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“(en cierta enciclopedia china) está escrito que los animales se dividen en
(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados , (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.

Borges, Jorge Luis: “El idioma analítico de John Wilkins”, en Otras inquisiciones


Hemos renunciado a ser originales al elegir como encabezado de este escrito esa hermosa ficción de Borges. Michel Foucault empieza con ella su libro Las palabras y las cosas, en uno de cuyos capítulos se abocará al estudio de las clasificaciones naturales de los siglos XVII y XVIII. La cita de Borges nos muestra, no sin ironía, hasta qué grado de absurdo puede llegar esa rara afición del hombre por ordenar su mundo. Ahora bien, ¿qué pasa cuando lo que se pretende ordenar, clasificar, no son las cosas, las plantas ni los animales, sino los hombres y su padecer?
El creciente proceso de medicalización de la vida cotidiana exige a quienes nos desempeñamos en el ámbito de la salud mental la definición de un posicionamiento ético. No dejaremos de comprobar que en la actualidad, este proceso de medicalización va de la mano con cierto afán clasificador del discurso psiquiátrico hegemónico, cuyo mayor exponente es el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (mejor conocido como DSM, a partir de sus siglas en inglés) de uso generalizado en nuestro medio.
El punto de partida de nuestra indagación es una proclama que encontramos en algún lugar de la introducción al DSM-III. Se afirma allí como una virtud la pretensión de “ser neutral con respecto a las teorías etiológicas”. Esta frase será el hilo conductor del recorrido que intentaremos trazar aquí.
Desde un punto de vista histórico, de historia de las ideas, ¿dónde podemos hallar los antecedentes del DSM? Parece tener poco que ver con las nosografías de la llamada “Psiquiatría clásica”: verdaderas obras monumentales, profusas de ejemplos, historias de casos, y sobre todo con un marcado interés en la descripción semiológica (de la cual el psicoanálisis supo nutrirse). Además, más allá de que en esas obras el privilegio estaba dado a la observación, es imposible no ver en ellas las posturas de los autores en relación a la etiología, evolución de los cuadros, etc., y cómo estas se constituían a fin de cuentas en los criterios de los ordenamientos. En lugar de ello, para establecer una analogía que nos resulte útil a la reflexión, nos remontaremos a las clasificaciones que aparecieron en los siglos XVII y XVIII, en el dominio de la llamada historia natural, y al análisis que Foucault realiza de ellas.


La historia natural, o: El DSM como un híbrido retro-futurista

“Las clasificaciones del DSM han constituido la manifestación y la principal contribución para el desarrollo de la psiquiatría como ciencia empírica. Además, se esperan nuevos y mejores avances, y que la clasificación descriptiva de los trastornos mentales haga entender con mayor profundidad su etiología, al igual que la tabla periódica en química ayudó a la comprensión de la estructura atómica de los elementos y el sistema linneano de clasificación botánica y zoológica ayudó a elaborar una teoría evolutiva”.

DSM-IV-TR, Guía de uso.

