El que tenga una canción tendrá tormenta
el que tenga compañía soledad
el que siga buen camino tendrá sillas
peligrosas que lo inviten a parar.
Pero vale la canción buena tormenta
y la compañía vale soledad
siempre vale la agonía de la prisa aunque se llene de sillas la verdad.
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Silvio Rodríguez |
Desde su temprana aparición la temática del final de análisis atravesó por una serie de andariveles polémicos. Es en este sentido que el viejo Freud (escribo viejo porque Análisis Terminable e Interminable fue publicado en 1937), nos dejó la pesada herencia de una irresolución. Es que desde la temprana propuesta de trabajar durante seis meses seis días a la semana, pasando por la intempestiva interrupción de Dora, hasta el final anticipado para el Hombre de los Lobos esta irresolución aparejó un conjunto de incertidumbres que intentaron conjurarse tanto de manera ritual y esquemática como de manera innovadora y creativa. Es que al final de cuentas los análisis llegan a término por el peso específico que ejercen ciertas razones, pero paradójicamente podrían también continuar amparados por la vigencia de las mismas razones.
Por tanto, la pregunta que sigue girando sin un anclaje preciso tanto en la teoría como en la práctica es cuándo debe darse por terminado un tratamiento, en este caso en la órbita adolescente.
A la sazón, para abordar esta temática no voy a centrarme en los desarrollos que tapizaron el recorrido del siglo psicoanalítico, porque de alguna manera han quedado desactualizados a manos de la producción de subjetividad que trajo aparejada la eclosión del nuevo milenio. Es que para que los habitantes del Planeta Adolescente estén dispuestos a subirse al tren que los llevará a una trasmutación irreversible (trasmutación que inevitablemente queda solapada con el propio proceso de la metamorfosis juvenil), el encuadre, las intervenciones y el mismísimo fin de análisis han debido sufrir una serie de trastrocamientos [1]. Ya no es posible sostener una postura hierática ni un amiguismo engañoso, la diferencia generacional debe jugar su papel simbólico no sólo en la transferencia sino también en la construcción de un vínculo que sostenga el proceso terapéutico. Todos somos sujetos de nuestro tiempo y más aún los adolescentes, que más allá de su voluntad y a través de su imaginario hacen las veces de una lente de aumento de la dinámica societaria [2]. Por tanto, es necesario adecuarse a su ecuación emocional, vincular, cultural e histórica.
En este sentido, cuando no surge un acuerdo explícito para cerrar el ciclo del tratamiento en cuestión, y en la medida que otro acuerdo puede irrumpir a partir de la producción inconciente del vínculo (Kaës dixit), las vicisitudes de la labor clínica, una vez más, se erigen como una brújula que nos indica el norte magnético de los respectivos posicionamientos subjetivos del paciente y del terapeuta. Es a través de las oscilaciones que generan estas vicisitudes donde descubrimos ya con cierta anticipación, ya súbitamente, que algo ha dejado de funcionar en el vínculo. Esta disrupción en la dinámica vincular puede expresarse por parte del paciente como falta de interés o de colaboración, como cansancio, o bien, simplemente como una pérdida del deseo de seguir tratándose. A la sazón, lo que históricamente se hubiera considerado como una pura y dura resistencia cobra ahora otro significado incluso cuando el paciente pronuncia la famosa frase: “quisiera probar un tiempo solo”.
No obstante, esta no habrá de ser la única expresión de la crisis que atraviesa el vínculo. El terapeuta, por su parte, también puede llegar a sentir cierta fatiga a la hora de llevar adelante el tratamiento debido al quite de colaboración del paciente. Asimismo, puede caer en las redes de la impotencia cuando descubre que sus recursos no hacen mella en la supuesta resistencia del adolescente. Y más aún, en la línea contratransferencial puede comenzar a distraerse o a dormitar en medio de la sesión cuando su propio interés empieza a decaer, especialmente si no es reconocido concientemente. Ni hablar de la sensación de fracaso con su concomitante vertiente depresiva que puede instalarse y trasmitirse (o, peor aún, proyectarse), iatrogénicamente al paciente.
Tal como puede observarse, los obstáculos en la dinámica vincular surgidos de la negación, de la represión, o bien, de la desmentida de la crisis en ciernes, comienzan a multiplicarse y a generar efectos que pueden desembocar en algún tipo de actuación por parte del paciente, o bien, del propio terapeuta. Un clásico ejemplo es el enojo por parte de uno o de ambos miembros del vínculo frente a la incomprensión que desata la paulatina disolución del canal de comunicación que todo narcisismo herido de gravedad precipita frente a una instancia de abandono o de pérdida.
