- “Por
favor dice Alicia al gato de Chesire, ¿Podría
decirme qué camino debo tomar a partir
de aquí?
-Eso depende mucho del lugar a dónde se
dirija, dice el gato
-No me importa mucho a dónde sea, dice
Alicia.
-Entonces tampoco importa mucho qué camino
tome, dice el gato
-…con tal de que llegue a alguna parte,
agrega Alicia a modo de explicación
-Oh, seguramente llegará allí, dice
el gato, si camina durante bastante tiempo.”
[1]
|
¿Cómo podría escogerse un camino
posible, cuando no se tiene claro hacia dónde
nos dirigimos? Esta es una de las preguntas que orienta
el presente escrito; interrogante que oficia de brújula
para reflexionar acerca de la relación-controvertida
por cierto- entre el avance acelerado de las nuevas
tecnologías y el estado de la educación
en nuestra sociedad.
Si partimos de la premisa de que el conocer
y el actuar del
hombre son indisociablemente psíquicos e histórico-sociales,
cabe entonces suponer que dicho avance tecnológico
transformará a la sociedad como un todo y por
ende a sus fabricaciones sociales, es decir, a los
sujetos que la hacen ser. La educación, en
este sentido, como una de las principales instancias
de socialización de los individuos, se verá
sin más transformada o, simplemente, implicada
en este profundo proceso de cambio histórico
social. ¿Cuáles son los alcances y limitaciones
de este avance tecnológico sobre la praxis
educativa de la sociedad y, más específicamente,
sobre la constitución subjetiva de las nuevas
generaciones?
Hoy día se oyen posiciones diferentes y hasta
contrapuestas tanto respecto de las consecuencias
del progreso tecnológico, como de las acciones
a llevar a cabo frente a dicho avance sobre la esfera
educativa: algunos sostienen que la educación
debería adaptarse a este mundo que cambia.
Se legitima de este modo el paradigma de la racionalidad
instrumental desde la cual se ve a la educación
como una mercancía más que debería
contribuir a que las sociedades enfrenten con éxito
los retos de la competencia y la innovación.
Otros estigmatizan la tecnología, al afirmar
que necesitamos una educación que sirva para
cambiar el mundo, humanizándo.
Es la perspectiva desde la cual se busca formar sujetos
de transformación, con capacidades para incidir
en las relaciones económicas, sociales, políticas
y culturales.
Y aquí retorna el interrogante inicial ¿Cómo
elegir un solo camino cuando no se conoce el destino
al que quisiéramos arribar? Trataremos de no
caer en antinomias que obstaculicen la elucidación
crítica, poniendo en tensión las diferentes
posiciones. La idea es desustancializar por un lado,
a la “tecnología” (que por momentos
se presenta como un cuerpo autónomo que amenaza
la sociedad) y, por otro, analizar el impacto que
ésta supone sobre las subjetividades y la sociedad
en general.
En la actualidad se observa claramente cierto desconcierto,
desorientación, acerca del “para qué”
y del “hacia dónde” de muchas de
las instituciones sociales, entre ellas la escuela,
la educación. ¿Con qué objetivo
mandamos a nuestros niños a la escuela?; ¿Qué
debería transmitirse?, ¿Para qué?;
¿Qué educación necesitamos?;
¿Qué hacer como docente con los saberes
que los niños y jóvenes traen adquiridos
de otros espacios y con nuevas lógicas? Lo
mismo puede pensarse en relación con la tecnología:
¿Con qué objetivo utilizarla?; ¿Cómo
capitalizar su desarrollo para que contribuya con
ciertos fines instituidos socialmente? ¿Quién
orienta hoy el avance de la técnica? Puede
hipotetizarse que dicha desorientación es producto
de la ausencia de las garantías que antaño
servían para sostener determinados valores
y principios directrices. Hoy se hace prioritaria,
entonces, una reflexión crítica acerca
de qué queremos como sociedad, qué educación
elegimos para nuestros niños, que relación
al pasado y al futuro adoptamos, es decir, hacia dónde
deseamos dirigir nuestro proyecto colectivo.