Interrogándose por el dominio propio de la historia natural en la época clásica, Foucault [2] parte del siguiente interrogante: “¿Cuál es el campo en el que la naturaleza apareció tan próxima a sí misma que los individuos que comprende pudieron ser clasificados, y tan alejada de sí misma que tenían que serlo por medio del análisis y la reflexión?”. A partir de ahí se plantea como tarea de la historia natural reducir la distancia entre el lenguaje y las cosas “para llevar al lenguaje lo más cerca posible de la mirada, y a las cosas miradas lo más cerca de las palabras”.
En aquella época, la “precedencia epistemológica” de la botánica, tenía que ver con que “el espacio común a las palabras y a las cosas constituía para las plantas una reja mucho más acogedora, mucho menos negra”. Así, se establecía una oposición entre el “conocimiento histórico de lo visible” y el “filosófico de lo invisible”. “Los jardines botánicos y los gabinetes de historia natural (…) sustraen la anatomía y el funcionamiento, ocultan el organismo, para suscitar ante los ojos que esperan la verdad el relieve visible de las formas, con sus elementos, su modo de dispersión y sus medidas”.
En ese momento histórico, esta forma de encarar el problema de la clasificación introduce una cierta discontinuidad con el modo en que anteriormente se hacían “historias” de las cosas. A partir de entonces se propone presentar las cosas en la desnudez con la que se cree que se ofrecen a la mirada. Así puede decir Foucault, refiriéndose al sistema del naturalista sueco Linneo: “Todo el lenguaje depositado por el tiempo sobre las cosas es rechazado hasta el último límite, como un suplemento (…) Antes de este lenguaje del lenguaje lo que aparece es la cosa misma, con sus características propias pero en el interior de esta realidad que, desde el principio, ha quedado recortada por el nombre”.
Es así que en la época clásica se atribuye a la “historia” un nuevo sentido, el de “poner, por primera vez, una mirada minuciosa sobre las cosas mismas y transcribir, en seguida, lo que recoge por medio de palabras lisas, neutras y fieles”.
La precedencia epistemológica de la botánica está dada en que una historia de la naturaleza “no necesita para construirse más que palabras, aplicadas sin intermediario alguno, a las cosas mismas (…) herbarios, colecciones, jardines; el lugar de esta historia es un rectángulo intemporal en el que los seres, despojados de todo comentario, de todo lenguaje circundante, se presentan unos al lado de los otros, con sus superficies visibles, aproximados de acuerdo con sus rasgos comunes”.

En un texto anterior [3], Foucault abordaba el momento histórico en el que este paradigma de la historia natural quiso aplicarse a una clasificación de las enfermedades: “el gran afán de los clasificadores del siglo XVIII está animado por una metáfora constante que tiene la amplitud y la obstinación de un mito: es la transferencia de los desórdenes de la enfermedad al orden de la vegetación”. Luego, dicha transferencia es operada sobre el terreno de la locura. En la rigurosa investigación histórica que realiza, Foucault da cuenta del fracaso de este intento clasificatorio: “Es como si esta actividad clasificadora hubiese funcionado en el vacío, desplegándose para un resultado nulo, corrigiéndose sin cesar para no llegar a nada (…) Las clasificaciones no han funcionado apenas más que a título de imágenes, por el valor propio del mito vegetal que llevaban en ella. Sus conceptos claros y explícitos han permanecido sin eficacia”.
