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"El Bosco"
El cuerpo del amor
(Textos sobre eros)
Selección de Héctor J. Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
 

Bajo condiciones no represivas, la sexualidad tiende a “convertirse en Eros”, esto es, tiende hacia la autosublimación en relaciones duraderas y en expansión (incluyendo las relaciones de trabajo) que sirven para intensificar y aumentar la gratificación instintiva. Eros lucha por “eternizarse” a sí mismo en un orden permanente. Esta tendencia encuentra su primera resistencia en el campo de la necesidad. Con toda seguridad, la escasez y la pobreza prevalecientes en el mundo pueden ser dominadas en suficiente medida para permitir la ascendencia de la libertad universal, pero este dominio parece ser autoimpelente: perpetúa el trabajo. Todos los progresos técnicos, la conquista de la naturaleza, la racionalización del hombre y la sociedad no han eliminado y no pueden eliminar la necesidad del trabajo enajenado, la necesidad de trabajar mecánicamente, sin placer, de una manera que no representa la autorrealización individual.
Sin embargo, la misma enajenación progresiva aumenta la potencialidad de la libertad: mientras más ajeno al individuo llega a ser el trabajo necesario, menos lo envuelve en el campo de la necesidad.
El principio del placer se extiende a la conciencia. Eros define a la razón en sus propios términos. Es razonable lo que sostiene el orden de la gratificación.
En el grado en que la lucha por la existencia llega a ser cooperación para el libre desarrollo y realización de las necesidades individuales, la razón represiva deja el paso a una nueva racionalidad de la gratificación en la que convergen la razón y la felicidad. Ella crea su propia división del trabajo, sus propias prioridades, su propia jerarquía.
Las renuncias y retrasos exigidos por la voluntad general no deben ser oscuras ni inhumanas; ni su razón debe ser autoritaria. Sin embargo, la pregunta subsiste:
¿cómo puede generar libremente la libertad la civilización, cuando la falta de libertad ha llegado a ser una parte y una división del aparato mental? Y si no es así, ¿quién está capacitado para establecer y fortalecer los niveles objetivos?

(Herbert Marcuse, Eros y civilización)

 

Un texto sobre erotismo sólo puede ser narcisista o masturbatorio, es decir, hablar sobre todo de sí mismo y del propio cuerpo.
Se tratará de prever enseguida la brevedad del texto. “Un texto sobre el placer sólo puede ser corto” dice Roland Barthes en El placer del texto. Ciertamente como el mismo placer, pero hay más. Ser breve es la promesa del conferenciante, es la invitación de la prostituta al cliente: es decir, allí donde el discurso y el eros más se revelan en forma de mercancía.
Se ha hablado del cuerpo de la película como fuente de erotismo o, como escribía Freud, del “cuerpo enteramente concebido como zona erógena”. Pero si es cierto que todo el cuerpo es erotizable todavía hay zonas en él que se ofrecen de modo preferente a la erotización: son las que oportunamente Serge Leclaire llama las puertas del cuerpo. “Lugares del cuerpo donde queda marcado el síncope de una diferencia, todavía más precisamente, donde pueden encontrarse los términos entre los cuales se abre el desecho del placer: labios de una boca, pupilas de un ojo, puntos exquisitamente distintos y sensibles de una epidermis”. Las zonas erógenas están inscriptas en el cuerpo como cortes, fisuras en las cuales se abre esa diferencia que es producción, más que del lenguaje, del placer.
Erotismo y deseo que la censura burocrática no puede apagar, sino que además agudiza y multiplica, en operación específica que es la de hacer cortes en la película, es decir abrir en ella espacios, zonas erógenas. Por tanto, la censura no es un campo de determinaciones heterogéneas: lenguaje, poder, mercado; pero es lugar de producción de totalidad: comercializando el lenguaje, lo erotiza. La intervención de la censura, desmenuzando la unidad idealista de la obra de arte, manifiesta su naturaleza de mercancía; la obra de arte cuanto más se comercializa tanto más se erotiza. En los cortes hechos en la película se abre la posibilidad de la lectura alternativa: lectura productiva, lectura deseada.
Las intervenciones del poder, incluso del mismo Stalin, en La línea general, motivadas como correcciones de las desviaciones políticas de la película en realidad se pueden leer como intervenciones de castración sobre la base erótica de la misma película. Son estos los años en que la U.R.S.S. hay una restauración sexual que conduce a una regulación moralista y autoritaria de la vida sexual, en la que el partido asume cada vez más el papel de la familia protectora y coactiva y sólo consiente la sexualidad como forja biológica para la fecundidad y la reproducción.

