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Bajo
condiciones no represivas, la sexualidad tiende a “convertirse
en Eros”, esto es, tiende hacia la autosublimación
en relaciones duraderas y en expansión (incluyendo
las relaciones de trabajo) que sirven para intensificar
y aumentar la gratificación instintiva. Eros
lucha por “eternizarse” a sí mismo
en un orden permanente. Esta tendencia encuentra su
primera resistencia en el campo de la necesidad. Con
toda seguridad, la escasez y la pobreza prevalecientes
en el mundo pueden ser dominadas en suficiente medida
para permitir la ascendencia de la libertad universal,
pero este dominio parece ser autoimpelente: perpetúa
el trabajo. Todos los progresos técnicos, la
conquista de la naturaleza, la racionalización
del hombre y la sociedad no han eliminado y no pueden
eliminar la necesidad del trabajo enajenado, la necesidad
de trabajar mecánicamente, sin placer, de una
manera que no representa la autorrealización
individual.
Sin embargo, la misma enajenación progresiva
aumenta la potencialidad de la libertad: mientras más
ajeno al individuo llega a ser el trabajo necesario,
menos lo envuelve en el campo de la necesidad.
El principio del placer se extiende a la conciencia.
Eros define a la razón en sus propios términos.
Es razonable lo que sostiene el orden de la gratificación.
En el grado en que la lucha por la existencia llega
a ser cooperación para el libre desarrollo y
realización de las necesidades individuales,
la razón represiva deja el paso a una nueva
racionalidad de la gratificación en la
que convergen la razón y la felicidad. Ella crea
su propia división del trabajo, sus propias prioridades,
su propia jerarquía.
Las renuncias y retrasos exigidos por la voluntad general
no deben ser oscuras ni inhumanas; ni su razón
debe ser autoritaria. Sin embargo, la pregunta subsiste:
¿cómo puede generar libremente la libertad
la civilización, cuando la falta de libertad
ha llegado a ser una parte y una división del
aparato mental? Y si no es así, ¿quién
está capacitado para establecer y fortalecer
los niveles objetivos?
(Herbert Marcuse,
Eros y civilización) |
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Un texto sobre erotismo
sólo puede ser narcisista o masturbatorio, es
decir, hablar sobre todo de sí mismo y del propio
cuerpo.
Se tratará de prever enseguida la brevedad del
texto. “Un texto sobre el placer sólo puede
ser corto” dice Roland Barthes en El
placer del texto. Ciertamente como el mismo placer,
pero hay más. Ser breve es la promesa del conferenciante,
es la invitación de la prostituta al cliente:
es decir, allí donde el discurso y el eros más
se revelan en forma de mercancía.
Se ha hablado del cuerpo de la película como
fuente de erotismo o, como escribía Freud, del
“cuerpo enteramente concebido como zona erógena”.
Pero si es cierto que todo el cuerpo es erotizable todavía
hay zonas en él que se ofrecen de modo preferente
a la erotización: son las que oportunamente Serge
Leclaire llama las puertas del cuerpo. “Lugares
del cuerpo donde queda marcado el síncope de
una diferencia, todavía más precisamente,
donde pueden encontrarse los términos entre los
cuales se abre el desecho del placer: labios de una
boca, pupilas de un ojo, puntos exquisitamente distintos
y sensibles de una epidermis”. Las zonas erógenas
están inscriptas en el cuerpo como cortes, fisuras
en las cuales se abre esa diferencia que es producción,
más que del lenguaje, del placer.
Erotismo y deseo que la censura burocrática no
puede apagar, sino que además agudiza y multiplica,
en operación específica que es la de hacer
cortes en la película, es decir abrir en ella
espacios, zonas erógenas. Por tanto, la censura
no es un campo de determinaciones heterogéneas:
lenguaje, poder, mercado; pero es lugar de producción
de totalidad: comercializando el lenguaje, lo erotiza.
La intervención de la censura, desmenuzando la
unidad idealista de la obra de arte, manifiesta su naturaleza
de mercancía; la obra de arte cuanto más
se comercializa tanto más se erotiza. En los
cortes hechos en la película se abre la posibilidad
de la lectura alternativa: lectura productiva, lectura
deseada.