Es así como aquellas clasificaciones “naturales” no prosperaron y el siglo XIX, en cambio, será el escenario del surgimiento de nuevos sistemas que se partirán de otros criterios: “afinidad de síntomas, identidad de causas, sucesión en el tiempo, evolución progresiva de un tipo hacia otro” y en los cuales se privilegiará el “esfuerzo por descubrir grandes unidades y remitir a ellas las formas conexas, pero ya no tentativa de cubrir en su totalidad el espacio patológico y desentrañar la verdad de una enfermedad a partir de su sitio”.
Estas consideraciones de Foucault con las cuales caracteriza las clasificaciones “naturales”, nos resultan atractivas para establecer un parangón con una clasificación actual como el DSM. En efecto, así como la clasificación linneana rechazaba como suplemento “el lenguaje depositado por el tiempo sobre las cosas”, podemos pensar que el DSM, proclamando el imperio de la empiria, niega la historia y en cambio se presenta en cada edición como una suerte de fotografía corregida-por-el-uso.
El tiempo demostró que, aún para las ciencias llamadas “duras”, era importante tener en cuenta la posición de aquel que observa, que describe. El clasificador tiene una incidencia en aquello que clasifica, y esto debe formar parte del análisis. Esto es renegado por una clasificación como el DSM, que pretende hablar en un “lenguaje común”, una suerte de esperanto psiquiátrico que pueda ser utilizado por cualquier profesional del campo de la salud mental, sea cual sea su posición teórica.
Al presentarse con orgullo como una empresa fundamentalmente pragmática, basada en la evidencia, en el mismo gesto se priva de cualquier desarrollo que pueda basarse en una lógica y coherencia internas, articuladas a una dialéctica con aquello que pretende describir. Una postura a-crítica como ésta, desemboca en los hechos en una legitimación, por el discurso psiquiátrico hegemónico, de los intereses dominantes en el estado actual del desarrollo capitalista.
Por el mismo procedimiento de pretenderse pura descripción, el DSM invisibiliza lo que en verdad es: un artificio, en el sentido de invención de enfermedades. “Artificio” no debe ser entendido aquí en un sentido peyorativo: cualquier tipo de clasificación en psicopatología participa de tal condición, por las razones que venimos mencionando. Ocurre que artificios los hay mejores y peores… Y un artificio que parte de negar su condición de tal no augura grandes cosas.
Ahora bien, si decimos que el DSM puede ser comparado con aquellas clasificaciones naturales, al mismo tiempo no podemos obviar que en el medio han ocurrido muchas cosas. De entre ellas, nombraremos dos: el surgimiento de la ciencia estadística, y luego su utilización en las enfermedades mentales; la aparición y posterior apogeo de la psicofarmacología, hacia mediados del siglo XX. Es decir que, si bien el DSM puede ser comparado con aquellas clasificaciones naturales, a partir de las condiciones de la época actual su función pasa a ser otra, mucho más fusionada con mecanismos de dominación bio-política.


