“(en cierta enciclopedia
china) está escrito que los animales
se dividen en
(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados,
(c) amaestrados , (d) lechones, (e) sirenas,
(f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos
en esta clasificación, (i) que se agitan
como locos, (j) innumerables, (k) dibujados
con un pincel finísimo de pelo de camello,
(l) etcétera, (m) que acaban de romper
el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.
Borges, Jorge Luis: “El
idioma analítico de John Wilkins”,
en Otras inquisiciones |
Hemos renunciado a ser originales al elegir como encabezado
de este escrito esa hermosa ficción de Borges.
Michel Foucault empieza con ella su libro Las
palabras y las cosas, en uno de cuyos capítulos
se abocará al estudio de las clasificaciones
naturales de los siglos XVII y XVIII. La cita de Borges
nos muestra, no sin ironía, hasta qué
grado de absurdo puede llegar esa rara afición
del hombre por ordenar su mundo. Ahora bien, ¿qué
pasa cuando lo que se pretende ordenar, clasificar,
no son las cosas, las plantas ni los animales, sino
los hombres y su padecer?
El creciente proceso de medicalización de la
vida cotidiana exige a quienes nos desempeñamos
en el ámbito de la salud mental la definición
de un posicionamiento ético. No dejaremos de
comprobar que en la actualidad, este proceso de medicalización
va de la mano con cierto afán clasificador
del discurso psiquiátrico hegemónico,
cuyo mayor exponente es el Manual diagnóstico
y estadístico de los trastornos mentales (mejor
conocido como DSM, a partir de sus siglas en inglés)
de uso generalizado en nuestro medio.
El punto de partida de nuestra indagación es
una proclama que encontramos en algún lugar
de la introducción al DSM-III. Se afirma allí
como una virtud la pretensión de “ser
neutral con respecto a las teorías etiológicas”.
Esta frase será el hilo conductor del recorrido
que intentaremos trazar aquí.
Desde un punto de vista histórico, de historia
de las ideas, ¿dónde podemos hallar
los antecedentes del DSM? Parece tener poco que ver
con las nosografías de la llamada “Psiquiatría
clásica”: verdaderas obras monumentales,
profusas de ejemplos, historias de casos, y sobre
todo con un marcado interés en la descripción
semiológica (de la cual el psicoanálisis
supo nutrirse). Además, más allá
de que en esas obras el privilegio estaba dado a la
observación, es imposible no ver en ellas las
posturas de los autores en relación a la etiología,
evolución de los cuadros, etc., y cómo
estas se constituían a fin de cuentas en los
criterios de los ordenamientos. En lugar de ello,
para establecer una analogía que nos resulte
útil a la reflexión, nos remontaremos
a las clasificaciones que aparecieron en los siglos
XVII y XVIII, en el dominio de la llamada historia
natural, y al análisis que Foucault
realiza de ellas.
La historia natural, o: El
DSM como un híbrido retro-futurista
“Las clasificaciones del
DSM han constituido la manifestación
y la principal contribución para el desarrollo
de la psiquiatría como ciencia empírica.
Además, se esperan nuevos y mejores avances,
y que la clasificación descriptiva de
los trastornos mentales haga entender con mayor
profundidad su etiología, al igual que
la tabla periódica en química
ayudó a la comprensión de la estructura
atómica de los elementos y el sistema
linneano de clasificación botánica
y zoológica ayudó a elaborar una
teoría evolutiva”.
DSM-IV-TR, Guía
de uso. |
Interrogándose por el dominio propio
de la historia natural en la época clásica,
Foucault
[2]
parte del siguiente interrogante: “¿Cuál
es el campo en el que la naturaleza apareció
tan próxima a sí misma que los individuos
que comprende pudieron ser clasificados, y tan alejada
de sí misma que tenían que serlo por
medio del análisis y la reflexión?”.
A partir de ahí se plantea como tarea de la
historia natural reducir la distancia entre el lenguaje
y las cosas “para llevar al lenguaje lo más
cerca posible de la mirada, y a las cosas miradas
lo más cerca de las palabras”.
En aquella época, la “precedencia epistemológica”
de la botánica, tenía que ver con que
“el espacio común a las palabras y a
las cosas constituía para las plantas una reja
mucho más acogedora, mucho menos negra”.