Las intervenciones del poder, incluso del mismo Stalin,
en La línea general, motivadas como correcciones
de las desviaciones políticas de la película
en realidad se pueden leer como intervenciones de castración
sobre la base erótica de la misma película.
Son estos los años en que la U.R.S.S. hay una
restauración sexual que conduce a una regulación
moralista y autoritaria de la vida sexual, en la que
el partido asume cada vez más el papel de la
familia protectora y coactiva y sólo consiente
la sexualidad como forja biológica para la fecundidad
y la reproducción.
(Las Tijeras Eróticas,
Cinegramma) |
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No hay perversiones
porque el erotismo es en una dimensión la rebeldía
contra las leyes de la naturaleza (la rebeldía
contra Dios), así como en otra dimensión
es el acercamiento intelectual, mediante el sexo, a
la naturaleza en profundidad. La contradicción,
la fascinación y la riqueza del erotismo está
en esta doble condición que tiene de acercamiento
entre el mundo y el hombre, y de rebeldía del
hombre frente al mundo. Es la imaginación sexual
que quiere alzarse al poder, por encima de las leyes
zoológicas y ecológicas que nos rigen.
Es el arranque lírico de la especie ejercido
mediante el sexo. Pero la melancólica conclusión
es que no hay perversiones, porque nadie puede saltar
más allá de su sombra –que ni siquiera
es la sombra de Dios, de un dios-, y acabamos siempre,
mediante el mayor rodeo erótico de la mayor “perversión”,
imitando barrocamente la conducta lineal de la vida.
El erotismo, pues, no sólo patrocina un mestizaje
social y cultural, sino que propicia la diversidad de
las experiencias, la pluralidad de los cuerpos. El mito
del amor único en toda una vida (o una de nuestras
múltiples vidas dedicada a cada amor) es sin
duda un mito idealista que más que personas maneja
ideas de personas.
Contra eso va el instinto erótico y, por supuesto,
el erotismo ejercido como cultura. Todo ser es único,
insustituible, prodigioso, sagrado. Todo ser es insustituible
a condición de que se la sustituya. Si se le
entroniza se vuelve intocable, sagrado, mítico,
se despersonaliza y cobra el carácter dictatorial
de lo óptimo, el carácter tiránico
de lo mejor. Lo mejor no existe y a un ser se le exorciza
con otro, como sabe cualquier muchachita que llora amores
hasta que otro amor viene a secarle el llanto. Esta
sabiduría elemental de la gente responde a una
verdad profunda. El carácter absoluto, y por
lo tanto diabólico, que puede cobrar un ser,
sólo se exorciza con otro ser. El erotismo es
un humanismo.
(Francisco Umbral,
Tratado de Perversiones) |
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Ante
todo, el erotismo es exclusivamente humano: es sexualidad
socializada y transfigurada por la imaginación
y la voluntad de los hombres. La primera nota que diferencia
al erotismo de la sexualidad es la infinita variedad
de formas en que se manifiesta, en todas las épocas
y en todas las tierras. El erotismo es invención,
variación incesante; el sexo es siempre el mismo.
El protagonista del acto erótico es el sexo o,
más exactamente, los sexos. El plural es de rigor
porque, incluso en los placeres llamados solitarios,
el deseo sexual inventa siempre una pareja imaginaria...o
muchas…
Los animales se acoplan siempre de la misma manera;
los hombres se miran en el espejo de la universal copulación
animal; al imitarla, la transforman y transforman su
propia sexualidad……
…En el seno de la naturaleza el hombre se ha creado
un mundo aparte, compuesto por ese conjunto de prácticas,
instituciones, ritos, ideas y cosas que llamamos cultura.
En su raíz, el erotismo es sexo, naturaleza;
por ser una creación y por sus funciones en la
sociedad, es cultura. Uno de los fines del erotismo
es domar al sexo e insertarlo en la sociedad. Sin sexo
no hay sociedad pues no hay procreación; pero
el sexo también amenaza a la sociedad. Como el
dios Pan, es creación y destrucción. Es
instinto: temblor pánico, explosión vital…
Sometidos a la perenne descarga eléctrica del
sexo, los hombres han inventado un pararrayos: el erotismo.
