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¿De qué se habla cuando se habla de género?
Por María Luján Bargas
mlbargas@elpsicoanalitico.com.ar
 

Si bien género es un término que se ha popularizado a partir de la década de los noventa, aún persiste un desconocimiento generalizado sobre lo que realmente significa y a qué hace referencia. Actualmente se lo tiende a equiparar a sexo, utilizando uno u otro de manera indistinta, e inclusive se lo emplea en ciertas ocasiones como sinónimo de mujer. A lo largo de este trabajo veremos que la categoría género encierra una complejidad tal que impide la simple reducción a estos dos conceptos y que en su desarrollo a lo largo del tiempo fue desplegando un entretejido de profundas problemáticas tanto de índole ontológica como gnoseológica.

El género como herramienta de análisis

La dominación y subordinación femenina fueron el disparador para que las feministas a partir de los años setenta comenzaran a desarrollar y utilizar el concepto de género. A través de esta categoría se proponían entender las relaciones de poder entre hombres y mujeres y dar cuenta de las causas de la opresión sobre estas últimas. El trasfondo de la investigación, el debate y la reflexión alrededor del género estaba dado por el objetivo político de la emancipación femenina. En pos de alcanzarla, era absolutamente necesario romper con el determinismo biológico y mostrar que no era “natural” su subordinación. Por consiguiente, los trabajos feministas pioneros sobre el género buscaron distinguir construcción social de biología. De esta manera, comenzaron a utilizar el concepto de género para referirse a la construcción simbólica y cultural que se estructura a partir de las diferencias biológicas entre los sexos y que establece el ser-hombre y el ser-mujer en una sociedad determinada. Por su parte, el sexo fue entendido como lo “natural”; aquello que supone las características anatómicas y fisiológicas que permiten introducir la categoría de macho y hembra. En consecuencia, las nociones de sexo y género pasaron a conformar un par de dicotomías mutuamente excluyentes pero que mantienen relaciones de correspondencia entre sí, de modo que al cuerpo de hembra le corresponde el género femenino, mientras que al cuerpo de macho le corresponde el género masculino.

El desnaturalizar la masculinidad y feminidad supuso una apertura al cuestionamiento y transformación de aquello que se concebía como esencial e inmutable, dejando en evidencia que eran posibles otras formas de interpretar, simbolizar y organizar las diferencias sexuales en las relaciones sociales. De esta manera, el convertirse en hombres y mujeres, lejos de ser una cuestión biológica y anatómica, fue planteado como el resultado de relaciones históricas y sociales de género.

Si bien no existe un consenso general en el uso del término género dentro del feminismo, podría decirse que básicamente se lo concibe como una categoría analítica en cuyo marco los seres humanos piensan y organizan su actividad social. Por consiguiente, tal como sostiene Sandra Harding (1996:17), nuestros sistemas de creencias y representaciones, las instituciones, el modo de organización social y fenómenos que parecen neutrales, tales como la arquitectura y la planificación urbana, se encuentran atravesados por los significados de género. Siguiendo esta línea de pensamiento, Marta Lamas (2000:4) plantea que “la cultura marca a los sexos con el género y el género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano”. De esta manera, lo entiende como el conjunto de prácticas, creencias, representaciones y prescripciones sociales obtenidas a partir de la simbolización de la diferencia anatómica entre varones y mujeres en determinada sociedad. El género supone entonces características, aptitudes, actitudes, comportamientos, roles, funciones y valoraciones que se asignan de manera dicotómica y jerárquica a cada sexo a través de procesos de socialización al interior de una sociedad determinada, de los cuales participan instituciones económicas, sociales, políticas y religiosas (Facio y Fries, 1999:34).