Así, se establecía una oposición
entre el “conocimiento histórico
de lo visible” y el “filosófico
de lo invisible”. “Los jardines botánicos
y los gabinetes de historia natural (…) sustraen
la anatomía y el funcionamiento, ocultan el
organismo, para suscitar ante los ojos que esperan
la verdad el relieve visible de las formas, con sus
elementos, su modo de dispersión y sus medidas”.
En ese momento histórico, esta forma de encarar
el problema de la clasificación introduce una
cierta discontinuidad con el modo en que anteriormente
se hacían “historias” de las cosas.
A partir de entonces se propone presentar las cosas
en la desnudez con la que se cree que se ofrecen a
la mirada. Así puede decir Foucault, refiriéndose
al sistema del naturalista sueco Linneo: “Todo
el lenguaje depositado por el tiempo sobre las cosas
es rechazado hasta el último límite,
como un suplemento (…) Antes de este lenguaje
del lenguaje lo que aparece es la cosa misma, con
sus características propias pero en el interior
de esta realidad que, desde el principio, ha quedado
recortada por el nombre”.
Es así que en la época clásica
se atribuye a la “historia” un nuevo sentido,
el de “poner, por primera vez, una mirada minuciosa
sobre las cosas mismas y transcribir, en seguida,
lo que recoge por medio de palabras lisas, neutras
y fieles”.
La precedencia epistemológica de la botánica
está dada en que una historia de la naturaleza
“no necesita para construirse más que
palabras, aplicadas sin intermediario alguno, a las
cosas mismas (…) herbarios, colecciones, jardines;
el lugar de esta historia es un rectángulo
intemporal en el que los seres, despojados de todo
comentario, de todo lenguaje circundante, se presentan
unos al lado de los otros, con sus superficies visibles,
aproximados de acuerdo con sus rasgos comunes”.
En un texto anterior [3],
Foucault abordaba el momento histórico en el
que este paradigma de la historia natural quiso aplicarse
a una clasificación de las enfermedades: “el
gran afán de los clasificadores del siglo XVIII
está animado por una metáfora constante
que tiene la amplitud y la obstinación de un
mito: es la transferencia de los desórdenes
de la enfermedad al orden de la vegetación”.
Luego, dicha transferencia es operada sobre el terreno
de la locura. En la rigurosa investigación
histórica que realiza, Foucault da cuenta del
fracaso de este intento clasificatorio: “Es
como si esta actividad clasificadora hubiese funcionado
en el vacío, desplegándose para un resultado
nulo, corrigiéndose sin cesar para no llegar
a nada (…) Las clasificaciones no han funcionado
apenas más que a título de imágenes,
por el valor propio del mito vegetal que llevaban
en ella. Sus conceptos claros y explícitos
han permanecido sin eficacia”.
Es así como aquellas clasificaciones “naturales”
no prosperaron y el siglo XIX, en cambio, será
el escenario del surgimiento de nuevos sistemas que
se partirán de otros criterios: “afinidad
de síntomas, identidad de causas, sucesión
en el tiempo, evolución progresiva de un tipo
hacia otro” y en los cuales se privilegiará
el “esfuerzo por descubrir grandes unidades
y remitir a ellas las formas conexas, pero ya no tentativa
de cubrir en su totalidad el espacio patológico
y desentrañar la verdad de una enfermedad a
partir de su sitio”.
Estas consideraciones de Foucault con las cuales caracteriza
las clasificaciones “naturales”, nos resultan
atractivas para establecer un parangón con
una clasificación actual como el DSM. En efecto,
así como la clasificación linneana rechazaba
como suplemento “el lenguaje depositado por
el tiempo sobre las cosas”, podemos pensar que
el DSM, proclamando el imperio de la empiria, niega
la historia y en cambio se presenta en cada edición
como una suerte de fotografía corregida-por-el-uso.
El tiempo demostró que, aún para las
ciencias llamadas “duras”, era importante
tener en cuenta la posición de aquel que observa,
que describe. El clasificador tiene una incidencia
en aquello que clasifica, y esto debe formar parte
del análisis. Esto es renegado por una clasificación
como el DSM, que pretende hablar en un “lenguaje
común”, una suerte de esperanto
psiquiátrico que pueda ser utilizado por cualquier
profesional del campo de la salud mental, sea cual
sea su posición teórica.