Sujetos a la red y enredos en la escuela
Actualmente los niños y jóvenes que
concurren a la escuela, se encuentran en una relación
constante y fluida con los medios de comunicación
y con lo que se ha dado en llamar “ciberespacio”.
Hoy, la televisión, Internet, los celulares,
video juegos cada vez más sofisticados -como
productos del avance tecnológico- entran a
jugar un papel central en la vida cotidiana y se entraman
en la producción y en la transformación
de la subjetividad. Ofrecen, así, coexistencia
de temporalidades diversas, menos presencia de la
narrativa que de la imagen y tiempos de procesamiento
de la información más acelerados. Hoy
los niños llegan a la escuela con muchos saberes
que no tienen la forma de lo lineal, secuencial y
vertical instituida históricamente. La lógica
de lo simultáneo, procesos de traducción
y elaboración de la información diferentes,
descolocan a los maestros quienes ven cuestionada
la legitimación de su transmisión. Los
alumnos, por su parte, no se interesan por aquello
que aprenden, se aburren, y el desconcierto mutuo
iza su bandera. En el cotidiano los jóvenes
comparten con sus pares experiencias virtuales donde
efectivamente despliegan otras habilidades cognitivas
que van desde lo perceptual hasta el pensamiento deductivo;
otros modos de metabolizar y compartir la información;
aprenden a colaborar en redes y a participar de otras
formas de interacción, otras modalidades del
lazo (hoy llamadas “conexión”)
que los aprendidos tradicionalmente en el ámbito
escolar.
Surge entonces la pregunta por el papel de la escuela
y por los desafíos que tendrá que enfrentar
para estar a la altura de su tiempo histórico,
marcado actualmente por la globalización y
el desarrollo de nuevas tecnologías que plantean
rupturas para el escenario escolar y social.
En el campo educativo se entrama una compleja red
de significaciones sociales; estas producciones de
sentido logran materializarse a partir de su consolidación
y reproducción a través de rituales,
emblemas y mitos, que sostienen a una sociedad. Esto
es lo que C. Castoriadis denomina imaginario
social instituido: “…hay pues una
unidad en la institución total de la sociedad;
esta unidad es, en última instancia, la unidad
y la cohesión interna de la urdiembre inmensamente
compleja de significaciones que empapan, orientan
y dirigen toda la vida de la sociedad considerada
y a los individuos concretos que corporalmente la
constituyen…” [2].
Los sujetos que una sociedad fabrica pertenecen a
ella porque participan en las significaciones imaginarias
sociales, en sus normas, valores, mitos, representaciones,
proyectos, tradiciones, porque comparten la voluntad
de ser de la sociedad y de hacerla ser continuamente.
La escuela como construcción social, entonces,
tiene la función de mantener el orden social
vigente en cada momento histórico. Pero podemos
pensar que no sólo interactúan en ella
movimientos de mera conservación de lo instituido,
sino que también alberga un movimiento transformador,
instituyente, el cual inventa nuevos conjuntos de
significaciones que dan cuenta de ciertas grietas
provocadas por las mismas subjetividades que participan
en su proceso. Este movimiento transformador es visto
como amenazante por la sociedad y por la misma escuela,
cuando ve cuestionados los valores y emblemas que
sostenían su existencia. Esta dimensión
“del ser por hacerse”, motor inagotable
de transformación, se enfrenta permanentemente
con lo reproductivo, con aquello ya instituido en
la sociedad. El avance tecnológico rompe, de
este modo, con aquel conservadurismo educativo que
debe desafiar sus propios cercos para elegir qué
lugar darle a esta nueva realidad que no sólo
transforma las significaciones sociales, sino sobre
todo a las subjetividades, materia prima de la praxis
educativa.
La técnica ha desplazado su propio sentido,
ha dejado de ser un mero instrumento para conformar
una dimensión estructural y estructurante de
la sociedad contemporánea y de la fabricación
de sus individuos. La escuela, por el contrario, ha
sufrido un proceso inverso de vaciamiento de sentido
al instrumentalizarse. A pesar de las grandes revoluciones
técnicas, provenientes de la comunicación
y la virtualidad, la institución escolar continúa
anclada al pasado: escolarizando, disciplinando, homogeneizando
y desconociendo, así, en muchos casos, la dimensión
subjetiva.
