“Una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante.”
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Aldous Huxley
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La posverdad
El Diccionario Oxford eleva un neologismo, posverdad, a “palabra del año 2016”. El término parece haber sido usado por primera vez por Steve Tesich, en 1992, a propósito del Irangate con cuya ganancia económica se financió la agresión de Reagan contra el gobierno sandinista de Nicaragua. Tesich se lamentó: “(…) nosotros, como un pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en cierto mundo posverdad". En 2010 David Roberts lo utilizó para explicar la posición de los políticos que negaron la incidencia del cambio climático, más allá de toda la evidencia científica a su favor. El prestigioso Oxford señala que posverdad denota circunstancias en las cuales los hechos objetivos tienen menos influencia en la formación de la opinión pública que las apelaciones a las emociones o a las creencias personales. Asimismo, el prefijo pos -en esta acepción- pasa a significar no sólo la cuestión temporal, el después de algo, sino que el término que le sucede, en este caso verdad, ha pasado a ser irrelevante [1]. ¿Es tal el estado de la verdad hoy? El alcance de este término se ha extendido para designar el efecto del uso, por Bush, del 11/09 como manera de propagar el terror y, así, restringir las libertades vía controles extremos, sin oposición decisiva de la población. De ese modo, esa administración pudo declarar las guerras que le siguieron. También se ha hablado de posverdad en referencia a la inesperada resolución del Brexit en Gran Bretaña o al éxito de Trump en EEUU.
En cierto sentido, podríamos vincular este triunfo descontrolado de tendencias inesperadas por parte del público con un tipo de pensamiento primitivo, animista, salvaje o supersticioso del que tan bien se ocupó Freud en su obra. Hay pasiones y emociones que terminan por definir creencias, con más contundencia que la consideración objetiva de condiciones o circunstancias. Este motor, más libidinal que racional, a la vez es construido y reforzado, como lo vemos en el cultivo del terror -luego del 11/09- que hizo posible que la gente deseara restricciones a su libertad o tolerara despedir a los hijos que iban a la guerra. No había pruebas de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, éstas no existían. La apelación a emociones y terrores bastó para hacerlas existir en la opinión mayoritaria.
Lejos del espíritu del Iluminismo, de aquellos pensadores que denostaron la ignorancia, volvemos a caer en la oscuridad. La ciencia -que tuvo como tarea la de separar lo verdadero de lo falso y, asimismo, demostrar esa diferencia- no tiene hoy buena prensa. ¿Ha perdido su autoridad? Antes la perdió el Padre [2] tal como lo conocimos, como civilizador de goce, y, consecuentemente, se van despojando de autoridad todos sus herederos. La subjetividad moderna ha dado paso a una subjetividad diferente en la que tienen más espacio el prejuicio y la superstición. Las opiniones pueden, por ello, manipularse con facilidad, la subjetividad crítica y reflexiva ha sufrido un arrasamiento demoledor. Para Gramsci, el sentido común vulgar estaba ávido de certezas. Esta definición ilumina lo que decíamos. La manipulación, en la era de la posverdad, ha reunido opinión mayoritaria y certezas en contra de enemigos signados como tales por su diferencia y ha erigido defensas centradas en la restricción de libertad, el control y el cierre de fronteras. Normalizar a los iguales tiene, sin embargo, otras consecuencias. El auge del terrorismo es quizás la más contundente.
Si la verdad fuera triste, buscaremos otra
¿Dónde se buscan las certezas hoy? Indudablemente, la web y las redes sociales han tomado, en parte, el lugar de difundir un mix de información y de saber abrumador aunque, a menudo, incomprobable. Sin embargo, que lo sea no es definitorio en la era de la posverdad. Esos datos están al alcance de todos. A pesar del aspecto democratizador de esta llegada masiva, hay algo allí que atenta contra una posición subjetiva tradicional frente al saber y cuyas consecuencias hay que evaluar. Es lo que Jacques Alain Miller denomina “autoerótica del saber”, ya que refiere a la delegación en la web del rol parental de transmisión de saber, del rol del Otro: “El saber está en el bolsillo, no es más el objeto del Otro. Antes, el saber era un objeto que había que ir a buscar al campo del Otro, había que extraerlo del Otro por vía de la seducción, de la obediencia o de la exigencia, lo que implicaba pasar por una estrategia con el deseo del Otro.
