Introducción
Este texto asume que la experiencia del psicoanálisis no es ajena a la historia en que ha surgido, se ha desarrollado y alguna vez se extinguirá. Define que el sujeto del psicoanálisis es inescindible de la crisis del fundamento simbólico impuesta en la Revolución Francesa. En el sujeto “burgués” largamente gestado en la modernidad confluyen diversas temporalidades, que son reconfiguradas por la emergencia de una fuerza dialéctica novedosa, la del valor-que-se valoriza (el capital), con eficacias objetivas y subjetivas. El sujeto burgués no es sin embargo solo contemporáneo de su tiempo, pues lo habitan los tiempos largos de la historia del lenguaje, del patriarcado y del monoteísmo. ¿Qué acontece al sujeto del psicoanálisis con la Revolución Rusa? La revolución anticapitalista pone en cuestión la inexorabilidad del “principio de realidad” burgués. Al respecto en el psicoanálisis se produjeron múltiples divisiones, particularmente en el plano teórico. El más influyente de los postfreudismos, el lacaniano, asumió tras la enseñanza de Kojève, una actitud antitotalitaria que le permitió releer a Freud contra los psicologismos. Otras figuras del psicoanálisis teórico habilitaron actitudes alternativas, que sin ser apologéticas del socialismo estalinista, ensayaron una recomposición del psicoanálisis tras el umbral de la Revolución Rusa. En la posterioridad de esa gran revolución que pensamos en este centenario, con el ascenso de la globalización capitalista, se replantea para el psicoanálisis qué sujeto es el del tiempo contemporáneo, y por lo tanto qué será del psicoanálisis después de la Revolución Rusa.
Ensayo en este texto una argumentación histórico-filosófica de la mutación del psicoanálisis luego de la Revolución Rusa. Se dirá, con razón, que en esa empresa subyace un malentendido, pues el psicoanálisis se declina en la clínica. Pero sucede que la clínica tiene también ella sus condiciones de posibilidad. La invención freudiana nació en la estela dilemática legada por la Revolución Francesa, esto es, del mundo burgués en difícil consolidación. Ese fue el suelo del sujeto intrínsecamente controversial en las “histerias de conversión” que asombraron a Charcot, Janet, Breuer y Freud. Sin embargo, muy pronto la Revolución Rusa introdujo otro abismo en la cesura constitutiva del sujeto: la promesa de la igualdad con el fin de las clases sociales y, sobre todo, la modificación del principio de realidad. El devenir autoritario del experimento soviético no condujo a una salida comunista. Más bien la tornó imposible, aunque su escenario fuera siempre mundial y es por ende inadecuado descubrir en el triunfo de Stalin la explicación privilegiada del rotundo fiasco.
En su fracaso, el proyecto estalinista devino una figura alternativa de la modernización, en competencia con el capitalismo burgués. De tal manera pretendió clausurar el abismo en la configuración del sujeto, anulando imaginariamente la brecha entre subjetividad, lenguaje y relaciones sociales. Sin embargo, el efecto histórico de la Revolución Rusa no cesó en su figura estalinista. El cierre del ciclo (post)estalinista en 1991 ha planteado un reinicio, todavía incierto, de la historia de la subjetividad. En tal sentido se habilita la pregunta sobre qué es el psicoanálisis después de la Revolución Rusa, esto es, una vez que dicha revolución ha pasado.
Una advertencia preliminar sobre el estatus del significante “psicoanálisis” en este escrito, pues la anterior contextualización histórica no me parece completamente convincente. Referiré al psicoanálisis teórico o a las consecuencias teóricas del psicoanálisis, sin afectar al ámbito de las prácticas que, es sabido, constituye el espacio propio de su vigencia. La distancia con esa garantía práctica de la discursividad psicoanalítica se justifica, según creo, en el proceso inverso de la especialización pragmática o técnica del psicoanálisis, a saber, que también el saber de lo inconsciente es él mismo un hecho histórico-teórico. O en otras palabras, que las aparentes arquitectónicas de la teoría se conjugan con las muy estrictas matrices de los marcos sociales de la subjetividad que se dirimen en cada época.