Jesús Martín Barbero [3]
plantea que la nueva razón
técnica ha contribuido a formar nuevos
sujetos, desafiando de este modo a la razón
escolar socializadora por excelencia y tradición.
Ante tal desacople, la escuela exige a sus alumnos
dejar en otra parte las nuevas sensibilidades, los
nuevos intereses, los nuevos modos de procesamiento
de la información…. La escuela resiente
la presencia de la nueva tecnología. Si bien
vemos como, en muchos casos, se ha priorizado el suministro
de los equipamientos tecnológicos necesarios
en las aulas para articular con el aprendizaje, no
se ha realizado una reformulación de los contenidos;
se incorpora la máquina pero no la racionalidad
tecnológica que le es propia como la hipertextualidad,
la interactividad y la conectividad. En este sentido,
al carecer la escuela de un replanteamiento epistemológico
y filosófico que oriente y de sentido a sus
prácticas, mediadas por las nuevas tecnologías,
sostiene un conservadurismo que la refuerza en su
papel de reproductora o repetidora de instituidos
que no llevan a la producción y la invención
de nuevas significaciones.
Tecnología y descomposición en la educación
Si se pretende realizar una lectura lúcida
y reflexiva en torno de los efectos de la tecnociencia
sobre la educación de nuestra sociedad, es
importante enmarcar la cuestión en lo que se
presenta como crisis-descomposición
[4]
de la sociedad occidental y sus repercusiones
en la subjetividad. Para ello tomaremos a Cornelius
Castoriadis, quien realiza aportes claves en lo que
respecta a la caracterización y análisis
de nuestro tiempo. El autor refiere que vivimos en
una época de conformismo
generalizado, definida por la privatización
de la vida social, y esto como producto de
la crisis de las
significaciones imaginarias sociales. Esta crisis
se conjuga con una crisis del proceso identificatorio,
que reproduce y agrava la situación. Castoriadis
pone el acento en el debilitamiento o dislocación
de aquellos lugares por donde pasaba la socialización
en otros tiempos históricos; hoy esos lugares
no se instituyen como moradas de sentidos y, siguiendo
al autor, “no se ha creado aún ninguna
totalidad de significaciones imaginarias sociales
que pueda hacerse cargo de esta crisis de apuntalamientos
particulares” [5].
Tanto la familia como la escuela, instituciones centrales
en la humanización del individuo, atraviesan
actualmente, junto a otras instituciones sociales,
una fuerte crisis de sentidos y valores, lo cual lleva
a una gran desorientación de las nuevas generaciones.
Hoy habitamos una sociedad caracterizada por el aislamiento
entre los sujetos, donde se reemplazan valores y normas,
legitimadas en otros tiempos, por “el nivel
de vida”; “el bienestar”; el confort
y el consumo; la “conexión virtual”
desprovista del cuerpo a cuerpo; una “colección
de individuos” uniformizados y homogeneizados
que no se interesan por los asuntos públicos,
políticos [6].
“En nuestra sociedad occidental el individuo
no es más que una marioneta que realiza espasmódicamente
los gestos que le impone el campo histórico
social: hacer dinero, consumir y gozar. Supuestamente
‘libre’ de darle a su vida el sentido
que quiera, en la aplastante mayoría de los
casos no le da sino el sentido que impera, es decir
el sinsentido del aumento indefinido del consumo.”
[7]
Actualmente son muchos los que ven en la tecnología
misma la fuente de ciertos conflictos sociales, como
si ella pudiera tomar cuerpo y autonomizarse de la
mano del hombre. Y quizá allí esté
el problema, en esa ilusión social de omnipotencia,
donde nadie pareciera poder controlar y orientar su
funcionamiento. Así, la tecnología se
presenta tomando un poder absoluto, difícil
de cuestionar y sobre todo extranjerizándose
de la construcción propia de los individuos
de la sociedad. De este modo, colocando a la técnica
como ese gran Otro, extrasocial y amenazante, podemos
-como sociedad absolutamente heterónoma- adjudicarle
los problemas y reclamar ante las consecuencia propias
de lo que se encuentra “sin brújula”.