(…) Hoy hay una autoerótica del saber que es diferente de la erótica del saber que prevalecía antiguamente, porque aquella pasaba por la relación al Otro.” [3] Erótica o autoerótica; se abre una brecha definitoria entre ambas modulaciones del saber y esta brecha nos concierne como analistas.
Esta dimisión de los otros significativos tiene un aspecto que, creo, no hemos sopesado suficientemente. En la clínica nos encontramos con niños y con adolescentes totalmente entregados a la web y a las redes. El Otro está ocupado en sí mismo o en la subsistencia. No puede responder y, para peor, ni siquiera es convocado. También con los adultos hay que intervenir para obtener preguntas, ya que traen respuestas prêt-à-porter para su padecimiento. Lo que la web transmite es múltiple y disarmónico, pero -más allá de ese rasgo- deviene conveniente al sujeto de la posverdad. Obtener así ese saber evita esa dialéctica que Miller señala, con el deseo del Otro. Creo que este punto es esencial para abordar hoy la dinámica de la transferencia. Esa pregunta por el deseo hace al despliegue de las posiciones fantasmáticas, hace a la puesta en juego de estrategias libidinales del sujeto que apuntan, en la clínica, al analista al que se le supone un saber sobre el sufrimiento. ¿Cómo suponérselo en el contexto del saber en el bolsillo y de la posverdad? Ese saber, sin el Padre, que se obtiene sin compromiso, es un saber que se destituye con facilidad para promover otro que, por ejemplo, le siente mejor al narcisismo. El objeto transferencial, en este circuito, también puede resultar fácilmente intercambiable. [4]
El goce no es ficción
En este desarraigo y, ante la dificultad de la tramitación simbólica y libidinal, el sujeto -el mismo que se pretende tan independiente-queda con facilidad a merced del desamparo, es tomado por la angustia -eltan divulgado ataque de pánico [5]- y, en muchas ocasiones, encuentra en la impulsividad, en la actuación, incluso en la más peligrosa, un modo de lidiar con esa angustia, de encontrar alguna certeza. Asimismo, como otro modo de resolución, se aferra -con modalidades adictivas- a sustancias, actividades, grupos de riesgo, y otro tipo de consumos más o menos dañinos para sí mismo o para otros. También los contactos virtuales, supuestamente a salvo de conflictos, ocupan el lugar del lazo social.
La verdad, hoy degradada en posverdad, tiene estructura de ficción -según Lacan- ya que está comprometida con el sistema significante, pero el goce es de otro orden. Es un producto de la operación simbólica que, sin embargo, deja siempre algo no reabsorbible. Un resto ineliminable al que sólo podemos pretender cercar. En este sentido, es una de las acepciones de lo real como imposible: imposible de simbolizar. El avance de la ciencia actual ha pretendido y pretende sobrepasar esos límites de lo real. La clonación, las técnicas de la reproducción, todas las manipulaciones genéticas, han ido en dirección a esa zona sin que otras consideraciones, éticas por ejemplo, les plantearan mayor obstáculo. No por el bienestar que esos avances hayan causado, podemos dejar de considerar sus otras consecuencias. Hay un real que resiste y hay una tecnociencia, en alianza con el mercado, que avanza ciega, que rasga semblantes y, en nombre de un para todos supuestamente democrático -y profundamente útil para diseñar un consumidor normalizado-, pretende arrasar con las diferencias. Así, bajo la presión de normalizar y uniformar, de rechazar incluso al enemigo designado como peligroso, el goce anómalo retorna de modos cada vez más estrafalarios. Desde las operatorias crueles sobre el cuerpo propio a la violencia desatada sobre el cuerpo Otro por excelencia, el femenino, o también sobre los cuerpos infantiles [6], esta presencia de lo real insumiso se exacerba. En cuanto a lo social, el terrorismo es el modo de retorno más emblemático del goce. Contamos, además, con toda clase de violencias cotidianas que vamos, a la vez, normalizando, como es la exclusión de multitudes por fuera de mínimas condiciones de supervivencia.