Cuando la neutralidad se presenta como una virtud…

El DSM, a partir de su tercera edición, se presenta como un sistema de clasificación que “pretende ser neutral con respecto a las teorías etiológicas”.
Es interesante seguir en las sucesivas versiones el proceso por el cual se arribó a esta supuesta neutralidad. Al principio el DSM, a pesar de su eclecticismo, reflejaba la influencia de la psiquiatría dinámica que había experimentado un gran desarrollo en los Estados Unidos. En el DSM-I, el uso del término reacción a lo largo de la clasificación era tomado de la perspectiva psicobiológica de Adolf Meyer, según la cual los trastornos mentales representan reacciones de la personalidad a factores psicológicos, sociales y biológicos. [4]
El DSM-II, aún siendo muy similar a la primera edición, abandona el término reacción y en cambio lo reemplaza por la utilización de términos diagnósticos que al menos en intención “no implican un marco teórico particular para entender los trastornos mentales no-orgánicos” . [5]
Esta tendencia se consolida con la aparición del DSM-III (1980), donde se afirma más claramente la intención de construir un sistema clasificatorio “ateórico en relación a la etiología o al proceso patofisiológico, con excepción de aquellos trastornos para los cuales esto está bien establecido” . [6]
Esta operación del DSM sobre el campo del padecimiento psíquico puede ser seguida de un modo muy ilustrativo en la justificación que los autores se vieron llevados a dar, en la Introducción del DSM-III, por la eliminación de la categoría diagnóstica de “neurosis” [7], lo cual en aquella época constituyó una verdadera cirugía mayor, un punto de ruptura con el aporte más notorio del psicoanálisis a la clasificación psiquiátrica. Se señala allí que Freud utilizaba el término en dos sentidos distintos: “descriptivamente”, y para indicar el “proceso etiológico”. Una interpretación de este orden es para nosotros inaceptable, y podemos sostener que en Freud nunca existió una preocupación por lo descriptivo en sí mismo: el origen mismo del psicoanálisis está en el deseo de saber de Freud en relación al orden de la causa. Pero el caso es que, consecuentemente con su particular interpretación, los autores continúan diciendo que mientras “algunos clínicos limitan el término a su significado descriptivo” otros “también incluyen el concepto de un proceso etiológico específico”. Y concluyen de esto que, para eliminar la ambigüedad, el término “trastorno neurótico” debe ser usado sólo en un sentido descriptivo, “sin ninguna implicancia de un proceso etiológico especial”.
Luego de esta impresionante intervención quirúrgica, los restos de la anterior categoría de neurosis son diseminados aquí y allá: en los trastornos afectivos, de ansiedad, somatomorfos, disociativos, psicosexuales…
Ahora bien, eliminar la consideración del orden de la causa es eliminar la consideración del sujeto. A partir de aquí, queda más claro que la alternativa propuesta por el psicoanálisis, es la de ocuparse de este “resto” dejado por la ciencia. Y el DSM constituye la más clara expresión de este modo de operar del discurso científico en el campo del padecimiento subjetivo.
El DSM, a partir de su tercera edición, se presenta como un sistema de clasificación que “pretende ser neutral con respecto a las teorías etiológicas”.
Ahora bien, el DSM va aún más lejos al decir que este “lenguaje común”, pretendidamente neutral, deberá ser el punto de partida para la planificación de los tratamientos, por un lado, y por otro para la comparación de la “eficacia de distintas modalidades de tratamiento”. Aquí está entonces el meollo de la cuestión. Como se ve, todo consiste en saber si aceptamos o no el punto de partida, la supuesta neutralidad del diagnóstico del DSM: si la instancia diagnóstica explícitamente deja de lado el orden de la causa, el mecanismo subyacente a la formación de síntomas, luego esto no será tenido en cuenta a la hora de plantear una estrategia terapéutica ni de pensar la eficacia de un tratamiento. En este último punto, la eficacia que el DSM toma en consideración es una eficacia positivista en el sentido de aquello que puede ser medido. Desde el psicoanálisis la eficacia no puede ser pensada en los mismos términos.
Aquí hay que ser claros: si en el campo del padecimiento subjetivo existen distintas teorías, corrientes, escuelas… (esta diversidad que tanto horroriza a los autores del manual) las distintas posiciones en relación a la etiología implican también una diferencia en cuanto al posicionamiento ético. Es decir: no hay clínica sin ética. Y el DSM, al pretenderse neutral respecto a la teoría etiológica, pretende al mismo tiempo (sólo que esto no está dicho) una neutralidad ética. Tal neutralidad ética es algo del orden de lo imposible: ya sea que se esté esclarecido o que opere de un modo renegatorio, una posición en el campo de la ética siempre termina siendo adoptada. ¿Qué ética es la que se esconde detrás de la clasificación propuesta por el DSM?
El DSM, a partir de su tercera edición, se presenta como un sistema de clasificación que “pretende ser neutral con respecto a las teorías etiológicas”.
Y a partir del “lenguaje común” que los clínicos “deben” emplear, deberá ser medida la eficacia de las distintas modalidades de tratamiento. ¿Cuáles son las “modalidades de tratamiento” que se adaptan mejor a este sistema tan pragmático, tan basado en la evidencia, tan empírico, tan aséptico…? Tanto las neurociencias, como el desarrollo de la industria psicofarmacológica, comparten con el DSM el hecho de no interrogarse sobre las implicancias éticas del saber que producen. Es difícil no percibir cada vez más marcadamente una solidaridad entre estas distintas instancias de un mismo discurso. Así, la pretensión de neutralidad apunta en última instancia a un modelo biológico, en el cual el sujeto queda excluido, y los síntomas que porta son explicados como la expresión de un siempre oscuro desajuste del quimismo neuronal.