Prehistoria y eficacia de lo inconsciente, a propósito de la Revolución Francesa
Se dice una verdad cuando se sostiene que el surgimiento del psicoanálisis tuvo una condición de posibilidad propiamente burguesa. Pero a esa verdad es preciso delimitarla para no incurrir en los equívocos que supone lo “burgués”. El primer psicoanálisis desarrollado por Freud en la Viena del cambio del siglo XIX-XX no fue burgués porque lo fuera la ideología de su fundador, ni porque fueran burgueses sus pacientes, ni porque de conjunto el dispositivo psicoanalítico fuera epistémicamente hablando –esto es, en tanto conocimiento situado en una historia– funcional a la primacía económica de la burguesía.
Podemos liberarnos entonces desde el comienzo de falsos problemas, tales como el de si Freud tenía una ideología personal burguesa, si los tratamientos respondían a una demanda de clase con una situación estructural determinada (y que no convenía ni con la situación de los obreros ni con la de los campesinos), o si a la burguesía le corresponde necesariamente un contenido ideológico. En otras palabras, nos emancipamos de las paradojas de descubrir el régimen de causalidad que determinaría, desde una base socioeconómica capitalista, la constitución del psicoanálisis como “superestructura” en el plano de las ideas. La dificultad no reside solo en la dudosa validez de una explicación causal determinista-económica, sino en la eliminación de la densidad temporal que dicha explicación sincrónica involucra.
Si el psicoanálisis freudiano fue burgués lo fue porque su problema central en el tratamiento de las dolencias psíquico-emocionales tuvo como condición de existencia el advenimiento del mundo burgués, esto es, la constitución de una dominación social que impone una “lógica” del conjunto de la experiencia y de sus marcos objetivos atenidos a la producción y apropiación burguesa de plusvalor. Con todo, con esa lógica no se produjo una salida de la historia, una fundación que cortaba el lazo con el pasado, sino una apropiación de larguísimas continuidades que perduraban en la complejidad de las transformaciones históricas. La imposición de una dominación común a toda la sociedad fue inédita. No constituyó una versión capitalista de la subordinación de clase que, en algunas versiones del marxismo, caracterizaría a la historia humana.
Es verdad que se puede mostrar historiográficamente que en las sociedades complejas de otros siglos y milenios las condiciones materiales, las formas de producción, constituyeron aspectos más o menos determinantes del modo en que esas sociedades se ordenaron. Sin embargo, ellas carecieron de la lógica unificante de un movimiento de conjunto tal como observamos a simple vista en la sociedad capitalista. Tampoco hubo en ellas una “dialéctica” que hacía a las formas de la experiencia agitarse al ritmo de las evoluciones de una lógica social.
La constitución de una lógica capitalista en la sociedad burguesa fue todo menos un efecto necesario de previas transformaciones, pues justamente en los contextos en que surgió, no preexistían tensiones inmanentes que condujeran al mundo moderno. ¿Por qué? Justamente por la carencia de una lógica social precedente que en su contradicción generara una realidad nueva, erigida sobre las ruinas y el desarrollo tecno-económico de su figura histórica anterior. Marx (el de El capital, no el de La ideología alemana, todavía preso en el intento de proveer una versión “materialista” de la filosofía hegeliana de la historia) fue muy claro sobre ello al introducir los capítulos sobre la “acumulación originaria” y “la colonización capitalista” para mostrar el carácter violento y voluntario de una fundación política de las relaciones de producción atenidas a la acumulación infinita de la ganancia. En otras palabras, la constitución capitalista del mundo siguió caminos donde la acción humana, encarnada en armas y poder estatal, se impuso la tarea –sobre cuyos alcances de mediano plazo era ciega– de configurar política y jurídicamente, los intereses particulares en una tendencia de devenir burgués de lo real. Fue así que nació, nada especulativamente, y con una gran variedad de matices que la historiografía se ocupa de describir, el mundo burgués.
La emergencia de una lógica enajenada de la acumulación de capital configuró una experiencia novedosa de la realidad social. No es que en otras condiciones históricas, dentro y fuera del espacio europeo, la vida cotidiana fuera definida a través de las interacciones intencionales de los sujetos. La sociedad capitalista no es la primera sociedad de clases aunque sus clases posean una universalidad inédita. Tampoco es la primera en que circulan mercancías y el dinero, pero sí es la única en que la forma-mercancía es de antemano el móvil de su circulación ilimitada. En esa objetividad se constituye la subjetividad del sujeto individualizado por la forma-salario de una creciente reducción del individuo a fuerza de trabajo (no es en lo que discutiré radicalmente decisivo el que esa fuerza laboral sea manual o intelectual, aunque será en esta última en la que se manifiesten primero los efectos subjetivos que describiré enseguida). El individuo es el organismo vivo productor de un valor-que-se-valoriza.
