Tanto
la definición de enfermedad mental como la
definición de estrategias terapéuticas
deberían tener en cuenta la cada vez más
estrecha imbricación entre patogénesis
y formas de relaciones sociales. Formas que en otros
tiempos hemos definido como psicóticas parecen
hoy dibujar el horizonte del actuar colectivo.
La prensa y la televisión informan el hecho
de que un estudiante se presenta en la Universidad
de Virginia Tech y mata a balazos a treinta de sus
compañeros para vengarse de la soledad que
siempre lo ha rodeado. Se nos informa que los empleados
de Telecom Francia se matan a decenas porque ya no
pueden soportar la aceleración de los ritmos
productivos, la inseguridad del puesto de trabajo,
la frenética girándula de la flexibilidad.
Se nos informa el hecho de que diecinueve jóvenes
árabes se matan precipitándose a bordo
de aviones de línea contra las torres gemelas
del WTC en Manhattan. Pero parece que se trata de
casos aislados, explosiones inmotivadas de locura
o fanatismo criminal fundamentalista. Podemos también
admitir que se trata de locura y de fanatismo criminal
fundamentalista. Pero si el fanatismo fundamentalista
crece en proporción directa con la humillación
padecida, la locura no es más un fenómeno
excepcional sino una patología de masa que
se difunde como consecuencia de la sobreexplotación
a la que está sometida la mente y el sistema
nervioso de la sociedad. Y el suicidio tiende a difundirse
siempre más ampliamente cuando el cerebro colectivo
ya no ve ninguna salida.
Con la palabra "alienación", en los
años 60 el pensamiento crítico entendió
la condición de separación del trabajo
de la mente, la falta de sentido y de inteligencia
de los gestos que el obrero industrial fue obligado
a cumplir durante las ocho horas de su prestación
asalariada.
Luego vino la revolución digital, el alma fue
puesta en el trabajo y las facultades mentales fueron
sometidas al proceso de producción capitalista.
A la palabra "enajenación", metáfora
del despojo de la esencia humana dividida y separada
de sí misma, debemos sustituirla entonces por
la palabra psicopatologización, que ya no contiene
nada de metafórico, porque interpreta de manera
completamente literal el sufrimiento de la mente humana
sometida a un estrés constante, a una aceleración
dolorosa del ritmo productivo, y por lo tanto conducida
hasta los límites del pánico, del colapso
nervioso y la depresión.
Como resultado de la digitalización, la actividad
laboral se ha convertido en recepción, elaboración
y transmisión de datos, informaciones, señales.
Liberada de la pesadez de la materia física
que se transforma y transporta con la fuerza muscular,
la actividad productiva se hace disponible a cada
recombinación abstracta: el tiempo de trabajo
se fractaliza, se subdivide en fragmentos técnicamente
compatibles, y deviene infinitamente flexible, desterritorializable,
expansible, de una manera que es completamente independiente
de la naturaleza física de los cuerpos implicados
en el proceso laboral.
La jornada laboral del obrero industrial tenía
límites bien definidos, marcados por el sonido
de la sirena que anunciaba el fin de las ocho horas
diarias. Pero ahora los límites del tiempo
laboral se han hecho lábiles, indefinibles,
porque el empeño mental no tiene las características
fácilmente delimitables que tenía el
trabajo manual. El cerebro tiende a ser sometido a
un ciclo incesante de explotación, porque el
estímulo informativo no se suspende cuando
suena la sirena, sino que traga el día entero,
y naturalmente también la noche, los sueños,
las pesadillas y los afectos.
He aquí entonces que la psicopatología,
en un tiempo encerrada dentro de los límites
de la marginalidad y de la anomia, se vuelve normal
consecuencia de la explotación social.
La precariedad que domina en el ámbito de trabajo
intelectual no es sólo una característica
jurídico-formal de la relación entre
empleado y empresa, sino que se convierte cada vez
más en la percepción íntima que
el trabajador tiene de su propia existencia y de su
propia vida mental y psíquica. La precariedad
se manifiesta como apertura infinita al mundo de los
info-estímulos, como un no-estar-protegidos
de la incontenible velocidad del flujo de información
productiva del que el trabajador intelectual es al
mismo tiempo receptor y transmisor, objeto y sujeto.
Se generaliza por consiguiente aquella condición
de apertura a lo ilimitado que es propia de la psicosis.
Cuando la experiencia estuvo reprimida por un sistema
de normas y limitaciones culturales, sexuales y sociales,
el psicoanálisis freudiano colocó la
neurosis en el centro de la psicopatología
de la vida cotidiana. Privada de los filtros normativos
y expuesta a los efectos de la desregulación,
ahora el malestar de la civilización se vuelca
a la civilización del malestar, de la ansiedad
y del pánico, y la cancelación de los
límites provoca una condición psicótica
generalizada. La forma general de la patología
psíquica, que en la época definida por
la represión sexual y la alienación
industrial podía ser identificada con la neurosis,
llega en cambio a identificarse con la psicosis cuando
la norma social coincide con el imperativo publicitario:
just do it.
El trabajador intelectual sufre de la condición
de falta de límites de indeterminación,
de exposición incesante al flujo de info-estímulos
en condiciones de competición constante.
La Infosfera, espacio saturado de info-estímulos
excita continuamente el organismo consciente y sensible,
movilizando la atención, suscitando la reactividad
automática, y paralizando en consecuencia las
capacidades de imaginación.
La esfera de la comunicación social se vuelve
espacio psicopatógeno, y quien quiera hoy repensar
la terapia de manera eficaz debe primero pensar cómo
se puede contener o eludir los efectos esquizofrenizantes
de la Infosfera social.
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