I-
En el fondo está el amor
¿Quién diría que detrás
del amoroso trato de una mujer mayor hacia su gato castrado
late ancestral un deseo, desdibujado por los siglos
y la cultura? La ternura y la compasión que ese
reino ha despertado en todos los tiempos tiene su expresión
en una escritura abundantísima, que nos lleva
a comprender la otra identidad humana en el opaco corazón
de las cosas.
En los mitos de Creta la figura del minotauro y del
laberinto encarna otra forma de representar lo humano
y su vinculación con lo no humano. En la novela
Minotauroamor su
autor, Abelardo Arias, nos lo muestra en una escena
maravillosa en que Asterio, el monstruoso hijo de Poseidón
y Pasifae, se encuentra -en los secretos corredores
del palacio- con Dédalo. Ante la demanda de aquel
para ver el “aparato articulado” que sirvió
a la reina para unirse al toro, éste, que fue
su inventor, le revela: “Poca gente, nadie en
verdad, ha comprendido que fue lo más importante
realizado en la historia del hombre. Ni siquiera la
reina lo comprendió... Al ofrecer una nueva visión
y dimensión de lo monstruoso y su viabilidad,
he dado a los humanos una nueva norma y pauta moral.
Esto es lo que Icaro y yo deseamos que comprendas...”
¿Cuál es la nueva visión a la
que alude Dédalo?
La palabra fornicación, en las traducciones del
Antiguo Testamento, se convierte en sinónimo
de zoofilia y aquellos que eran encontrados en pleno
acto demoníaco eran castigados con la muerte,
costumbre que fue llevada hasta la Edad Media, cuando
el acusado de “bestialismo” era ahorcado
entre dos perros. La atracción por las bestias
nos la refiere la lectura bíblica, desde sus
primeras páginas, en que Adán pone nombre
a los que estaban en el jardín. No sólo
se señala una diferencia con el resto de la creación
sino también una velada seducción que
convertía lo animal en una fuente de apareamiento
físico y simbólico. La referencia a la
zoofilia aparece ya en el Levítico. Y los otros
ejemplos no bíblicos son abundantes y podemos
ver que operan sobre una zona de lo cultural que por
alguna razón escondemos en los secretos corredores
de Dédalo.
La moralidad y la religión se imponen ante estos
vínculos identificatorios con lo animal en forma
de obstáculo y negación. La zoología
literaria fue sirvienta de la moral y se estudiaron
los animales para encontrar no sus características
ontológicas sino los paralelos morales. La “Historia
Natural” de Topsell, que cita Evans en su “Historia
Natural del Disparate”, es un libro del 1600 que
se proponía encaminar a los hombres hacia “celestiales
meditaciones acerca de las terrenales criaturas”.
Las fábulas del siglo XVIII consolidan la educación
sentimental de las generaciones y domestican a la especie
animal hasta borrar sus diferencias “naturales”.
Lo diferente y más aún lo indiferente
molesta, inquieta, contradice al hombre y a su creación.
De ahí que los animales se vuelvan espejos de
los sentimientos; de ahí que se los personifique,
se los “disneyfique” o martirice con el
confort de un departamento. La humanización de
lo animal no deja de ser una gran crueldad estética
y moral.
Antes de Darwin, todas las culturas tuvieron una fascinación
amorosa por la diversidad orgánica y plástica
del reino animal. Hay en este reino un espejo deformante,
ancestral, en el que percibimos una imagen humana que
-a veces caricatura, otras monstruo, y en ocasiones
sublimación- evoca la integridad. Pero siempre,
aunque dé vergüenza y se lo prohíba,
es amor al Minotauro.
II- El quinto día
Los animales instalan la referencia a ese otro reino
desde donde nos miran con extrañeza natural.
En ellos oímos también la resonancia mítica
de Orfeo y el eco cavernoso de la alteridad. La bestia
es el primer “otro” posible del hombre,
su primer reflejo, complemento y término opuesto.
Por un lado, los animales, los árboles o el mundo
natural, y luego la cultura, como nicho humano en que
uno se puede refugiar ante la inestabilidad de la existencia.
Lo natural parece -sólo lo parece- más
permanente que lo cultural. Los animales están
inmersos, son parte esencial del medio natural mientras
que los hombres sólo pueden relacionarse con
la naturaleza a través de sus propias creaciones
y percepciones. Para un animal, el habitat es algo dado,
mientras que para el hombre la realidad no es algo dado.