Según Joan Scott (1999:61) el género es un elemento constitutivo de las relaciones basadas en las diferencias que distinguen los sexos y comprende cuatro elementos interrelacionados que contemplan la dimensión simbólica, la dimensión social y la dimensión individual: 1) los símbolos y mitos culturalmente disponibles que evocan representaciones múltiples 2) los conceptos normativos que manifiestan las representaciones de los significados de los símbolos y que se expresan en doctrinas religiosas, educativas, científicas, legales y políticas, que afirman categórica y unívocamente el significado de varón y mujer, masculino y femenino, 3) las instituciones y organizaciones sociales de las relaciones de género: el sistema de parentesco, la familia, el mercado de trabajo segregado por sexos, las instituciones educativas, la política y 4) la identidad subjetiva de género. Con respecto a este último elemento, Scott manifiesta que si bien la teoría de Lacan puede ser una herramienta útil para pensar la construcción de la identidad genérica, esto no debe llevar a considerar que ella se basa sólo y universalmente en el miedo a la castración. Desde su punto de vista, es absolutamente necesario adoptar la perspectiva histórica para dar cuenta de cómo se construyen sustancialmente las identidades genéricas. Sin embargo, Lamas advierte el error en el que cae Scott al confundir construcción cultural de la identidad de género y estructuración psíquica de la identidad sexual. Aclara que la identidad de género es históricamente construida de acuerdo con lo que la cultura define como “femenino” o “masculino”, es decir, de acuerdo a la simbolización e interpretación cultural de la diferencia sexual. Por el contrario, la identidad sexual es la reacción individual ante la diferencia sexual; constituye la estructuración psíquica de una persona como heterosexual u homosexual, y no cambia históricamente, ya que es el resultado del posicionamiento imaginario ante la castración simbólica y de la resolución personal del drama edíptico (1999:13). Si bien las ciencias sociales utilizan el término diferencia sexual para hacer referencia a la diferencia entre los sexos, y desde la biología se utiliza para aludir a las diferencias fisiológicas (hormonales, genéticas, etc.) entre varones y mujeres, esta autora se ciñe al concepto que utiliza el psicoanálisis, como categoría que tiene en cuenta la existencia del inconsciente y su papel en la formación de la subjetividad y la sexualidad. Por consiguiente, para Lamas (1999:14) “las diferencias entre masculinidad y feminidad no provienen sólo del género, sino también de la diferencia sexual, o sea, del inconsciente, de lo psíquico”, lo cual supone que en la construcción de la subjetividad participan no sólo elementos del ámbito social sino también del psíquico.

Origen del dualismo sexo/género

Al contrario de lo que podría pensarse, el origen del concepto de género y su distinción del de sexo no fueron obra del feminismo. Fue el psiquiatra Robert Stoller quien en los años sesenta desarrolló la noción de género en el curso de sus investigaciones en torno a casos de niños y niñas a los que se les había asignado un sexo diferente al que pertenecían genética, anatómica y/u hormonalmente. Estos casos lo llevaron a concluir que es la asignación del rol la que generalmente establece la identidad de género más que la carga genética, hormonal o biológica. En su libro Sex and Gender plantea que el género supone conductas, sentimientos, pensamientos y fantasías relacionadas con los sexos, pero que no se derivan de la biología. De esta manera, relaciona al sexo con lo biológico (hormonas, genes, sistema nervioso, morfología) y al género con la cultura (psicología, sociología).

Una década antes, el psicoendocrinólogo John Money y sus colaboradores, habían abordado el estudio de intersexuales [1], concluyendo que las gónadas, los cromosomas y las hormonas no determinan de manera directa el género de un niño/a, esto es, que los roles y la orientación sexual no están determinados de manera innata, automática e instintiva por agentes físicos. Ya en los setenta, Money junto con el sexólogo Anke Ehrhardt, popularizaron la idea de que sexo y género son categorías separadas, quedando establecido el sexo como aquel que hace referencia a atributos físicos y está determinado por la anatomía y la fisiología, mientras que el género implica los significados sociales que se estructuran sobre las diferencias entre machos y hembras.