(Las Tijeras Eróticas, Cinegramma)

 

No hay perversiones porque el erotismo es en una dimensión la rebeldía contra las leyes de la naturaleza (la rebeldía contra Dios), así como en otra dimensión es el acercamiento intelectual, mediante el sexo, a la naturaleza en profundidad. La contradicción, la fascinación y la riqueza del erotismo está en esta doble condición que tiene de acercamiento entre el mundo y el hombre, y de rebeldía del hombre frente al mundo. Es la imaginación sexual que quiere alzarse al poder, por encima de las leyes zoológicas y ecológicas que nos rigen. Es el arranque lírico de la especie ejercido mediante el sexo. Pero la melancólica conclusión es que no hay perversiones, porque nadie puede saltar más allá de su sombra –que ni siquiera es la sombra de Dios, de un dios-, y acabamos siempre, mediante el mayor rodeo erótico de la mayor “perversión”, imitando barrocamente la conducta lineal de la vida.
El erotismo, pues, no sólo patrocina un mestizaje social y cultural, sino que propicia la diversidad de las experiencias, la pluralidad de los cuerpos. El mito del amor único en toda una vida (o una de nuestras múltiples vidas dedicada a cada amor) es sin duda un mito idealista que más que personas maneja ideas de personas.
Contra eso va el instinto erótico y, por supuesto, el erotismo ejercido como cultura. Todo ser es único, insustituible, prodigioso, sagrado. Todo ser es insustituible a condición de que se la sustituya. Si se le entroniza se vuelve intocable, sagrado, mítico, se despersonaliza y cobra el carácter dictatorial de lo óptimo, el carácter tiránico de lo mejor. Lo mejor no existe y a un ser se le exorciza con otro, como sabe cualquier muchachita que llora amores hasta que otro amor viene a secarle el llanto. Esta sabiduría elemental de la gente responde a una verdad profunda. El carácter absoluto, y por lo tanto diabólico, que puede cobrar un ser, sólo se exorciza con otro ser. El erotismo es un humanismo.

(Francisco Umbral, Tratado de Perversiones)

 