Al presentarse con orgullo como una empresa fundamentalmente
pragmática, basada en la evidencia, en el mismo
gesto se priva de cualquier desarrollo que pueda basarse
en una lógica y coherencia internas, articuladas
a una dialéctica con aquello que pretende describir.
Una postura a-crítica como ésta, desemboca
en los hechos en una legitimación, por el discurso
psiquiátrico hegemónico, de los intereses
dominantes en el estado actual del desarrollo capitalista.
Por el mismo procedimiento de pretenderse pura descripción,
el DSM invisibiliza lo que en verdad es: un artificio,
en el sentido de invención de enfermedades.
“Artificio” no debe ser entendido aquí
en un sentido peyorativo: cualquier tipo de clasificación
en psicopatología participa de tal condición,
por las razones que venimos mencionando. Ocurre que
artificios los hay mejores y peores… Y un artificio
que parte de negar su condición de tal no augura
grandes cosas.
Ahora bien, si decimos que el DSM puede ser comparado
con aquellas clasificaciones naturales, al mismo tiempo
no podemos obviar que en el medio han ocurrido muchas
cosas. De entre ellas, nombraremos dos: el surgimiento
de la ciencia estadística, y luego su utilización
en las enfermedades mentales; la aparición
y posterior apogeo de la psicofarmacología,
hacia mediados del siglo XX. Es decir que, si bien
el DSM puede ser comparado con aquellas clasificaciones
naturales, a partir de las condiciones de la época
actual su función
pasa a ser otra, mucho más fusionada
con mecanismos de dominación bio-política.
Cuando la neutralidad se presenta
como una virtud…
El DSM, a partir de su
tercera edición, se presenta como un sistema
de clasificación que “pretende ser neutral
con respecto a las teorías etiológicas”.
Es interesante seguir en las sucesivas versiones el
proceso por el cual se arribó a esta supuesta
neutralidad. Al principio el DSM, a pesar de su eclecticismo,
reflejaba la influencia de la psiquiatría dinámica
que había experimentado un gran desarrollo
en los Estados Unidos. En el DSM-I, el uso del término
reacción a
lo largo de la clasificación era tomado de
la perspectiva psicobiológica de Adolf Meyer,
según la cual los trastornos mentales representan
reacciones de la personalidad a factores psicológicos,
sociales y biológicos. [4]
El DSM-II, aún siendo muy similar a la primera
edición, abandona el término reacción
y en cambio lo reemplaza por la utilización
de términos diagnósticos que al menos
en intención “no implican un marco teórico
particular para entender los trastornos mentales no-orgánicos”
. [5]
Esta tendencia se consolida con la aparición
del DSM-III (1980), donde se afirma más claramente
la intención de construir un sistema clasificatorio
“ateórico en relación a la etiología
o al proceso patofisiológico, con excepción
de aquellos trastornos para los cuales esto está
bien establecido” . [6]
Esta operación del DSM sobre el campo del padecimiento
psíquico puede ser seguida de un modo muy ilustrativo
en la justificación que los autores se vieron
llevados a dar, en la Introducción del DSM-III,
por la eliminación de la categoría diagnóstica
de “neurosis” [7],
lo cual en aquella época constituyó
una verdadera cirugía mayor, un punto de ruptura
con el aporte más notorio del psicoanálisis
a la clasificación psiquiátrica. Se
señala allí que Freud utilizaba el término
en dos sentidos distintos: “descriptivamente”,
y para indicar el “proceso etiológico”.
Una interpretación de este orden es para nosotros
inaceptable, y podemos sostener que en Freud nunca
existió una preocupación por lo descriptivo
en sí mismo: el origen mismo del psicoanálisis
está en el deseo de saber de Freud en relación
al orden de la causa. Pero el caso es que, consecuentemente
con su particular interpretación, los autores
continúan diciendo que mientras “algunos
clínicos limitan el término a su significado
descriptivo” otros “también incluyen
el concepto de un proceso etiológico específico”.
Y concluyen de esto que, para eliminar la ambigüedad,
el término “trastorno neurótico”
debe ser usado sólo en un sentido descriptivo,
“sin ninguna implicancia de un proceso etiológico
especial”.