Nos encontramos, entonces, frente a una encrucijada. ¿La interrupción acordada o precipitada de un tratamiento con adolescentes constituye algún formato o figura asimilable a un fin de análisis?
Por ende, y para no quedar varados en la trampa de una lógica maniquea, deberemos salir del encierro que produce tanto una ciega adhesión a una vetusta liturgia psicoanalítica como a la ruptura iconoclasta que nos haga perder el hilo de Ariadna que conecta los desarrollos más tímidos con los más arriesgados.
De este modo, para encarar la temática en cuestión prefiero, entonces, situarme desde la perspectiva de la noción de interlocutor. En este sentido, a lo largo de la vida de los sujetos se impone la presencia de un conjunto secuencial de interlocutores, éstos pueden encarnarse en la figura del padre, del amigo, de la pareja, del terapeuta, de alguna aparición providencial o karmática tan cara a ciertas literaturas y filmografías (Castaneda, Chopra, Kieślowski, Wenders, Tarcovski, etc.). Y, más aún, el interlocutor puede llegar a ser un libro, una canción, una pintura, una idea.
No obstante, en esta ocasión el caso que nos compete es el del terapeuta de adolescentes. A la sazón, ¿cuándo éste deja de ser un interlocutor válido para su paciente? ¿Quién define finalmente esta situación (el adolescente, el propio terapeuta o ambos)? ¿Cómo se asume este posicionamiento subjetivo y qué se hace en consecuencia?
Estas preguntas pierden su tono dramático si el trabajo clínico con adolescentes se plantea por ciclos. A partir de la instalación de este eje en la dinámica vincular la situación pierde su condición de percance (otra silla peligrosa en el camino, parafraseando al poeta), para transformarse en una ventaja. Ya no es necesario velar por el final porque éste se presenta por su cuenta, ya desde la evidencia transferencial como desde el oscuro llamado de la contratransferencia. Asimismo, como ya planteara, desde el deseo del paciente y, atención, también desde el deseo del propio terapeuta.
He presenciado y participado de muchos fines de análisis (incluyo en la cuenta los que atravesé como paciente), y en todos he podido palpar que lo que se termina es la interlocución y no el análisis. El análisis, tal como planteaba Winnicott, continúa en tanto la función analítica se encarna en un personaje interno, que es aquel que continua conduciendo el proceso de individuación hasta la aparición del nuevo interlocutor. Sin embargo, para poder sostener esta perspectiva es necesario adherir a la idea de que la vida es un conjunto secuencial de ciclos (con sus respectivas crisis, en la línea que detalla Kaës), en los cuales la presencia del interlocutor se hará patente más allá de que el sujeto lo adopte o simplemente lo deje pasar.
Con todo, para poder sostener el posicionamiento subjetivo de interlocutor, el terapeuta deberá cumplir las funciones acompañante y apuntalante [3] que su rol inevitablemente le demanda. No obstante, a pesar de la puesta en marcha de dichas funciones uno de los riesgos a evitar es caer en la fascinación narcisista del interlocutor idealizado que se cristaliza en la versión del líder, del gurú o del iluminado, tan cara a aquellos que con o sin intención terminan ocupando el lugar del sujeto supuesto saber aprovechando la diferencia generacional y la experiencia adquirida. Esta versión puede perdurar en la diada terapéutica al estilo de un acto religioso o precipitarse en la decepción más profunda (véase Sexy Sadie, tema de los Beatles dedicado al gurú Maharish).
Asimismo, como el del interlocutor es un rol intercambiable a través de las sucesivas investiduras portadas y soportadas por los otros del vínculo (aunque en todos los casos aquel va a coincidir con el personaje o función interna vigente al momento de tomar dicha posta), su constante reciclaje aceita la posibilidad de enriquecimiento psíquico a raíz de los intercambios producidos.
Por consiguiente, no podríamos hablar de aquí en más de un fin de análisis sino de la caducidad de la función interlocutora encarnada en la persona del terapeuta. Esta caducidad debe ser considerada no sólo una pieza de análisis como otrora, sino también como una herramienta indispensable en la labor clínica. Su presencia potencial acompaña el tratamiento desde su inicio si es que estamos persuadidos de que trabajamos específicamente para que puedan partir y no para que se queden, remedando así las ataduras familiares que traen consigo. Sin embargo, es posible que el adolescente (o bien el joven adulto en el que se transforme), retorne con su viejo terapeuta para un segundo ciclo. En este caso no modificaríamos un ápice de lo planteado, porque es de esperar que tanto paciente como terapeuta en su devenir vital no se correspondan exactamente con los que participaron en el ciclo anterior, en tanto la vida nos transfigura permanentemente. Tal como decía Neruda: “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”.
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