Que cada cual atienda su juego
A pesar de que los votantes, movidos por cuestiones emocionales, terminen eligiendo a seres como Trump, no olvidemos que la noción de autoridad, las instancias mismas del poder, están en crisis. Reina el descreimiento frente al que se nos alienta, como destaca Bauman, a resolver individualmente cuestiones sociales que requieren de la participación de colectivos. Este desmembramiento es lo que conviene al capitalismo. A la vez, la red alberga la posibilidad de creación de colectivos de todo tipo cuyos miembros, en principio, no tienen vínculo entre sí. Por ejemplo, el gobierno de las imágenes -con sus mensajes significativos- induce y promueve la identificación que conviene al mercado. Las adolescentes, por ejemplo, presa privilegiada, pueden encontrar en las modelos -como ese significante lo indica-, herederas de la tan promovida muñeca Barbie, el rasgo que podría hacerlas deseables a una supuesta mirada. Se obtura -aunque siempre insuficiente y deficitariamente- la complejidad femenina con un deber ser corporal. Luego, sí, ellas se reúnen en las páginas web pro-ana (anorexia)o pro-mia (bulimia), como las llaman, para compartir y sostener esa posición.
Se pueden encontrar todo tipo de colectivos de desconocidos entre sí fundados de ese modo. Mientras el extractivismo, como sistema económico privilegido por el capitalismo actual, destruye y envenena el planeta, se promueve el valor salud y se difunde su dependencia de un tipo de alimentación determinada, de un tipo de actividad especial, etc., de modo de volver a cada uno responsable de obtener y de conservar dicho valor salud con prescindencia de condiciones y causas socioambientales. ¡Esto sí que sólo es posible en ámbitos de la posverdad! Por otro lado, el empuje mercantil dice “Usted podrá, y podrá todo lo que desee”, demodo de sellar ese encierro de los sujetos en torno de su responsabilidad respecto de la salud y hasta de la vida. Los veganos, los promotores de la alimentación orgánica, los de la macrobiótica, los runners y los múltiples fanáticos de alguna condición saludable se reúnen asimismo en la web para sostenerse y aumentar su saber respecto de cada micromundo. Estos colectivos tienen una incidencia sobre sí mismos, cerrada, inofensiva para el estado de las cosas.
El sistema, que ejerce su potencia a través de los gobiernos, los medios y de las instituciones de todo tipo, no alberga voluntariamente intervenciones que atenten contra sí mismo, o sea que toda iniciativa en este sentido generalmente parte de espacios relativamente libres de esa influencia, de espacios autónomos advertidos en los que se pueda conversar, crear vínculos también presenciales, interrogarse, cuestionar, generar corrientes, proyectos, debates, para implantar un obstáculo, una piedra en el camino de la apropiación de las subjetividades. La insatisfacción, que avanza notablemente sería, así, el inicio, el dato a capitalizar. Tenemos pruebas de cómo los agrupamientos de este tipo se desarrollan y crecen cuando seguimos la formación y el crecimiento de las organizaciones horizontales que surgen, por ejemplo, a partir de conflictos territoriales [7]. Otra prueba -trágica- de la eficacia de estos agrupamientos es que el poder, que no está ciego, les apunta. No por nada esos organismos son los que más sufren violencia criminal estatal en América Latina, donde el extractivismo pisa fuerte. [8]
A la posverdad le sientan las terapias normalizantes
Se difunde y se propagandiza la existencia de prácticas en salud mental que equiparan cerebro y psiquismo, que se apoyan en la neurología y toman la forma del adiestramiento. Nos hemos ocupado largamente de algunas [9]. Se menciona, incluso, el auge de abordajes alternativos -EMDR, coaching ontológico o bioenergética- que deslizan hacia la magia y la sugestión manipulatoria [10] y que han sido rechazados ya por colegios profesionales. Generalmente consisten en maniobras conductistas que apuntan al cambio de comportamientos y de pensamientos considerados disfuncionales. Refieren, por lo tanto, a un ideal de salud del que se aparta el malestar del sujeto. Al respecto, dice Miller: “La salud mental es el ideal de un sujeto para el que lo real cesaría de ser insoportable. Cuando se parte de esto no se encuentran más que trastornos mentales, disfuncionamientos. Es preciso que la lengua, la nuestra, no se deje ganar por el sintagma de trastorno mental. El concepto de trastorno mental lleva implícito el concepto de salud mental, y ha deshecho las soberbias entidades nosológicas heredadas de la clínica clásica. El trastorno mental es una unidad, es algo que puede cernirse, ubicarse con el método de las casillas.” [11]