Con la individualización y conformación del individuo-yo se produce una doble escisión: se genera el individuo como cuerpo desgajado de un plano social sustantivo o comunitario y se divide el aparato psíquico que al mismo tiempo se construye psicológicamente. La individualización ha sido estudiada por la sociología, de cuyas investigaciones solo cabe recordar aquí la oposición entre el individuo y lo colectivo como experiencia traumática de “pérdida”, de “extrañeza” ante lo social como un otro autónomo. Esa autonomía no es una representación antojadiza y analizable en términos de verdad como correspondencia con los hechos, sino que expresa la efectiva alienación del sujeto dialéctico “sociedad” a través de la lógica del capital. La división psíquica del sujeto es mucho más complicada porque no interesa únicamente al pensamiento. La psique es un tramo del cuerpo, el surgimiento de las “instancias” psíquicas involucra un ordenamiento político-social del cuerpo.
Es un convencimiento hoy compartido por diversas disciplinas de conocimiento que la constitución histórica del yo pertenece a la institución de la modernidad. La sociología configuracional, por caso en el Norbert Elias de El proceso civilizatorio, provee razones para establecer que el super-yo también es una instancia emergente con una socio-psico-génesis desplegada a lo largo de varios siglos de domesticación pulsional. La cronología del ello como reservorio crucial de lo inconsciente opera en una cronología extremadamente más prolongada y compleja. En efecto, el territorio de lo inconsciente, que no deja intactas a las otras instancias psíquicas (son en rigor desprendimientos suyos), opera en una temporalidad larguísima que hunde múltiples raíces en las historias de la hominización y de la constitución de las ramas culturales de la humanidad. Por razones de espacio voy a mencionar aquí dos de esas “raíces” constituyentes de una longue durée.
En primer término se encuentra la constitución del patriarcado como modo de dominación universal producido en las historias humanas previas a la modernidad. Subrayo esa diversidad de historias porque es inadecuado mentar una historia universal hasta el advenimiento de la modernidad entre el 1500 y el 1900, aunque por cierto las razones imperiales previas arriesgaron figuras primeras de una universalidad empero frágil. Para convencerse de ello basta observar los estrepitosos “derrumbes” de los imperios antiguos. En el transcurso de los siglos, según matices tocantes a las diferentes culturales y con una vigorosa incidencia de las condiciones económico-sociales, el patriarcado adquiere vigencias subjetivantes aún previas a la formación de yoes individuales, con el surgimiento de los monoteísmos.
En segundo término hallamos a la historia del lenguaje. En toda formación histórica el lenguaje es un fenómeno social y preexiste a los grupos humanos. Por eso la experiencia del lenguaje ha sido y será siempre una praxis de la alienación, es decir, del desencuentro entre las palabras y las cosas, entre hablantes y hablantes, en el hablante como tal. Es en ese preciso sentido que es válida la idea de que lo inconsciente “no tiene historia”. Sería impropio deducir que entonces la relación entre lenguaje y sujeto ha sido siempre la misma. De allí que si lo inconsciente es una categoría característica de la modernidad, no todos los estratos de lo inconsciente son modernos. ¡Por el contrario, si hay lo inconsciente es porque anuda una multitud de tiempos en pugna! Hay prehistorias de lo inconsciente que son correlativas a la existencia de la humanidad hablante. Porque si desde hoy podemos mencionar una humanidad habilitada por la traductibilidad de las lenguas humanas, sus antecedentes en la construcción de lo inconsciente siguen caminos plurales. En todo caso, la experiencia de la ajenidad del lenguaje como contracara de su incorporación inconsciente, mecánica, nunca fue unívoca.
Con el acceso violento a la modernidad ocurre una lenta globalización de las lenguas, la imposición de las lenguas nacionales, la difusión imperialista de los idiomas del que prevalecerá, consecuentemente, el del imperialismo más extenso: el inglés. El uso de la lengua deviene crecientemente un fenómeno objetivo, con la difusión de la educación estatal, con la prohibición de los “dialectos”. Enfatizo nuevamente que el lenguaje siempre tuvo una faceta alienada en la comunicación, descripción y constitución lingüística del mundo. Pero con la modernidad se produjo un salto cualitativo en la relación entre sujeto, lenguaje y sociedad. Walter Benjamin lo representó en una metáfora teológica como la caída del verbo divino en que este se hacía las cosas, en que palabras y cosas eran intercambiables.