Ante todo, el erotismo es exclusivamente humano: es sexualidad socializada y transfigurada por la imaginación y la voluntad de los hombres. La primera nota que diferencia al erotismo de la sexualidad es la infinita variedad de formas en que se manifiesta, en todas las épocas y en todas las tierras. El erotismo es invención, variación incesante; el sexo es siempre el mismo. El protagonista del acto erótico es el sexo o, más exactamente, los sexos. El plural es de rigor porque, incluso en los placeres llamados solitarios, el deseo sexual inventa siempre una pareja imaginaria...o muchas…
Los animales se acoplan siempre de la misma manera; los hombres se miran en el espejo de la universal copulación animal; al imitarla, la transforman y transforman su propia sexualidad……
…En el seno de la naturaleza el hombre se ha creado un mundo aparte, compuesto por ese conjunto de prácticas, instituciones, ritos, ideas y cosas que llamamos cultura. En su raíz, el erotismo es sexo, naturaleza; por ser una creación y por sus funciones en la sociedad, es cultura. Uno de los fines del erotismo es domar al sexo e insertarlo en la sociedad. Sin sexo no hay sociedad pues no hay procreación; pero el sexo también amenaza a la sociedad. Como el dios Pan, es creación y destrucción. Es instinto: temblor pánico, explosión vital…
Sometidos a la perenne descarga eléctrica del sexo, los hombres han inventado un pararrayos: el erotismo. Invención equívoca, como todas las que hemos ideado: el erotismo es dador de vida y muerte. Comienza a dibujarse ahora con mayor precisión la ambigüedad del erotismo: es represión y es licencia, sublimación y perversión. En uno y otro caso la función primordial de la sexualidad, la reproducción, queda subordinada a otros fines, unos sociales y otros individuales.
Una de las primeras apariciones del amor, en el sentido estricto de la palabra, es el cuento de Eros y Psique que inserta Apuleyo en uno de los libros más entretenidos de la Antigüedad grecorromana: El asno de oro (o las metamorfosis). Eros, divinidad cruel y cuyas flechas no respetan ni a su madre ni al mismo Zeus, se enamora de una mortal, Psique. Es una historia, dice Pierre Grimal, “directamente inspirada por el Fedro, de Platón: el alma individual (Psique), imagen fiel del alma universal (Venus), se eleva progresivamente, gracias al amor (Eros), de la condición mortal a la inmortalidad divina”

(Octavio Paz, Eros y Psique)

 

Se dice que Sade es un autor “erótico”. ¿Pero qué es el erotismo? No es más que un habla, ya que las prácticas sólo pueden ser codificadas si son conocidas, es decir habladas. Nuestra sociedad nunca enuncia ninguna práctica erótica sino sólo deseos, preámbulos, contextos, sugestiones, sublimaciones ambiguas, de modo que para nosotros el erotismo sólo puede ser definido por un habla perpetuamente alusiva. En ese caso, Sade no es erótico: como ya se ha dicho, en él no hay nunca un “strip-tease” de ninguna clase, ese apólogo esencial de la erótica moderna. Es totalmente inadecuado y debido solo a una gran presunción que nuestra sociedad habla del erotismo de Sade, es decir de un sistema que no tiene ningún equivalente en ella.
La diferencia no reside en que la erótica sadiana es criminal y la nuestra inofensiva, sino en que la primera es asertiva, combinatoria, mientras que la segunda es sugestiva, metafórica. Para Sade, sólo hay erótica cuando se “razona el crimen”.

(Roland Barthes, El árbol del crimen)

 

Encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo desear centenares; pero, de esos centenares, no amo sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo. Esta elección, tan rigurosa que no retiene más que lo único, constituye, digamos, la diferencia entre la transferencia analítica y la transferencia amorosa; una es universal, la otra específica. Han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes (y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo. Hay allí un gran enigma del que jamás sabré la clave: ¿por qué deseo a Tal? ¿Por qué lo deseo perdurablemente, lánguidamente? ¿Es todo él lo que deseo (una silueta, una forma, un aire)? ¿O no es sólo más que una parte de su cuerpo? Y, en ese caso, ¿qué es lo que, en ese cuerpo amado, tiene vocación de fetiche para mí? ¿Qué porción, tal vez increíblemente tenue, qué accidente? ¿El corte de una uña, un diente un poco rajado, un mechón, una manera de mover los dedos al hablar, al fumar? De todos estos pliegues del cuerpo tengo ganas de decir que son adorables. Adorable quiere decir: éste es mi deseo, en tanto que es único: “¡Es eso! ¡Es exactamente eso (lo que yo amo)!”.
Sin embargo, cuanto más experimento la especificidad de mi deseo menos la puedo nombrar; a la precisión del enfoque corresponde un temblor del nombre; la propiedad del deseo no puede producir sino impropiedad del enunciado. De este fracaso del lenguaje no queda más que un rastro: la palabra “adorable” (la correcta traducción de “adorable” sería el ipse latino: es él, es precisamente él en persona).

(Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso)

 
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