De categorías y espectros

En la actualidad se habla profusamente de las diferencias, ventajas y desventajas, de dos métodos de clasificación psiquiátrica: categoriales y dimensionales.
Un sistema categorial divide los trastornos mentales en diversos tipos basándose en series de criterios con rasgos definitorios (que se definen por sí o por no). Históricamente este ha sido el enfoque fundamental empleado en todos los sistemas de diagnóstico médico. Un enfoque categorial es siempre más adecuado cuando todos los miembros de una clase diagnóstica son homogéneos, cuando existen límites claros entre las diversas clases y cuando las diferentes clases son mutuamente excluyentes. Estas características señalan justamente las limitaciones de este enfoque, las cuales han sido puestas de relieve sobre todo en los últimos años. Así, los autores del DSM-IV reconocen que “la vida y los trastornos mentales pueden ser complicados, y el modelo categorial se viene abajo en situaciones donde existen límites difusos y heterogeneidad dentro de una categoría (…) la mayoría de los trastornos mentales se mezclan de modo imperceptible con los trastornos más próximos”. [8]
En base a lo que venimos planteando, esta confusión, ¿no es una consecuencia lógica de haber renunciado a la pregunta por la etiología en juego, pretendiendo construir un sistema puramente descriptivo? En efecto, si nos mantenemos en el plano de lo visible, todo se confunde y las líneas demarcatorias aparecen más caprichosas que nunca.
En reconocimiento de estos inconvenientes, desde amplios sectores de la psiquiatría actual “se espera que los futuros sistemas incorporen más aspectos dimensionales”. [9] El sistema dimensional consiste en que, en lugar de asignar categorías, se arriba al diagnóstico a partir de cuantificar atributos. Las ventajas que se le adjudican a este enfoque son su mayor utilidad en la descripción de los fenómenos que se distribuyen de manera continua y que no poseen límites definidos. Así, se afirma que “los sistemas dimensionales son muy adecuados para clasificar los trastornos de la personalidad, pues éstos pueden pasar desapercibidos entre ellos y también confundirse con la normalidad” . [10]
Dentro de esta valoración dimensional, en la terminología psiquiátrica de los últimos años se ha hecho frecuente el uso de la noción de “espectro” para designar un conjunto de entidades nosológicas, distintas pero relacionadas, que tienen ciertos rasgos comunes, se solapan o se agrupan a lo largo de una determinada secuencia.
Una concepción dimensional parece adaptarse mucho mejor a los tiempos que corren. Se podría decir: a tiempos líquidos, categorías líquidas… o mejor, nada de categorías en absoluto.
La caída de las grandes clasificaciones psiquiátricas, y de las “categorías”, puede ser pensada en relación al proceso de “licuefacción” del discurso de la modernidad, profusamente comentado por autores como Zigmut Bauman.
De nuestro lado, no podemos dejar de pensar en las resonancias semánticas de la palabra espectro [11], que en medicina se emplea para designar el rango de amplitud de la serie de especies microbianas sobre las que es terapéuticamente activo un medicamento. Este parentesco no es menor, y recientemente circuló una suerte de panfleto firmado por uno de los autores del DSM-IV [12], donde alerta acerca de que “el DSM-V podría dramáticamente incrementar las tasas de trastornos mentales”, a través de: “umbrales diagnósticos más bajos para muchos desórdenes existentes”; y de “nuevos diagnósticos que podrían ser extremadamente comunes en la población en general”, añadiendo: “especialmente después del marketing de una siempre alerta industria farmacéutica”.
Pero la palabra espectro, en el acervo de nuestra lengua, también alude a fantasma. Y efectivamente podemos preguntarnos si no es eso lo único que se logra ver, cuando se permanece en la obstinación de no querer preguntarse por el más allá de la superficie de las cosas.
Y sin embargo hay que advertir que estas nociones, lejos de ceñirse a la neutralidad planteada por los autores del DSM, van de la mano con cierta concepción etiológica de los trastornos que se describen. Se postula, por ejemplo, que “la expresividad variable de los genotipos para los trastornos psiquiátricos puede producir un espectro de fenómenos clínicos diferentes, de modo que los trastornos que forman parte de un espectro común podrían compartir parte de los genes que confieren el riesgo para la enfermedad o modifican las manifestaciones de la misma” [13]. Se va aún más lejos al sugerir que “los espectros en psiquiatría se deberían caracterizar por historia familiar con heredabilidad compartida, manifestaciones clínicas (sintomatología, curso) similares, aparición comórbida, marcadores neurobiológicos comunes y respuesta a un mismo tratamiento” [14] . Ciertamente, pensar en el alcance que esto puede llegar a tener produce escalofríos.


Conclusiones

“El objeto humano sigue viviendo su pequeña relación particular con el significante, incluso después de que el observador, behaviorista o no, se haya interesado en su fotografía”

Jaques Lacan [15]