En suma, con la convergencia de una lengua socialmente constituida en un lenguaje crecientemente objetivo y una paralela objetivización de una lógica social enajenada, la peculiar del capitalismo, se produjeron efectos sobre los cuerpos humanos que denominamos lo inconsciente. Para dar cuenta de la correlación entre capitalismo y psicoanálisis es preciso refinar las descripciones porque no encontramos una unidad indivisa de la modernidad capitalista. Los saberes que pueden auxiliarnos en el entendimiento del surgimiento de lo inconsciente son numerosos, y cuando Freud apeló a la etnología y a la historia de las religiones, al folklore y a la historia del derecho se mantuvo, aunque parezca sorprendente, en un registro estrecho. Sin duda se aproximó a lo que hoy no es dado identificar como el conjunto de temas que requerimos conocer para representarnos con alguna coherencia los múltiples estratos histórico-temporales sedimentados en las operaciones de lo inconsciente actualmente vigentes. La multiplicidad de la Nachträglichkeit freudiana atisbó genialmente esas sedimentaciones en términos de la “ley biogenética fundamental” de la que con necedad ironizaron los estructuralismos del après-coup.
La modernidad no es una fase compacta. Es un terreno heterogéneo sometido a las dinámicas universalizantes de la lógica capitalista, la que genera ámbitos comunes pero también fragmenta y refigura constantemente costumbres y hábitos. Sobre todo, está condicionada por procesos históricos de ruptura que modifican el principio de realidad. A esos procesos los denominamos revoluciones histórico-universales, pues alteran el principio de realidad con un alcance tendiente a la globalidad. Como denunció el historiador conservador Reinhart Koselleck, las revoluciones son siempre utópicas, universalizantes. En la historia moderna y contemporánea se verifican tres de esas grandes mutaciones en que se declina el signo objetivizante/subjetivizante de la modernidad. Ahora esquematizaré la primera, retomando a Kant en su noción de la Revolución Francesa como “signo histórico” del sujeto burgués en formación; en la próxima sección analizaré la segunda mutación, la Revolución Rusa y sus consecuencias para la historicidad de lo inconsciente en el psicoanálisis. En la conclusión aludiré a una tercera mutación (ya no revolucionaria), en cuyas entrañas aún nos encontramos, que es la del fin del ciclo de la Revolución Rusa o el imperio global del capital.
La Revolución Francesa reveló que los goznes político-jurídicos de la naciente modernidad burguesa podían ser removidos y reconfigurados coactivamente, que había una contingencia raigal en las representaciones de la autoridad vigentes. El Rey podía ser decapitado, la Iglesia podía perder sus propiedades inmuebles, la nobleza podía ser disuelta, todos (los sujetos masculinos) podían ser ciudadanos. En suma, la sociedad podía ser reordenada en términos puramente mundanos, definidos por los fines que los ciudadanos se dieran a sí mismos en una res publica. Por supuesto, esa misma revolución mostró otras dimensiones: el Terror, la guerra externa, como constitutivas de sus desarrollos. Incluso una revolución como la norteamericana, que se quiso en Hannah Arendt la revolución de la libertad y no de la necesidad, dirimió menos de un siglo más tarde –a propósito del esclavismo– su propia guerra civil con más sangre que la vertida en Francia.
La Revolución Francesa funda la cesura histórica en que emerge el sujeto del inconsciente freudiano. Es el sujeto sin rey, o en todo caso con ese rey castrado que es el de monarquía constitucional. El sujeto freudiano es entonces democrático, aunque su invención teórico-práctica asomara en el seno del Imperio Austro-Húngaro. Carece de un fundamento teológico-político, a pesar de que lo teológico-político no desaparezca pues es otra fibra de esas cronologías largas en que se trama la longue durée de lo inconsciente. Por eso Freud sabía que al escribir Moisés y la religión monoteísta estaba también elaborando temas de la más urgente actualidad. El mundo burgués afirmado con la Revolución Francesa (que, para entendernos, en América Latina se realiza a mediados del siglo XIX luego de las revoluciones independentistas, partícipes del ciclo atlántico de la revolución de la cual la francesa es epítome), resigna el fundamento simbólico y se hace posible solo porque está contenido en una lógica en formación de objetividad vinculante: la ya mencionada provista por el valor-que-se-valoriza. Si la política y la cultura son inestables, su contraparte dialéctica es una inestabilidad que hace de fundamento sin fundamento, esto es, la vida mercantilizada, a la que Marx atribuyó el “carácter fetichista de la mercancía”.