Invención equívoca, como todas las que
hemos ideado: el erotismo es dador de vida y muerte.
Comienza a dibujarse ahora con mayor precisión
la ambigüedad del erotismo: es represión
y es licencia, sublimación y perversión.
En uno y otro caso la función primordial de la
sexualidad, la reproducción, queda subordinada
a otros fines, unos sociales y otros individuales.
Una de las primeras apariciones del amor, en el sentido
estricto de la palabra, es el cuento de Eros y Psique
que inserta Apuleyo en uno de los libros más
entretenidos de la Antigüedad grecorromana: El
asno de oro (o las metamorfosis). Eros, divinidad
cruel y cuyas flechas no respetan ni a su madre ni al
mismo Zeus, se enamora de una mortal, Psique. Es una
historia, dice Pierre Grimal, “directamente inspirada
por el Fedro, de Platón: el alma individual (Psique),
imagen fiel del alma universal (Venus), se eleva progresivamente,
gracias al amor (Eros), de la condición mortal
a la inmortalidad divina”
(Octavio Paz, Eros
y Psique) |
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Se dice que Sade es
un autor “erótico”. ¿Pero
qué es el erotismo? No es más que un habla,
ya que las prácticas sólo pueden ser codificadas
si son conocidas, es decir habladas. Nuestra sociedad
nunca enuncia ninguna práctica erótica
sino sólo deseos, preámbulos, contextos,
sugestiones, sublimaciones ambiguas, de modo que para
nosotros el erotismo sólo puede ser definido
por un habla perpetuamente alusiva. En ese caso, Sade
no es erótico: como ya se ha dicho, en él
no hay nunca un “strip-tease” de ninguna
clase, ese apólogo esencial de la erótica
moderna. Es totalmente inadecuado y debido solo a una
gran presunción que nuestra sociedad habla del
erotismo de Sade, es decir de un sistema que no tiene
ningún equivalente en ella.
La diferencia no reside en que la erótica sadiana
es criminal y la nuestra inofensiva, sino en que la
primera es asertiva, combinatoria, mientras que la segunda
es sugestiva, metafórica. Para Sade, sólo
hay erótica cuando se “razona
el crimen”.
(Roland Barthes, El
árbol del crimen) |
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Encuentro
en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo
desear centenares; pero, de esos centenares, no amo
sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa
la especificidad de mi deseo. Esta elección,
tan rigurosa que no retiene más que lo único,
constituye, digamos, la diferencia entre la transferencia
analítica y la transferencia amorosa; una es
universal, la otra específica. Han sido necesarias
muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes
(y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre
la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo. Hay allí
un gran enigma del que jamás sabré la
clave: ¿por qué deseo a Tal? ¿Por
qué lo deseo perdurablemente, lánguidamente?
¿Es todo él lo que deseo (una silueta,
una forma, un aire)? ¿O no es sólo más
que una parte de su cuerpo? Y, en ese caso, ¿qué
es lo que, en ese cuerpo amado, tiene vocación
de fetiche para mí? ¿Qué porción,
tal vez increíblemente tenue, qué accidente?
¿El corte de una uña, un diente un poco
rajado, un mechón, una manera de mover los dedos
al hablar, al fumar? De todos estos pliegues del cuerpo
tengo ganas de decir que son adorables.
Adorable quiere decir: éste es mi deseo,
en tanto que es único: “¡Es eso!
¡Es exactamente eso (lo que yo amo)!”.
Sin embargo, cuanto más experimento la especificidad
de mi deseo menos la puedo nombrar; a la precisión
del enfoque corresponde un temblor del nombre; la propiedad
del deseo no puede producir sino impropiedad del enunciado.
De este fracaso del lenguaje no queda más que
un rastro: la palabra “adorable” (la correcta
traducción de “adorable” sería
el ipse latino: es él, es precisamente él
en persona).
(Roland
Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso)
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