La introducción del género en las ciencias sociales como categoría analítica se produjo de la mano de la socióloga Ann Oakley a comienzos de la década del setenta. A partir de entonces, el dualismo sexo/género caló hondo en el discurso feminista y comenzó a ser utilizado tal como vimos, para explicar la subordinación femenina como construcción social y no como derivada de la naturaleza. De esta manera, el feminismo se alzaba contra el determinismo biológico y a favor del construccionismo social. Si bien en la década de los treinta la antropóloga Margaret Mead ya planteaba que los roles de género no eran biológicos sino culturales y que como tales podrían variar según el entorno, su visión fue rechazada como parte de una vieja corriente de las ciencias sociales que se creía superada por los desarrollos de la biología en los años cuarenta y cincuenta. Asimismo, Simone de Beauvoir, precursora de todos los feminismos de la segunda mitad del siglo XX, ya en 1949 acuñaba por adelantado la noción de género, planteando en El segundo sexo la idea de que “no se nace mujer, se llega a serlo”, con lo que introducía la diferenciación entre sexo como lo biológico, como “lo que es”, y género como lo que se va construyendo de determinada manera.

Las teorías feministas basadas en el dualismo sexo/género presentaron al sexo como la base material del género y de esta manera ubicaron al primero en la esfera de la naturaleza mientras que al segundo en la esfera de la cultura. Desde esta perspectiva, el sexo es visto como estático e inmutable y el género como una categoría cambiante e histórica. Sin embargo, como veremos a continuación, a comienzos de la década de los noventa, esta concepción se vio fuertemente sacudida por la profunda reflexión de Judith Butler, quien propone una deconstrucción de la dicotomía sexo/género y muestra cómo el sexo está tan culturalmente construido como el género, de modo que la contraposición sexo/género y naturaleza/cultura pierden su razón de ser.

La concepción disruptiva de Judith Butler

El pensamiento de Judith Butler supone una profunda ruptura con las teorías feministas de género hasta el momento, fundamentalmente porque su propuesta supone dejar de pensar el par sexo/género como una dicotomía y concebirlos como un continuo.

Esta brillante pensadora pone de manifiesto que si se concibe al género como los significados culturales que acepta el cuerpo sexuado, entonces no hay motivos para creer que necesariamente a un sexo debería corresponderle un solo género y agrega que inclusive sosteniendo el carácter binario e invariable del sexo, no se podría afirmar que los géneros seguirán siendo sólo dos. Remarca que la concepción dicotómica de sexo/género encierra una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados y géneros culturalmente construidos, de tal modo que no está claro cómo ni por qué la construcción “varones” dará como resultado únicamente cuerpos masculinos o que las “mujeres” interpreten sólo cuerpos femeninos. Asimismo, la hipótesis de un sistema binario de géneros conlleva implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género refleja al sexo o de lo contrario, está limitado por él. Sin embargo, el problema deviene cuando se teoriza la construcción del género como algo completamente independiente del sexo, que no está motivada ni determinada por él. De esta manera, el género se convierte así en un artificio ambiguo y se deja abierta la posibilidad de que hombre y masculino puedan significar tanto cuerpo de hombre como de mujer y lo mismo pasa con mujer y femenino.

La propuesta de Butler para salir de esta encrucijada es refutar el carácter invariable del sexo y ver que éste está tan culturalmente construido como el género. Básicamente rechaza la idea de un sexo “natural” y pone en cuestionamiento su carácter binario, en la medida en que entiende que todo acceso a la realidad se hace a través de la cultura y del lenguaje, por lo que no hay algo “natural” independientemente de concepciones culturales. Por lo tanto, no hay posibilidad de acceder a un cuerpo “en sí”, a un cuerpo “natural”. Esto supone entonces que los cuerpos están ya de por sí construidos culturalmente como masculinos y femeninos. “El género no es a la cultura lo que el sexo es a la naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la <<naturaleza sexuada>> o un <<sexo natural>> se forma y establece como <<prediscursivo>>, anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura” (2007:55-56). En concordancia con esta línea de pensamiento, Anne Fausto-Sterling (2006:19) plantea que “cuanto más buscamos una base física simple para el sexo, más claro resulta que <<sexo>> no es una categoría puramente física. Las señales y funciones corporales que definimos como masculinas o femeninas ya están imbrincadas en nuestras concepciones del género”. De esta manera se pone de manifiesto que la idea de sexo como algo natural no es más que una configuración hecha dentro de la lógica del binarismo de género. Por consiguiente, desde esta concepción no es posible distinguir sexo y género, quedando descartado también el binomio naturaleza/cultura. Es así por lo que Judith Butler va a utilizar de manera alternativa sexo o género, o bien sexo/género como un continuo.