Ese fundamento sin fundamento está lejos de ser una fuerza objetiva impuesta conductistamente sobre los individuos en creciente psicologización (aquí no puedo introducir la modificación de las configuraciones familiares, la constitución de una imaginaria “familia nuclear”, la edipización, etc., que conducen en términos sociológicos a la psicologización del sujeto individual). El fetichismo de la mercancía por la cual los objetos se mueven autónomamente y nos mueven, es al mismo tiempo una fuerza subjetiva. Su naturaleza dialéctica nos libera de la pregunta inadecuada de cómo la “economía” rige la “psicología”, porque la formación del fetichismo es objetivo/subjetiva, trascendiendo los dualismos del sujeto trascendental o del yo solipsista.
Que el fetichismo de un mundo objetivizado ante el cual el individuo se encuentra desajustado hallara en las mujeres el lugar de crisis psíquico-somático fundacional del psicoanálisis no puede sorprender. La puesta en cuestión del dominio patriarcal afectado por el “fin del Antiguo Régimen” del poder, esto es, el devenir burgués del mundo, fue desigualmente distribuido, incluso entre las mujeres de las clases medias que tenían una mayor educación y afección por las incertidumbres del lenguaje. La dominación masculina fue modificada en los siglos iniciales de la modernidad, pero su efectividad no fue radicalmente cuestionada, a tal punto que filósofas feministas como Catherine McKinnon han encontrado en el surgimiento de la “libertad” moderna una refiguración constitutiva de la primacía patriarcal. Justamente en la encrucijada de la emancipación y la dominación que constituye al mundo moderno, lo inconsciente plasmó en la construcción de la histeria la expresión fenoménica de formaciones transaccionales de la crisis del sujeto.
Detenerme en las aventuras de lo inconsciente y de las repercusiones demoradas de la Revolución Francesa en el ámbito del psicoanálisis exigiría un curso argumentativo que me alejaría demasiado de lo que me interesa destacar sobre la novedad irrumpida, apenas nacido el psicoanálisis, en su propio seno: la Revolución Rusa. Conviene sin embargo destacar que hacia el 1900 la promesa moderno-burguesa de una vida social progresiva y pacífica, ya sin revoluciones ni guerras, ingresó en una época de inocultable debacle de la que pronto saldría ese trauma histórico que fue la Gran Guerra de 1914-1918. Se ha hablado al respecto, de una imposibilidad de narrar la experiencia del desastre, un cese de la representación intersubjetiva, pública, de los sentimientos del sujeto ante una realidad destructora que a cada individuo se le planteó de manera inapelable. En todo caso, con la Revolución Rusa lo revolucionario reingresó en la escena política y también en su trastienda inconsciente. El psicoanálisis no podía permanecer inmune a ese nuevo signo histórico.
El psicoanálisis freudiano y la Revolución Rusa
La eficacia histórica de la Revolución Rusa fue muy distinta a la verificada con la Revolución Francesa. Si la sociedad europea impactada por la Revolución Francesa ya estaba en franco proceso de sumisión a la lógica de la mercancía, y por lo tanto a la psicologización del individuo que constituye una condición de posibilidad del sujeto del inconsciente freudiano (como dije, no de lo inconsciente que posee una historia más prolongada), la sociedad mundial conmocionada por la Revolución Rusa incidió en un clivaje inédito: el que habilitó la posibilidad de una reapropiación humana de la objetividad alienada del capitalismo y de los modos del lenguaje alienado por la dominación patriarcal-masculina en el mundo burgués.
Respecto de este tema es conveniente distinguir la temática de las actitudes de Freud hacia el comunismo y la Unión Soviética. Del mismo modo, son secundarias las informaciones, por lo demás interesantes, sobre las cambiantes actitudes de dirigentes revolucionarios o del Estado soviético hacia el psicoanálisis. Mi interrogación concierne a las condiciones históricas de las peripecias de lo inconsciente tal como se verifica en el continente teórico-práctico del psicoanálisis. Esa interrogación, como se comprenderá fácilmente, excede al caso de Freud.