Se impone como una búsqueda continua, que no
sólo se debe atrapar sino también salvar.
¿Salvar de qué? De una realidad humana
que huye, que es una despedida que la conciencia intenta
capturar sin lograrlo.
El animal supone para el hombre la frontera con lo
inmediato desconocido. Nunca sabremos qué cosa
ve ese gato en trance místico frente a una pared
blanca. ¿Qué arrebató su quietud
lanzándolo debajo de la cama todo un día
completo?
Por ejemplo, la conciencia de la muerte que se les
atribuye, ese lugar común de que los animales
saben cuándo la muerte está cerca, se
apoya en la creencia de que él participa de una
mente universal, de un nous
platónico del que a nosotros no se nos develan,
al igual que la música de las esferas, sino velados
signos. Así, muchas veces se quiere entender
lo instintivo sesgado para donde conviene interpretar
y se le atribuye una naturaleza teológica en
que hasta la providencia divina está presente.
Nuestro primer naturalista, Marcos Sastre, llama “animales
útiles” a los que sirven a un cierto equilibrio
en su concepción de sistema natural. Y no duda
en valorarlos por encima del hombre, a quien “de
nada le ha valido la superioridad de su inteligencia”
para someter a su obediencia a las especies rebeldes,
ya que “en miles de años de ensayos incesantes
no ha logrado siquiera dominar al ruiseñor…”
El Tempe argentino constituye
una mirada valiosa hacia una naturaleza que se va desnudando
de las fantasías de los Bestiarios de Indias,
pero aún conserva las ideas de la Ilustración
y de Leibniz sobre una armonía preestablecida
en la que “el ombú incita al pastor a dejar
sus costumbres nómades…” , mientras
“el ceibo contribuye a estrechar la sociedad humana
y acelerar su progreso…”, que “para
eso los creó la Providencia, diseminando al uno
por las pampas, y agrupando al otro sobre los ríos…”
Otra mirada, extrañamente culposa, consiste
en conferir a los animales nuestros propios ideales
y sentimientos, de modo que puedan luego hacernos sentir
vergüenza de ser un hombre ante ellos. Por ejemplo,
una de las notas de Leonardo dice que la suma crueldad
del hombre “no se observa en los animales terrestres,
por cuanto entre ellos no los hay que devoren otros
de su propia especie, salvo por extravío del
instinto…” El bestiario de Da Vinci no por
nada era alegórico y convertía al ciego
topo en imagen de la mentira tanto como al jorobado
camello en la de la lujuria.
Es evidente que a la antigua e infantil necesidad de
animizar las cosas
que nos rodean -el círculo envolvente del afuera-
se le corresponde otra de animalizar
que se encuentra en el origen mismo de nuestra fantasía.
Un poeta inglés de la primera mitad del siglo
XX, Edwin Muir, tiene un poema donde vuelca su mirada
sobre los animales y dice: “ ellos no viven en
este mundo/ tampoco en el tiempo ni el espacio”.
Uno se pregunta, entonces, de qué mundo, de qué
tiempo y espacio habla Muir. No son los del hombre:
para ellos “todo es nuevo y próximo/ en
el inmutable aquí/ del quinto gran día...”
Nosotros en cambio, habríamos llegado un día
después que ellos.
Otra aparición de lo animal, muy distinta, se
lee en la poesía de Marianne Moore. El enfoque
de Moore se acerca al de un naturalista y, a veces,
al de un cronista renacentista escribiendo bestiarios
donde hace del animal un emblema de otra cosa. La naturaleza
deja de ser lo que es para metaforizar otra cosa. Esto
se siente al leer El tigre
de Alberto Girri: “diríase que combina
en su derrota/ la reflexión de la mente/ con
la mirada de sus antecesores”. Para Girri los
animales, el mundo natural en sus diversas formas aparece
entramado a los libros; por ejemplo la paloma será
la de Eneas, un insecto lo remite a Becket, etc. Ya
se han convertido en objetos entramados a la cultura.
También en Lawrence encontramos al animal en
sus poemas. Pero él contagia una ternura inusitada,
es un explorador que se encuentra con el mundo natural
y lo desromantiza, lo saca del encuentro tradicional
entre natura y poeta: las plantas y los animales son
diferentes e indiferentes al hombre, son anteriores.