Luego de esta impresionante intervención quirúrgica,
los restos de la anterior categoría de neurosis
son diseminados aquí y allá: en los
trastornos afectivos, de ansiedad, somatomorfos, disociativos,
psicosexuales…
Ahora bien, eliminar la consideración del orden
de la causa es eliminar la consideración del
sujeto. A partir de aquí, queda más
claro que la alternativa propuesta por el psicoanálisis,
es la de ocuparse de este “resto” dejado
por la ciencia. Y el DSM constituye la más
clara expresión de este modo de operar del
discurso científico en el campo del padecimiento
subjetivo.
El DSM, a partir de su
tercera edición, se presenta como un sistema
de clasificación que “pretende ser neutral
con respecto a las teorías etiológicas”.
Ahora bien, el DSM va aún más lejos
al decir que este “lenguaje común”,
pretendidamente neutral, deberá ser el punto
de partida para la planificación de los tratamientos,
por un lado, y por otro para la comparación
de la “eficacia de distintas modalidades de
tratamiento”. Aquí está entonces
el meollo de la cuestión. Como se ve, todo
consiste en saber si aceptamos o no el punto de partida,
la supuesta neutralidad del diagnóstico del
DSM: si la instancia diagnóstica explícitamente
deja de lado el orden de la causa, el mecanismo subyacente
a la formación de síntomas, luego esto
no será tenido en cuenta a la hora de plantear
una estrategia terapéutica ni de pensar la
eficacia de un tratamiento. En este último
punto, la eficacia que el DSM toma en consideración
es una eficacia positivista en el sentido de aquello
que puede ser medido. Desde el psicoanálisis
la eficacia no puede ser pensada en los mismos términos.
Aquí hay que ser claros: si en el campo del
padecimiento subjetivo existen distintas teorías,
corrientes, escuelas… (esta diversidad que tanto
horroriza a los autores del manual) las distintas
posiciones en relación a la etiología
implican también una diferencia en cuanto al
posicionamiento ético. Es decir: no hay clínica
sin ética. Y el DSM, al pretenderse neutral
respecto a la teoría etiológica, pretende
al mismo tiempo (sólo que esto no está
dicho) una neutralidad ética. Tal neutralidad
ética es algo del orden de lo imposible: ya
sea que se esté esclarecido o que opere de
un modo renegatorio, una posición en el campo
de la ética siempre termina siendo adoptada.
¿Qué ética es la que se esconde
detrás de la clasificación propuesta
por el DSM?
El DSM, a partir de su
tercera edición, se presenta como un sistema
de clasificación que “pretende ser neutral
con respecto a las teorías etiológicas”.
Y a partir del “lenguaje común”
que los clínicos “deben” emplear,
deberá ser medida la eficacia de las distintas
modalidades de tratamiento. ¿Cuáles
son las “modalidades de tratamiento” que
se adaptan mejor a este sistema tan pragmático,
tan basado en la evidencia, tan empírico, tan
aséptico…? Tanto las neurociencias, como
el desarrollo de la industria psicofarmacológica,
comparten con el DSM el hecho de no interrogarse sobre
las implicancias éticas del saber que producen.
Es difícil no percibir cada vez más
marcadamente una solidaridad entre estas distintas
instancias de un mismo discurso. Así, la pretensión
de neutralidad apunta en última instancia a
un modelo biológico, en el cual el sujeto queda
excluido, y los síntomas que porta son explicados
como la expresión de un siempre oscuro desajuste
del quimismo neuronal.
De categorías y espectros
En la actualidad se habla profusamente de las diferencias,
ventajas y desventajas, de dos métodos de clasificación
psiquiátrica: categoriales y dimensionales.
Un sistema categorial divide los trastornos mentales
en diversos tipos basándose en series de criterios
con rasgos definitorios (que se definen por sí
o por no). Históricamente este ha sido el enfoque
fundamental empleado en todos los sistemas de diagnóstico
médico. Un enfoque categorial es siempre más
adecuado cuando todos los miembros de una clase diagnóstica
son homogéneos, cuando existen límites
claros entre las diversas clases y cuando las diferentes
clases son mutuamente excluyentes. Estas características
señalan justamente las limitaciones de este
enfoque, las cuales han sido puestas de relieve sobre
todo en los últimos años. Así,
los autores del DSM-IV reconocen que “la vida
y los trastornos mentales pueden ser complicados,
y el modelo categorial se viene abajo en situaciones
donde existen límites difusos y heterogeneidad
dentro de una categoría (…) la mayoría
de los trastornos mentales se mezclan de modo imperceptible
con los trastornos más próximos”.