Olvidamos, de este modo, que somos creadores de nuestro
mundo, que –como tales- podríamos orientar
y controlar los avances tecnológicos hacia
el lugar que como sociedad deseemos darle. ¿Qué
es lo que queremos, hacia dónde ir, qué
pensamos hacer? Preguntas que -de surgir - permitirían
reflexionar acerca de esta problemática, así
como de muchas otras que nos atañen como sujetos
histórico sociales para construir, quizás,
un camino alternativo. Sería deseable, aunque
no es posible predecir su aparición, la instalación
de una tal actividad instituyente, la cual se ha visto
degradada por el progreso acelerado de la técnica
librada casi por completo a las necesidades de mercado.
El sistema educativo, desde hace ya varias décadas,
sufre una crisis de los contenidos y de la misma relación
educativa. La relación transferencial, necesaria
para que alguien aprenda, ha sido desplazada -en la
actualidad- por una relación absolutamente
instrumental. No existen criterios claros en lo que
respecta a los roles que deben cumplir los docentes,
los estudiantes y sus padres. En palabras de Silvia
Bleichmar [8]
“…la posmodernidad mina transferencias
y destrona al sujeto supuesto saber, todo saber, y
con él conduce a un relativismo que mercantiliza
de modo insospechado hasta hace algunos años
las relaciones sociales…”, por ejemplo
la del docente con sus alumnos. Castoriadis dirá
“…La verdad sobre la educación
ya fue dicha por Platón hace veinticinco siglos:
‘sin Eros no hay educación’. Si
los adolescentes no se enamoran, de una u otra manera
de su maestro, y si los maestros no son capaces de
inspirar ese amor porque ellos aman lo que hacen y
porque en cada adolescente aman la promesa de algo
nuevo, y no solamente de otro ser humano al que hay
que inculcarle ciertos conocimientos, entonces ya
no hay educación” [9]
La educación ya no esta investida como educación
para aquellos que hacen ser a este proceso. Se habla
de una “inversión instrumental”.
Los diferentes actores de la realidad educativa han
instrumentalizado su labor, ha ganado el terreno lo
procedimental, se ha valorizado lo rentable, lo cuantitativo
y aquello que pueda ser producto de intercambio, por
ejemplo el papel que certifique los estudios, para
un trabajo el día de mañana…si
es que llega.
La educación del individuo humano, paideia,
es inherente a toda política
que se oriente hacia la autonomía. El objeto
de toda verdadera pedagogía es ayudarnos a
devenir seres humanos y reflexivos. Una educación
para la autonomía y hacia la autonomía,
es aquella que induce a interrogarse constantemente
acerca de las instituciones de la sociedad para, llegado
el caso, transformarlas; es aquella que contribuye
a potenciar la actividad colectiva, lúcida
y reflexiva.
Castoriadis plantea que la crisis actual de la humanidad
es política en el sentido más amplio
del término, crisis tanto de la creatividad,
de la imaginación como de la participación
política de los individuos. En este sentido,
la privatización y el individualismo reinantes
orientan hacia lo arbitrario de los aparatos; hacia
la marcha autónoma de la tecnociencia. Los
objetos, en este sentido, cobran un rol protagónico
y ejercen cierto poder que pareciera “incontrolable”.
Ahora bien, como ya se ha afirmado, podemos pensar
que no por estar ligados a las técnicas, estamos
determinados por ellas; por el contrario, como sujetos
sociales constructores de nuestra historia podemos
pensar en un campo de acción política,
de potencia y de resistencia que acompañe tal
avance y lo oriente en función de nuestros
deseos como sociedad.
Debemos tratar de imaginar y procurar construir redes
técnicas que sean compatibles con la justicia
social, con la libertad, y otros fines políticos
claves de la educación de cualquier sociedad
que se pretenda reflexiva y autónoma.
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