Lautréamont, por el contrario, tiene una fauna
que representa un infierno psíquico, en que la
ternura desaparece para dar lugar a la crueldad, los
vicios y hábitos sociales, los traumas y sentimientos
contradictorios que hallan formulaciones como la de
“cangrejo del desenfreno” o la de “caracol
monstruoso del idiotismo”.
III- La identidad animal del
hombre
Con el Romanticismo, específicamente con Hölderlin,
aparece fuertemente la idea de separación de
los reinos como diferenciación: “los animales/
huyen del hombre porque es diferente/ y en nada se parece
a ti (Tierra), ni al padre Sol...” (“Der
Mensh”)
Al mismo tiempo, surge la tentativa romántica
por lograr una completa integración del hombre
en el orden natural de las cosas. Todavía hoy
es interesante leer el libro de Alexander Gode-Von Aesh,
El romanticismo alemán
y las ciencias naturales, cuya traducción
al castellano es de 1947. En el mismo se involucra la
crítica a una imagen del mundo donde al decir
de Francis Bacon “el entendimiento humano es como
un mal espejo…deforma y descolora la naturaleza
de las cosas al mezclarla con la suya”. Este pensamiento
crítico deja lugar a reconocer la naturaleza
dinámica de todo cuanto es vida y, con ello,
desentronizar al hombre como Señor de la Creación.
Desde el siglo XVII el problema de la relación
entre nosotros y los brutos comienza a presentar no
sólo un cambio de actitud sino también
una perspectiva diversa sobre la identidad humana.
La comprensión de nuestro cuerpo dio cabida
desde el siglo XVII al estudio comparativo de los organismos
animales. Lo que el escalpelo de Vesalio dejó
a la vista fue al nuevo dios de las entrañas,
un dios anatomista. El concepto de función y
forma que había fascinado a Leonardo, volvía
ahora comprobado en sus semejanzas asombrosas con los
escondidos órganos humanos. El bisturí
hizo posible que el cuerpo pudiera estudiarse como una
máquina, sobre la base de identificar la estructura
de todos los vertebrados.
Llama la atención que, en 1747, con la aparición
de “L´Homme-machine” de La Mettrie,
el hombre comience a ser considerado entre los autómatas
que entretenían a la corte. Y las palabras de
Diderot en sus “Pensamientos sobre la interpretación
de la naturaleza”, de 1754, sugieren un fondo
filosófico de lo que podemos llamar la animalización
progresiva de la identidad humana.
Esta construcción de la nueva imago mundi no
fue siempre aceptada sin resistencia. Herder se encuentra
entre los más alterados y rechaza toda insinuación
que contribuya a “un envilecimiento de la estirpe
humana, y eso tanto en los asuntos metafísicos
como en los morales y físicos”… Subyace
aún la pregunta teológica por el alma
de los brutos y será el punto culminante de los
debates que nos había planteado Descartes, que
entiende a los brutos como "res extensa" dotada
de movimiento, o lo que es lo mismo una simple máquina.
Sigue siendo la versión antropocéntrica
de la tradición judía, cristiana e islámica,
que viene negando desde sus autoridades teológicas
la consideración moral de los animales, degradados
así al papel de meros instrumentos.
Por fin, el libro de George Meier, “Ensayo de
una nueva doctrina acerca de las almas de los animales”,
de 1750, se opone a esta idea cartesiana. Asegura que
las bestias no escapan a la doctrina de Leibniz de la
armonía preestablecida, considerándolos
por lo tanto dotados de un alma eterna, ya que tienen
memoria, afectos, cierta capacidad para crear y hasta
la facultad de comunicarse con sus iguales. Lo que les
haría falta, según Meier, sería
la aptitud de generar ideas, juicios y conclusiones.
Aptitud, por otra parte, que no todos los seres humanos
ejercitan ni demuestran tener.
IV. El dolor nos une
Las dantescas catástrofes de las vacas locas
o la matanza industrializada de delfines y ballenas
reabren, en el nuevo siglo, un viejo debate sobre los
derechos de los animales que escapa a lo estrictamente
científico. Todavía hoy no ha sido superada
la fundamentación del filósofo británico
Bentham, quien escribió en el siglo XVIII: "la
cuestión no es si los animales pueden razonar
ni tampoco si pueden hablar, sino si pueden sufrir?".