El primer psicoanálisis contuvo una veta ilustrada, el reverso de su faena destructora de las ilusiones modernas y en primer lugar de las quimeras del yo autoconciente. Su “fin del tratamiento” se acercaba a la vocación iluminista de contribuir a la autonomía del sujeto, a la expansión de las capacidad del yo para lidiar con las condiciones externas/internas de la vida, a la transposición de la potencia del ello en beneficio de las facultades creativas individuales. Un básico realismo dejaba inmodificado el contorno del sujeto para fortalecer su capacidad de decir(se) y liberarse, si no de las constricciones de la opacidad del lenguaje encarnado, sí de sus consecuencias paralizantes y lesivas. Pero el psicoanálisis freudiano dejaba “todo como está”. Y eso fue justamente lo que el signo histórico de la Revolución Rusa puso en entredicho, esto es, que la existencia del mundo como tal no era un dato incontrovertible.
Las promesas de la Revolución Rusa debían incidir en el plexo epistémico-práctico del dispositivo psicoanalítico freudiano porque redescribieron las aventuras “psi” en un plano de contingencia nuevo. No fue por azar que pronto se diseñaran proyectos de una izquierda freudiana, de un marxismo freudiano y de conjunciones entre usos del lenguaje, marxismo e inconsciente, de las que el surrealismo francés fue el caso más conocido. Es cierto que los resultados de esas innovaciones fueron apenas significativas para el campo psicoanalítico en formación. Sin embargo, modificaron su ambiente “intelectual y moral”.
En este lugar debo detenerme para señalar que la interlocución del marxismo con el psicoanálisis siguió un curso poco productivo, salvo en algunas obras como Eros y civilización de Herbert Marcuse y Freud y los límites del individualismo burgués de León Rozitchner, cuyas iluminaciones no han sido plenamente elaboradas. Más a menudo el marxismo que dialogó con el psicoanálisis quiso ser una versión positivista y biologicista, en apariencia “materialista”, reclamante de los derechos explicativos del sexo para combatir el “carácter autoritario” (como en Wilhelm Reich). Fue un marxismo freudiano que renunció a los descubrimientos más perdurables de la crítica marxiana de la economía política y redujo el psicoanálisis a una teoría del goce. Y devino en blanco fácil de la devastadora crítica foucaultiana de la “hipótesis represiva”
El psicoanálisis lacaniano fue uno de los múltiples emergentes de la eficacia disruptiva de la Revolución Rusa. Por supuesto la expresión “psicoanálisis lacaniano” es en exceso unificadora de torsiones eminentes en el recorrido que guió a Lacan de su tesis doctoral en psiquiatría, o tal vez del ensayo de 1938 sobre “La familia”, a la teoría de los nudos de los años finales.
Tenía razón Lacan al inscribir su retorno a Freud en términos de una recuperación de la eficacia del lenguaje en la estructuración de lo inconsciente. La innovación no se produjo entonces en ese plano ni en la teoría pulsional que, como sabemos, fue reconfigurada. La novedad advino en el orden de lo real. No en el de lo simbólico ni de lo imaginario, que son estrictamente freudianos. Lo real fue justamente aquello que en el plano del sujeto es irreducible por lo simbólico y lo imaginario, sin ser una entidad diferente. Es entonces la imposibilidad de subsumir al sujeto en la reproducción social, como reborde de las operaciones de identificación y reconocimiento.
A menudo se recuerda en la biografía intelectual de Lacan la incidencia que tuvo en su concepción teórica la lectura de Hegel producida por Alexander Kojève. El Hegel del funcionario soviético había incorporado el dominio estalinista una vez consolidada la Revolución Rusa como autoconsciencia de la nada en el humano, como cese de la dialéctica y del tiempo, como la detención de la historia. La Unión Soviética como sociedad sin dialéctica, sin temporalidad, se proyectaba como esquema de lectura de la filosofía política y de la antropología hegelianas. Kojève fue así el teórico del fin de la Revolución Rusa interpretada por el estalinismo como triunfante en un solo país. La Revolución Rusa así era formateada en una noción alternativa de modernización, solo que privada de negatividad.
