4) la
identidad subjetiva de género. Con respecto a este
último elemento, Scott manifiesta que si bien la teoría
de Lacan puede ser una herramienta útil para pensar
la construcción de la identidad genérica, esto no debe
llevar a considerar que ella se basa sólo y universalmente
en el miedo a la castración. Desde su punto de vista,
es absolutamente necesario adoptar la perspectiva histórica
para dar cuenta de cómo se construyen sustancialmente
las identidades genéricas. Sin embargo, Lamas advierte
el error en el que cae Scott al confundir construcción
cultural de la identidad de género y estructuración
psíquica de la identidad sexual. Aclara que la
identidad de género es históricamente construida
de acuerdo con lo que la cultura define como “femenino”
o “masculino”, es decir, de acuerdo a la simbolización
e interpretación cultural de la diferencia sexual. Por
el contrario, la identidad sexual es la reacción
individual ante la diferencia sexual; constituye la
estructuración psíquica de una persona como heterosexual
u homosexual, y no cambia históricamente, ya que es
el resultado del posicionamiento imaginario ante la
castración simbólica y de la resolución personal del
drama edíptico (1999:13). Si bien las ciencias sociales
utilizan el término diferencia sexual para hacer
referencia a la diferencia entre los sexos, y desde
la biología se utiliza para aludir a las diferencias
fisiológicas (hormonales, genéticas, etc.) entre varones
y mujeres, esta autora se ciñe al concepto que utiliza
el psicoanálisis, como categoría que tiene en cuenta
la existencia del inconsciente y su papel en la formación
de la subjetividad y la sexualidad. Por consiguiente,
para Lamas (1999:14) “las diferencias entre masculinidad
y feminidad no provienen sólo del género, sino también
de la diferencia sexual, o sea, del inconsciente,
de lo psíquico”, lo cual supone que en la construcción
de la subjetividad participan no sólo elementos del
ámbito social sino también del psíquico.
Origen del dualismo sexo/género
Al contrario de lo que podría pensarse, el origen
del concepto de género y su distinción
del de sexo no fueron obra del feminismo. Fue el psiquiatra
Robert Stoller quien en los años sesenta desarrolló
la noción de género en el curso de sus
investigaciones en torno a casos de niños y niñas
a los que se les había asignado un sexo diferente
al que pertenecían genética, anatómica
y/u hormonalmente. Estos casos lo llevaron a concluir
que es la asignación del rol la que generalmente
establece la identidad de género más que
la carga genética, hormonal o biológica.
En su libro Sex and Gender plantea
que el género supone conductas, sentimientos,
pensamientos y fantasías relacionadas con los
sexos, pero que no se derivan de la biología.
De esta manera, relaciona al sexo con lo biológico
(hormonas, genes, sistema nervioso, morfología)
y al género con la cultura (psicología,
sociología).
Una década antes, el psicoendocrinólogo
John Money y sus colaboradores, habían abordado
el estudio de intersexuales [1],
concluyendo que las gónadas, los cromosomas y
las hormonas no determinan de manera directa el género
de un niño/a, esto es, que los roles y la orientación
sexual no están determinados de manera innata,
automática e instintiva por agentes físicos.
Ya en los setenta, Money junto con el sexólogo
Anke Ehrhardt, popularizaron la idea de que sexo y género
son categorías separadas, quedando establecido
el sexo como aquel que hace referencia a atributos físicos
y está determinado por la anatomía y la
fisiología, mientras que el género implica
los significados sociales que se estructuran sobre las
diferencias entre machos y hembras.
La introducción del género en las ciencias
sociales como categoría analítica se produjo
de la mano de la socióloga Ann Oakley a comienzos
de la década del setenta. A partir de entonces,
el dualismo sexo/género caló hondo en
el discurso feminista y comenzó a ser utilizado
tal como vimos, para explicar la subordinación
femenina como construcción social y no como derivada
de la naturaleza. De esta manera, el feminismo se alzaba
contra el determinismo biológico y a favor del
construccionismo social. Si bien en la década
de los treinta la antropóloga Margaret Mead ya
planteaba que los roles de género no eran biológicos
sino culturales y que como tales podrían variar
según el entorno, su visión fue rechazada
como parte de una vieja corriente de las ciencias sociales
que se creía superada por los desarrollos de
la biología en los años cuarenta y cincuenta.
Asimismo, Simone de Beauvoir, precursora de todos los
feminismos de la segunda mitad del siglo XX, ya en 1949
acuñaba por adelantado la noción de género,
planteando en El segundo sexo la idea de que “no
se nace mujer, se llega a serlo”, con lo que introducía
la diferenciación entre sexo como lo biológico,
como “lo que es”, y género como
lo que se va construyendo de determinada manera.