El fundador del utilitarismo estableció que la
capacidad de sentir dolor es, sin discusión,
la que fundamenta el derecho a no sufrir tortura. Esta
formulación no sólo deja atrás
la antigua división entre cultura y naturaleza,
sino que va acompañada de un giro en la autocomprensión
del hombre. Nos hemos ido alejando de aquella mirada
cartesiana por la que, de algún modo, somos transparentes
a nosotros mismos, debiendo a la superstición
o a la ignorancia la imposibilidad de conocernos tal
como somos. Los jansenistas de un siglo antes, siguiendo
en esto a San Agustín, insisten en la opacidad
profunda del corazón humano, que constantemente
se está adjudicando calificaciones espirituales
que no merece. Entre ellos Pierre Nicole habla de “una
inclinación natural al amor propio” …
“a creer que tenemos en nuestros corazones todo
lo que flota en la superficie de nuestras mentes…
pero… siempre hay en nosotros un cierto fondo,
unas ciertas raíces que nos son desconocidas
e impenetrables…”
La elaboración cultural de la mirada sobre la
naturaleza incluye al sujeto que mira en su campo visual,
con una barroquización constante, abierta en
abismos al infinito. Transparente u opaco, el hombre
intenta autocomprenderse, construye su nueva identidad.
Y en ese proceso, los animales lo acompañan íntimamente,
trayéndole un mensaje de los orígenes
de la vida en que el dolor los une hasta el fin de sus
días.
Los derechos de los animales
de Henry S. Salt, publicado por vez primera en
1892, denuncia la matanza de los animales como fuente
de alimento, la caza deportiva, la sombrerería,
la “tortura experimental”, etc. “¿Tienen
derechos los animales inferiores? -se preguntaba, para
responder contundentemente-, sin duda, si es que los
tienen los seres humanos…” “Ningún
ser humano -dice- tiene justificación para considerar
a cualquier animal como máquina sin sentido al
que se puede hacer trabajar, al que se puede torturar,
devorar, según sea el caso, con el mero deseo
de satisfacer las necesidades o los caprichos de los
hombres. Junto con el destino y las obligaciones que
se les imponen y que cumplen, los animales tienen también
el derecho a que se los trate con bondad y consideración,
y el hombre que no los trate así, por grande
que sea su saber o su influencia, es, a este respecto,
un ignorante y un necio, carente de la más elevada
y noble cultura de la que es capaz la mente humana”.
Salt, escritor y defensor del socialismo utópico,
seguía las ideas de Henry David Thoreau y recibía
las visitas de amigos como William Morris y Chesterton,
así como ejerció decisiva influencia sobre
Gandhi para una justificación moral del vegetarianismo
y de la desobediencia civil no violenta. “Algo
hay que decir - y así lo hizo Salt- sobre el
importante tema de las denominaciones. Es de temer que
el mal trato de los animales se deba en gran parte al
uso generalizado de términos tales como “bestias”,
“ganados”, etc…” Se refiere
a la aclaración de Bentham sobre el tratamiento
jurídico de los animales como “cosas”.
Luego explica que se debe protestar contra expresiones
como la de “dumb animals” que vendría
a significar simples o mudos, que “aunque suele
citarse como inmensa exhortación a la piedad,
muestra en realidad tendencia a influir en las personas
normales y corrientes en sentido contrario, puesto que
fomenta la idea de una barrera infranqueable entre la
humanidad y los animales a su cargo”. Cita entonces
un pasaje de una obra de Leight Hunt: “El deán
preguntó a un don nadie que estaba pescando si
había sacado alguna vez un pez llamado el grito.
El hombre contestó que nunca había oído
hablar de semejante pez. “¡Cómo!,
exclamó el deán, ¿es usted pescador
y nunca oyó hablar del pez que pega un grito
cuando lo sacan del agua? Es el único pez que
posee voz y su sonido es lastimero y triste”.
El hombre le preguntó quién podía
ser tan salvaje como para pescar una criatura que gritaba
así. “Eso dijo el deán, es otra
cuestión. Pero ¿qué piensa usted
de los individuos cuya única razón para
enganchar con el anzuelo y desgarrar a todos los peces
que puedan, es que estos no gritan?”.
|