Entiendo que, tras la enseñanza de Kojève, lo real lacaniano constituyó un esfuerzo por problematizar una reciente era del sujeto atenazado entre las subjetivaciones simbólico-imaginarias y los recursos de lo real que se recortan de los intentos de adecuarlos al fin de la historia. El pesimismo político lacaniano, luego transferido a las distintas y enfrentadas fracciones de la diáspora lacaniana, constituyó una de las versiones de las teorías (críticas) del totalitarismo.
El antitotalitarismo lacaniano, ajeno a cualquier proyecto de una línea de reconversión revolucionaria de la Unión Soviética o el relanzamiento no estalinista del horizonte político anticapitalista, elaboró precisamente las nuevas condiciones en las que adviene el sujeto deseante entre los desfiladeros del lenguaje y las imposibilidades de lo real. Esa persistencia de lo real como inasimilable, imposible, para lo que en pocas palabras denominaré lo social –la lógica de la que he hablado más arriba, ya ampliamente desplegada durante el siglo veinte– no inauguró en Lacan una vía optimista de subversión del deseo tal como se puede observar en algunas lecturas queer de sus textos. El lenguaje subvertía al sujeto moderno, al sujeto de la ciencia, al sujeto de la Revolución Francesa, interpretado como antecedente de las demasías del sujeto revolucionario. El argumento de Lacan era perfectamente conservador, trazo ideológico que le permitió una feroz revisión del postfreudismo. En todo caso, pudo generar una versión moderada de la teoría democrática, según se puede observar en la “izquierda lacaniana” delineada por Yannis Stavrakakis. Todavía en éste, como el Ernesto Laclau polemista contra Slavoj Žižek, la revolución aparece como el intento desesperado y peligroso de neutralizar la ausencia de fundamento, abierto por la “revolución democrática” (Claude Lefort), en el corsé de una sutura simbólico-imaginaria.
No puede sorprendernos que las prosas psicoanalíticas dialogantes con el cambio epocal generado por la Revolución Rusa, impulsaran una recomposición de los ensayos de una izquierda freudiana, sin una interacción productiva con la reformulación lacaniana del psicoanálisis. Basta pensar en las opciones presentadas por Cornelius Castoriadis y Félix Guattari, dos anticapitalistas y antiestalinistas convencidos, y reconocer las potencias asignadas a lo imaginario en un caso y al deseo en el otro, para delinear ajenidad de la versión lacaniana del legado freudiano hacia cualquier proyección revolucionaria. Lo que me interesa subrayar es que el lugar del sujeto en el psicoanálisis posterior a 1917 –y sobre todo desde 1929 en que el estalinismo cerró el periodo revolucionario de la experiencia “soviética”– ya no fue el mismo.
El ciclo de la Revolución Rusa concluido en 1929 no cesó las reverberaciones del acontecimiento revolucionario sino hasta 1991 en que concluyó la larga agonía de la fantasía estalinista. En las consecuencias de su “signo histórico” los equívocos fueron numerosos y se mezclaron con las nuevas ocasiones del acontecer revolucionario que recorrieron el siglo. Para lo que aquí interesa, la idea de un Hombre Nuevo neutralizó la viabilidad de toda consideración responsable del psicoanálisis en sus vertientes asequibles a una teoría crítica. Sería con todo una simplificación abusiva reducir los pensamientos radicales del psicoanálisis a la prisión estalinista de una teoría sin tiempo. Una reconstrucción crítica del enlace difícil entre psicoanálisis y revolución nos proveería de interesantes reflexiones. Sin embargo esa reconstrucción parece innecesaria después del cierre definitivo de la Revolución Rusa en 1991. Básicamente porque la sociedad capitalista en su crisis interminable desde 1973, con sus crecimientos mediocres, estancamientos duraderos y sobresaltos recurrentes, cree haber conquistado en su fase globalizada una inestabilidad sin cuestionamientos revolucionarios.
El socialismo burocrático fue en ello el hermano-enemigo del orden capitalista, el que adquiere en la superación pseudodialéctica del pasado reciente una primacía sin demasiadas promesas de bienestar. ¿Qué sujeto adviene entonces y qué consecuencias posee el fin de la Revolución Rusa para un psicoanálisis siempre de alguna manera afectado por el hecho revolucionario?