Reflexionando acerca de cómo la medicalización ha invadido el tejido de la vida social, la psicoanalista Liliana Cazenave plantea que “se trata de un doble movimiento: por un lado de una normalización de lo patológico, de sacar la enfermedad de la categoría de lo patológico introduciéndola en el terreno de la normalidad en tanto que parte constitutiva de la vida cotidiana. Por otro lado se observa también el proceso inverso, es decir la patologización de la normalidad que transforma en enfermedad afectos, procesos cotidianos de la vida tales como la angustia, la tristeza, el duelo o el insomnio que devienen trastorno de ansiedad, depresión (…). Se desemboca así en una invención de enfermedades” [16]. Ahora bien, como hemos visto la historia misma de las clasificaciones psiquiátricas puede leerse como un proceso tal de invención de enfermedades. En efecto, si “es la construcción social la que otorga el rótulo de enfermedad a una determinada condición que se califica como desviada de la norma” [17], el discurso psiquiátrico ha detentado el poder legitimador de tales construcciones en relación a las llamadas enfermedades mentales.
Si la medicina ha funcionado desde hace tiempo, en términos de Foucault, como institución de control social de la desviación, en la actualidad lo nuevo es que “los que se constituyen como actores de este proceso, no son solamente los médicos, sino también la industria de los laboratorios y el marketing” [18]. Diremos nosotros: no sólo los médicos, los laboratorios y la propaganda: también la sociedad, a través de distintas organizaciones que se crean en función de la defensa de ciertos intereses, constituye un actor no precisamente secundario en este proceso.
En el menú de categorías del DSM (que pasaron de ser 106 en el DSM-I, a 365 en el DSM IV-TR) muchos sujetos encuentran una forma de nominación mediante la cual se hacen representar. Incluso aquellos que, estando en el Lenguaje, no han franqueado ese umbral que consiste en la asunción de la Palabra propia, son objeto de reivindicaciones por parte de otros que hablan por ellos: es lo que ocurre con el auge de asociaciones de padres de autistas [19] . Otros sujetos, en cambio, emprenden luchas políticas para que una determinada categoría no sea incluida, en reclamo por lo que entienden constituye una patologización de un rasgo identitario [20]. Por eso acordamos con las palabras de P. Markowicz, cuando señala que “lo primero que se advierte en relación a la medicalización de la vida actual es el importante grado de penetración de términos del campo de la medicina en el lenguaje ordinario. Sabemos que es a través del lenguaje y de la manera en que éste organiza la experiencia cómo se construye el mundo” [21]. El DSM se ubica así en un complejo entramado de relaciones de poder donde participan actores muy diversos, y donde lo que está en juego es el control de los cuerpos y de los modos de satisfacción. Los Estados y el discurso médico juegan su rol en este entramado, pero un análisis que sólo considere a esas instancias tradicionales de poder incurriría en un reduccionismo alejado de la coyuntura actual.
Como en los tiempos de su invención, el psicoanálisis encuentra en los restos dejados por el discurso científico las boyas de su camino. Sólo que este discurso ha experimentado mutaciones y allí es donde convendría permanecer abierto a la novedad. En este contexto, no parece una opción inteligente permanecer al margen de la cuestión diagnóstica y el modo en que esta se presenta en la actualidad. Pero será para remarcar que, para el psicoanálisis, la instancia diagnóstica no es algo que pueda separarse de la pregunta por la causa. En este sentido, cualquier planteamiento de un “lenguaje común”, neutro en cuanto a lo etiológico, deberá ser denunciado como ilusión insostenible.
El psicoanálisis retoma, a su modo, la vieja pregunta por la relación entre las palabras y las cosas. El modo particular de retomarla está dado en que para el sujeto, del cual nos ocupamos, el problema de la causa es inseparable de su relación con el lenguaje. Nuestra pregunta, desde la experiencia del psicoanálisis, es entonces por las relaciones que se establecen entre el lenguaje y lo real de la satisfacción pulsional. Así, “si las cosas del hombre (…) están marcadas por su relación con el significante, no se puede usar el significante para hablar de estas cosas como se usa para hablar (…) del resto de las cosas (…) el lenguaje penetra las cosas, las surca, las agita, las trastorna por poco que sea” . [22]