Algunas reflexiones finales

La importancia de la categoría de género para el feminismo reside en su capacidad para echar luz sobre las relaciones de poder y desigualdad entre varones y mujeres, al mismo tiempo que constituye una herramienta para la reflexión y el cuestionamiento del orden social instituido.

Más allá de las críticas que pudieran hacerse a la dicotomía sexo/género, el uso de la categoría género como opuesta al sexo fue muy valiosa en su momento, en tanto permitió dejar de pensar la masculinidad y feminidad como esencias y romper así con las cadenas del determinismo biológico.

Pasando por alto las divergencias en la teorización del género que hace el feminismo, podríamos sostener, siguiendo a Lamas (1999:20), que lo que motiva el uso de esta categoría como herramienta de análisis es la necesidad de “desnaturalizar” lo humano, esto es, poner de manifiesto su orden significativo. El negar carácter natural a hechos y fenómenos tales como la desigualdad entre hombres y mujeres, la subordinación femenina, la heterosexualidad, entre otros, y concebirlos como construcciones sociales e históricas, supone introducir de lleno la posibilidad de cambio y transformación, que es justamente la meta principal que persigue el movimiento feminista.

 
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Notas
 
[1] La medicina habla de intersexualidad cuando existe una ambigüedad a nivel sexual que impide asignar el sexo masculino o femenino de manera concluyente. Esta ambigüedad está relacionada con una discordancia que puede presentarse a nivel del sexo cromosómico, fenotípico (genitales externos), gonadal y/u hormonal.
 
Bibliografía
 
Butler, Judith (2007). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona, Ediciones Paidós.

Conway, Jill, Bourque, Susan y Scott, Joan (1998). “El concepto de género”, en Navarro, M. y Stimpson, C. (comp.): Qué son los estudios de mujeres, FCE, pp.167-178

Facio, A. y Fries, L. (1999). “Feminismo, género y patriarcado”, en Género y Derecho, Facio, A. y Fries, L. (eds.), LOM Ediciones, pp. 21-60.

Fausto-Sterling, Anne (2006). Cuerpos sexuados. La política de género y la construcción de la sexualidad. Barcelona, Editorial Melusina.

Femenías, María Luisa (2000). “Introducción”. Sobre sujeto y género. (Lecturas feministas desde Beauvoir a Butler). Buenos Aires, Catálogo, pp. 13-47.

Gil Rodríguez, Eva (2002). “¿Por qué le llaman género cuando quieren decir sexo?: Una aproximación a la teoría de la performatividad de Judith Butler”. Revista Athenea Digital, num. 2, otoño, pp. 30-41.

Haraway, Donna (1991). “<<Género>> para un diccionario marxista: la política sexual de una palabra”, Capítulo 5. Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Madrid, Ediciones Cátedra, pp.213-250.

Harding, Sandra (1996). “Del problema de la mujer en la ciencia al problema de la ciencia en el feminismo”, Ciencia y Feminismo, Madrid, Morata, pp. 15-27.

Lamas, Marta (1999). “Usos, dificultades y posibilidades de la categoría género”. Papeles de Población, julio-septiembre, número 021. Universidad Autónoma del Estado de México. Toluca, México, pp.147-178. Disponible en: http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/112/11202105.pdf

Lamas, Marta (2000). “Diferencias de sexo, género y diferencia sexual”. Cuicuilco, enero-abril, año/vol. 7, número 018. Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), Distrito Federal, México. Disponible en: http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/pdf/351/35101807.pdf

Scott, Joan (1999). “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, en Navarro, M. y Stimpson, C. (comp.): Sexualidad, género y roles sexuales, FCE, pp.37-75.

 
 
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