[8]
En base a lo que venimos planteando, esta confusión,
¿no es una consecuencia lógica de haber
renunciado a la pregunta por la etiología en
juego, pretendiendo construir un sistema puramente
descriptivo? En efecto, si nos mantenemos en el plano
de lo visible, todo se confunde y las líneas
demarcatorias aparecen más caprichosas que
nunca.
En reconocimiento de estos inconvenientes, desde amplios
sectores de la psiquiatría actual “se
espera que los futuros sistemas incorporen más
aspectos dimensionales”. [9]
El sistema dimensional consiste en que, en lugar de
asignar categorías, se arriba al diagnóstico
a partir de cuantificar atributos. Las ventajas que
se le adjudican a este enfoque son su mayor utilidad
en la descripción de los fenómenos que
se distribuyen de manera continua y que no poseen
límites definidos. Así, se afirma que
“los sistemas dimensionales son muy adecuados
para clasificar los trastornos de la personalidad,
pues éstos pueden pasar desapercibidos entre
ellos y también confundirse con la normalidad”
. [10]
Dentro de esta valoración dimensional, en la
terminología psiquiátrica de los últimos
años se ha hecho frecuente el uso de la noción
de “espectro” para designar un conjunto
de entidades nosológicas, distintas pero relacionadas,
que tienen ciertos rasgos comunes, se solapan o se
agrupan a lo largo de una determinada secuencia.
Una concepción dimensional parece adaptarse
mucho mejor a los tiempos que corren. Se podría
decir: a tiempos líquidos, categorías
líquidas… o mejor, nada de categorías
en absoluto.
La caída de las grandes clasificaciones psiquiátricas,
y de las “categorías”, puede ser
pensada en relación al proceso de “licuefacción”
del discurso de la modernidad, profusamente comentado
por autores como Zigmut Bauman.
De nuestro lado, no podemos dejar de pensar en las
resonancias semánticas de la palabra espectro
[11],
que en medicina se emplea para designar el rango de
amplitud de la serie de especies microbianas sobre
las que es terapéuticamente activo un medicamento.
Este parentesco no es menor, y recientemente circuló
una suerte de panfleto firmado por uno de los autores
del DSM-IV [12],
donde alerta acerca de que “el DSM-V podría
dramáticamente incrementar las tasas de trastornos
mentales”, a través de: “umbrales
diagnósticos más bajos para muchos desórdenes
existentes”; y de “nuevos diagnósticos
que podrían ser extremadamente comunes en la
población en general”, añadiendo:
“especialmente después del marketing
de una siempre alerta industria farmacéutica”.
Pero la palabra espectro, en el acervo de nuestra
lengua, también alude a fantasma. Y efectivamente
podemos preguntarnos si no es eso lo único
que se logra ver, cuando se permanece en la obstinación
de no querer preguntarse por el más allá
de la superficie de las cosas.
Y sin embargo hay que advertir que estas nociones,
lejos de ceñirse a la neutralidad planteada
por los autores del DSM, van de la mano con cierta
concepción etiológica de los trastornos
que se describen. Se postula, por ejemplo, que “la
expresividad variable de los genotipos para los trastornos
psiquiátricos puede producir un espectro de
fenómenos clínicos diferentes, de modo
que los trastornos que forman parte de un espectro
común podrían compartir parte de los
genes que confieren el riesgo para la enfermedad o
modifican las manifestaciones de la misma” [13].
Se va aún más lejos al sugerir que “los
espectros en psiquiatría se deberían
caracterizar por historia familiar con heredabilidad
compartida, manifestaciones clínicas (sintomatología,
curso) similares, aparición comórbida,
marcadores neurobiológicos comunes y respuesta
a un mismo tratamiento” [14]
. Ciertamente, pensar en el alcance que esto puede
llegar a tener produce escalofríos.