 
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Notas
 

[1] Licenciado en Psicología. Residente de cuarto año del Hospital Sor María Ludovica, La Plata, Prov. de Buenos Aires, Argentina. Adscripto de la cátedra de Psicopatología de la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de La Plata.
[2] Foucault, Michel: Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI editores, Buenos Aires, 2002. Pág. 126-163. Los subrayados son nuestros.
[3] Foucault, Michel: Historia de la locura en la época clásica, Fondo de cultura económica, Bs. As., 2006. Pág. 295-324.
[4] Diagnostic and statistical manual of mental disorders. Third edition (DSM-III). American Psychiatric Association, 1980.
[5] Diagnostic and statistical manual of mental disorders. Third edition (DSM-III). American Psychiatric Association, 1980. Pág. 2.
[6] Diagnostic and statistical manual of mental disorders. Third edition (DSM-III). American Psychiatric Association, 1980. Pág. 7.
[7] Diagnostic and statistical manual of mental disorders. Third edition (DSM-III). American Psychiatric Association, 1980. Pág. 9.
[8] First, M. B.; Allen, Francés; Pincus, H. A.: DSM IV-TR. Guía de uso. Ed. Masson, Barcelona, 2005. Pág. 17.
[9] First, M. B.; Allen, Francés; Pincus, H. A.: DSM IV-TR. Guía de uso. Ed. Masson, Barcelona, 2005. Pág. 19.
[10] First, M. B.; Allen, Francés; Pincus, H. A.: DSM IV-TR. Guía de uso. Ed. Masson, Barcelona, 2005. Pág. 19.
[11] Saiz Ruiz, J.: “El DSM-V y sus espectros”, en Actas Españolas de Psiquiatría, 2008; 36(5):247-250.
[12] Frances, Allen: “Preparémonos, lo peor está por venir. El DSM-V: una pandemia de trastornos mentales”
[13] Saiz Ruiz, J.: “El DSM-V y sus espectros”, en Actas Españolas de Psiquiatría, 2008; 36(5):247-250.
[14] Saiz Ruiz, J.: “El DSM-V y sus espectros”, en Actas Españolas de Psiquiatría, 2008; 36(5):247-250.
[15] Lacan, Jaques: Seminario 5: Las formaciones del inconsciente. Ed. Paidós, Bs. As. Pág. 371.
[16] Cazenave, Liliana: “La medicalización de la vida cotidiana”, en Consecuencias. Revista digital de psicoanálisis, arte y pensamiento. Nº 2 de Noviembre de 2008.
[17] Cazenave, Liliana: “La medicalización de la vida cotidiana”, en Consecuencias. Revista digital de psicoanálisis, arte y pensamiento. Nº 2 de Noviembre de 2008.
[18] Cazenave, Liliana: “La medicalización de la vida cotidiana”, en Consecuencias. Revista digital de psicoanálisis, arte y pensamiento. Nº 2 de Noviembre de 2008.
[19] La introducción del “espectro autista” es una de las modificaciones propuestas para el DSM-V que menos controversias genera y más aceptación ha tenido en la comunidad psiquiátrica (Saiz Ruiz, art. cit.). Algunas voces sin embargo alarman sobre la posibilidad de que “en la práctica usual diaria (…) el concepto de espectro alimentará fácilmente la epidemia del pobremente definido autismo” (Frances, Allen; art. cit.). Mientras tanto, en la revista digital de la Asociación argentina de padres de autistas (A.PA.deA.) se advierte con un gran titular acerca de que “El síndrome autístico crece de forma alarmante” (http://www.apadeacentral.com.ar/revista/revista_txt.htm, recuperada el 25/05/2010).
[20] Un ejemplo de ello es la campaña internacional “Stop Trans Pathologization-2012”, que desde el año 2007 promueve, cada mes de octubre, manifestaciones simultáneas en distintas ciudades del mundo. Su objetivo es “la despatologización de las identidades trans (transexuales y transgéneros) y su retirada de los catálogos de enfermedades (DSM y CIE)” (Fuente: http://stp2012.wordpress.com/, recuperada el 11/06/2010).
[21] Markowicz, Patricia: “Medicalización de la cultura”, en Consecuencias, Revista digital de psicoanálisis, arte y pensamiento Nº 2, Noviembre de 2008.
[22] Lacan, Jaques: Seminario 5: Las formaciones del inconsciente. Pág. 363.

 
 
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