Las teorías feministas basadas en el dualismo
sexo/género presentaron al sexo como la base
material del género y de esta manera ubicaron
al primero en la esfera de la naturaleza mientras que
al segundo en la esfera de la cultura. Desde esta perspectiva,
el sexo es visto como estático e inmutable y
el género como una categoría cambiante
e histórica. Sin embargo, como veremos a continuación,
a comienzos de la década de los noventa, esta
concepción se vio fuertemente sacudida por la
profunda reflexión de Judith Butler, quien propone
una deconstrucción de la dicotomía sexo/género
y muestra cómo el sexo está tan culturalmente
construido como el género, de modo que la contraposición
sexo/género y naturaleza/cultura pierden su razón
de ser.
La concepción disruptiva de
Judith Butler
El pensamiento de Judith Butler supone una profunda
ruptura con las teorías feministas de género
hasta el momento, fundamentalmente porque su propuesta
supone dejar de pensar el par sexo/género como
una dicotomía y concebirlos como un continuo.
Esta brillante pensadora pone de manifiesto que si
se concibe al género como los significados culturales
que acepta el cuerpo sexuado, entonces no hay motivos
para creer que necesariamente a un sexo debería
corresponderle un solo género y agrega que inclusive
sosteniendo el carácter binario e invariable
del sexo, no se podría afirmar que los géneros
seguirán siendo sólo dos. Remarca que
la concepción dicotómica de sexo/género
encierra una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados
y géneros culturalmente construidos, de tal modo
que no está claro cómo ni por qué
la construcción “varones” dará
como resultado únicamente cuerpos masculinos
o que las “mujeres” interpreten sólo
cuerpos femeninos. Asimismo, la hipótesis de
un sistema binario de géneros conlleva implícita
la idea de una relación mimética entre
género y sexo, en la cual el género refleja
al sexo o de lo contrario, está limitado por
él. Sin embargo, el problema deviene cuando se
teoriza la construcción del género como
algo completamente independiente del sexo, que no está
motivada ni determinada por él. De esta manera, el
género se convierte así en un artificio
ambiguo y se deja abierta la posibilidad de que hombre
y masculino puedan significar tanto cuerpo de hombre
como de mujer y lo mismo pasa con mujer y femenino.
La propuesta de Butler para salir de esta encrucijada
es refutar el carácter invariable del sexo y
ver que éste está tan culturalmente construido
como el género. Básicamente rechaza la
idea de un sexo “natural” y pone en cuestionamiento
su carácter binario, en la medida en que entiende
que todo acceso a la realidad se hace a través
de la cultura y del lenguaje, por lo que no hay algo
“natural” independientemente de concepciones
culturales. Por lo tanto, no hay posibilidad de acceder
a un cuerpo “en sí”, a un cuerpo
“natural”. Esto supone entonces que los
cuerpos están ya de por sí construidos
culturalmente como masculinos y femeninos. “El
género no es a la cultura lo que el sexo es a
la naturaleza; el género también es el
medio discursivo/cultural a través del cual la
<<naturaleza sexuada>> o un <<sexo
natural>> se forma y establece como <<prediscursivo>>,
anterior a la cultura, una superficie políticamente
neutral sobre la cual actúa la cultura”
(2007:55-56). En concordancia con esta línea
de pensamiento, Anne Fausto-Sterling (2006:19) plantea
que “cuanto más buscamos una base física
simple para el sexo, más claro resulta que <<sexo>>
no es una categoría puramente física.
Las señales y funciones corporales que definimos
como masculinas o femeninas ya están imbrincadas
en nuestras concepciones del género”. De
esta manera se pone de manifiesto que la idea de sexo
como algo natural no es más que una configuración
hecha dentro de la lógica del binarismo de género.
Por consiguiente, desde esta concepción no es
posible distinguir sexo y género, quedando descartado
también el binomio naturaleza/cultura. Es así por
lo que Judith Butler va a utilizar de manera alternativa
sexo o género, o bien sexo/género como
un continuo.
Algunas reflexiones finales
La importancia de la categoría de género
para el feminismo reside en su capacidad para echar
luz sobre las relaciones de poder y desigualdad entre
varones y mujeres, al mismo tiempo que constituye una
herramienta para la reflexión y el cuestionamiento
del orden social instituido.
Más allá de las críticas que pudieran
hacerse a la dicotomía sexo/género, el
uso de la categoría género como opuesta
al sexo fue muy valiosa en su momento, en tanto permitió
dejar de pensar la masculinidad y feminidad como esencias
y romper así con las cadenas del determinismo
biológico.
Pasando por alto las divergencias en la teorización
del género que hace el feminismo, podríamos
sostener, siguiendo a Lamas (1999:20), que lo que motiva
el uso de esta categoría como herramienta de
análisis es la necesidad de “desnaturalizar”
lo humano, esto es, poner de manifiesto su
orden significativo. El negar carácter natural
a hechos y fenómenos tales como la desigualdad
entre hombres y mujeres, la subordinación femenina,
la heterosexualidad, entre otros, y concebirlos como
construcciones sociales e históricas, supone
introducir de lleno la posibilidad de cambio y transformación,
que es justamente la meta principal que persigue el
movimiento feminista. |