Conclusiones
“El
objeto humano sigue viviendo su pequeña
relación particular con el significante,
incluso después de que el observador,
behaviorista o no, se haya interesado en su
fotografía”
Jaques Lacan [15] |
Reflexionando acerca de cómo la medicalización
ha invadido el tejido de la vida social, la psicoanalista
Liliana Cazenave plantea que “se trata de un
doble movimiento: por un lado de una normalización
de lo patológico, de sacar la enfermedad de
la categoría de lo patológico introduciéndola
en el terreno de la normalidad en tanto que parte
constitutiva de la vida cotidiana. Por otro lado se
observa también el proceso inverso, es decir
la patologización de la normalidad que transforma
en enfermedad afectos, procesos cotidianos de la vida
tales como la angustia, la tristeza, el duelo o el
insomnio que devienen trastorno de ansiedad, depresión
(…). Se desemboca así en una invención
de enfermedades” [16].
Ahora bien, como hemos visto la historia misma de
las clasificaciones psiquiátricas puede leerse
como un proceso tal de invención de enfermedades.
En efecto, si “es la construcción social
la que otorga el rótulo de enfermedad a una
determinada condición que se califica como
desviada de la norma” [17],
el discurso psiquiátrico ha detentado el poder
legitimador de tales construcciones en relación
a las llamadas enfermedades mentales.
Si la medicina ha funcionado desde hace tiempo, en
términos de Foucault, como institución
de control social de la desviación, en la actualidad
lo nuevo es que “los que se constituyen como
actores de este proceso, no son solamente los médicos,
sino también la industria de los laboratorios
y el marketing” [18].
Diremos nosotros: no sólo los médicos,
los laboratorios y la propaganda: también la
sociedad, a través de distintas organizaciones
que se crean en función de la defensa de ciertos
intereses, constituye un actor no precisamente secundario
en este proceso.
En el menú de categorías del DSM (que
pasaron de ser 106 en el DSM-I, a 365 en el DSM IV-TR)
muchos sujetos encuentran una forma de nominación
mediante la cual se hacen representar. Incluso aquellos
que, estando en el Lenguaje, no han franqueado ese
umbral que consiste en la asunción de la Palabra
propia, son objeto de reivindicaciones por parte de
otros que hablan por ellos: es lo que ocurre con el
auge de asociaciones de padres de autistas [19]
. Otros sujetos, en cambio, emprenden luchas políticas
para que una determinada categoría no sea incluida,
en reclamo por lo que entienden constituye una patologización
de un rasgo identitario [20].
Por eso acordamos con las palabras de P. Markowicz,
cuando señala que “lo primero que se
advierte en relación a la medicalización
de la vida actual es el importante grado de penetración
de términos del campo de la medicina en el
lenguaje ordinario. Sabemos que es a través
del lenguaje y de la manera en que éste organiza
la experiencia cómo se construye el mundo”
[21].
El DSM se ubica así en un complejo entramado
de relaciones de poder donde participan actores muy
diversos, y donde lo que está en juego es el
control de los cuerpos y de los modos de satisfacción.
Los Estados y el discurso médico juegan su
rol en este entramado, pero un análisis que
sólo considere a esas instancias tradicionales
de poder incurriría en un reduccionismo alejado
de la coyuntura actual.
Como en los tiempos de su invención, el psicoanálisis
encuentra en los restos dejados por el discurso científico
las boyas de su camino. Sólo que este discurso
ha experimentado mutaciones y allí es donde
convendría permanecer abierto a la novedad.
En este contexto, no parece una opción inteligente
permanecer al margen de la cuestión diagnóstica
y el modo en que esta se presenta en la actualidad.
Pero será para remarcar que, para el psicoanálisis,
la instancia diagnóstica no es algo que pueda
separarse de la pregunta por la causa. En este sentido,
cualquier planteamiento de un “lenguaje común”,
neutro en cuanto a lo etiológico, deberá
ser denunciado como ilusión insostenible.
El psicoanálisis retoma, a su modo, la vieja
pregunta por la relación entre las palabras
y las cosas. El modo particular de retomarla está
dado en que para el sujeto, del cual nos ocupamos,
el problema de la causa es inseparable de su relación
con el lenguaje. Nuestra pregunta, desde la experiencia
del psicoanálisis, es entonces por las relaciones
que se establecen entre el lenguaje y lo real de la
satisfacción pulsional. Así, “si
las cosas del hombre (…) están marcadas
por su relación con el significante, no se
puede usar el significante para hablar de estas cosas
como se usa para hablar (…) del resto de las
cosas (…) el lenguaje penetra las cosas, las
surca, las agita, las trastorna por poco que sea”
. [22]
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