En la era de la posverdad reina la cuantificación, los casilleros de cuestionarios que ofrecen modos de sufrir entre los que el sujeto debe hacer coincidir el suyo, y se promueven curas con protocolos a cumplir. La estadística comanda las conclusiones y hace tabla rasa con las particularidades. Se apunta, en consonancia con el mercado que busca al consumidor, a un sujeto aplanado en su singularidad, incluso al precio de medicalizarlo, operatoria que alcanza a la infancia. Luego se estudian las conclusiones estadísticas para ver de qué modo se lo puede satisfacer, mediante objetos que vengan a obturar los excesos. Estas opciones, como vimos, son fallidas, pero no por eso han perdido su atractivo ya que la promesa es la felicidad y la rapidez. En la era de la posverdad reina la creencia y se normalizan modelos para albergar a los todos iguales, todos saludables. Los monstruos, sin embargo, insisten. Démosle entrada, en lugar de rechazarlos, pues eligen irrumpir por la ventana.
Hacer existir la narración
Elena tiene 11 años y está encantada por los jueguitos electrónicos, tan encantada como para querer incluirlos en la sesión. Para sintonizar con ella, accedo. Ver cómo se cierra en ese juego reiterativo -al son de un ritmo/tormento que no llega a ser música y que recuerda el ritual autoerótico de los adolescentes en las fiestas electrónicas- me hace buscar alguna entrada que incluya a la analista sin destituir el jueguito. Le pido, entonces, que me cuente qué va sintiendo y pensando el personaje del juego -una especie de bichito que ella maneja con habilidad- que debe sortear uno y otro obstáculo/peligro de modo de obtener puntaje para pasar, así, a un mayor nivel de dificultad. El juego sólo remite a nuevos y crecientes obstáculos/peligros y exige más habilidad para obtener, de este modo frenético, más puntaje. La intervención pretende incluir la narración, otro nivel significante y significativo, que puede comprometer afectivamente al sujeto tanto con el otro como personaje del juego como con el otro al que se dirige su relato. Elena comienza a relatar lo que le pasa al bichito, al que le pido dar un nombre propio, y, en ese intento, desmejora su rendimiento, pierde puntos. A pesar de que se engancha en la descripción -que, no por casualidad, es la de un ser autosuficiente y poco afectado por las amenazas que lo acechan- Elena protesta y me culpa por lo que ha perdido. Ha tenido que dejar el ámbito cuantitativo, del puntaje y el rendimiento solitario, para entrar en un espacio de malentendido y deslizamiento, donde no se siente tan a salvo, donde puedo y debo acompañarla.
No podemos volver atrás, no podemos situarnos fuera del espacio del sujeto actual, de las coordenadas que lo determinan. Tenemos que contar con ellas, sin por ello dejar de intervenir, sin por ello renunciar al nivel simbólico que da chance para otra dialéctica. Es así que, a partir del código que atrapa a Elena con su iteración alienante -si A luego B-, introducimos una narrativa que permite el juego del lenguaje y el vínculo, el despliegue de defensas y la puesta en escena de conflictos así como una repetición que apunte a la diferencia, a la inclusión de lo nuevo. Lo narrativo se entrama en un simbólico que afecta al sujeto; es de otro orden, da cabida a la pequeña particularidad, no cubre la totalidad, no apunta a la dominación. Esta es nuestra jugada clínica, el anzuelo con el que esperamos poder enlazarnos al sujeto e introducir una pérdida del goce autoerótico.
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