El pasado futuro del psicoanálisis después de la Revolución Rusa
Por desgracia para tantos diagnósticos que han cerrado a cal y canto las posibilidades de nuevas revoluciones, es un rasgo definitorio de los procesos revolucionarios el advenir en lugares y de maneras inesperadas. Una revolución siempre se explica retrospectivamente. Las revoluciones no se “hacen” ni se predicen. Por eso no podemos saber, salvo que poseamos una teoría del fin de la historia, si dentro de pocos años continuaremos en la situación actual del orden capitalista global o si sucederá un hecho revolucionario que modifique sustantivamente nuestro tiempo.
Lo que sí podemos pensar son las consecuencias, para el psicoanálisis como teoría históricamente condicionada, de la posterioridad de la Revolución Rusa. Utilizo este término de tantas resonancias freudianas porque estimo que nos hallamos aún entre las mallas de una eficacia nachträglich de la derrota definitiva del experimento soviético y, sobre todo, del formato estalinista impuesto a la Unión Soviética.
El sujeto post-revolucionario corresponde hoy con el sujeto capitalista, que no es uno sino una multiplicidad de formulaciones subjetivas atenidas únicamente a la lógica del capital. Una de las extraordinarias proezas de la sociedad capitalista como estructura de dominación consiste en imponer una lógica que asume formas infinitas, cuya única prohibición reside en evadir la desvalorización del valor. Por eso en los socialismos realmente existentes se potenció la sensación más cotidiana de los países capitalistas, de la exacerbación del deseo de consumo que atraviesa, con sus matices, a todas las clases sociales.
A la vez, el agotamiento de la fase de crecimiento en la acumulación del capital que logró en Occidente índices sorprendentes entre 1950 y 1975, ha conducido a una incertidumbre en la que se profundiza la incertidumbre. A la ideología correspondiente con ese tiempo postkeynesiano del capitalismo se lo ha denominado, neoliberalismo. Las veleidades del sujeto neoliberal son escasas pues sus países no pueden crecer económicamente siquiera “a tasas chinas”, es decir, como ese fósil del estalinismo.
La subjetividad capitalista es frágil y encuentra en el consumo un refugio pasajero, inseguro. Con un Estado distinto al que predominó en el siglo XIX de la Revolución Francesa, y una política ajena a la que marcó al siglo XX de la Revolución Rusa, el mercado constituye la escena privilegiada donde se dirime la experiencia subjetiva. No es que el Estado haya desaparecido. Lo que se ha alterado es su función social.
Los siempre difíciles nexos entre los goznes simbólico-imaginarios y lo real materializado en el peligro de muerte violenta y la destrucción de la existencia natural del planeta, encuentran ofertas de suturas complacientes con las que el psicoanálisis no puede, ni podría, competir exitosamente: el consumismo, los psicofármacos.
¿Qué será del psicoanálisis si ha cesado, a la Kojève, la era de las revoluciones? ¿De qué otras subversiones de lo simbólico, lo imaginario y lo real se alimentará un pensamiento que hace décadas ya no conoce una renovación importante? Pienso al respecto que el legado de la Revolución Rusa no es inerte, que la deriva estalinista de la que no podría honestamente ser exonerada (como si fuera la desviación traidora de una esencia ahistórica) constituye un problema decisivo pero que no agota las posibilidades de leer su recorrido, conquistas y tragedias. Particularmente en lo que concierne al psicoanálisis teórico, la Revolución Rusa presentó una promesa de cuestionamiento de las enajenaciones propias de una sociedad del capital como sujeto automático y de la política como especialidad de élites privilegiadas, en las que su nacimiento como tratamiento del sujeto burgués pudo haber excedido el tímido alcance de una negociación entre el principio de placer y el principio de realidad.
La historización no burguesa del principio de realidad en conexión con el discernimiento constructivista del principio de placer –empresa en la que sorprendentemente se hermanan Marcuse, Castoriadis y Foucault– condensa la promesa irrealizada de la Revolución Rusa en psicoanálisis. Sin ingenuidades ni cegueras ante los reversos de una experiencia emancipatoria frustrada (por el contrario, es decisivo incorporar las dimensiones potencialmente totalitarias del fenómeno revolucionario), reflexionar sobre qué dice y qué ya no puede decir el pasado de la Revolución Rusa constituye una oportunidad para la autocomprensión crítica del psicoanálisis. Pues si sus potencialidades analíticas son inseparables de una prolongada historia del lenguaje, del patriarcado y del monoteísmo, tampoco lo son de la mucho más breve historia en que la modernidad se vio conmocionada por las cesuras revolucionarias.
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