“Bill Gates definió a Internet con una
frase publicitaria brillante: dijo que es la calle
comercial más larga del mundo. Yo diría
que es una calle llena de burdeles y sex shops, porque
cuando uno mira su composición (…) se
da cuenta de que el segmento más abundante
del comercio electrónico es comercio pornográfico.
Un fenómeno que no tiene equivalente en los
mercados tradicionales, como las industrias editoriales
o el cine.” (Román Gubern)
[1]
La evolución y el desarrollo de la informática
han sido demasiado veloces en la segunda mitad del
siglo XX. Por lo tanto, la densidad de nuestra “iconosfera”
[2]
se ha incrementado considerablemente en los últimos
veinte años debido a la emergencia de nuevas
modalidades de imágenes computarizadas, en
una etapa que podríamos llamar post-analógica
e interactiva de las relaciones entre el hombre y
la máquina.
Así, no se pueden establecer -con perspectiva
histórica- los reales alcances y sus “supuestos
beneficios”, por ahora más virtuales
que reales. No olvidemos, por ejemplo, que la imagen
infográfica (arte y técnica de producción
de imágenes digitales) empezó siendo
explorada y utilizada desde los años cincuenta
con fines militares. Después de unos quince
años, se introdujo en los distintos sectores
civiles y se extendió hacia usos industriales,
científicos y comerciales: en la arquitectura
y el diseño, en los videojuegos, en los espectáculos
y en la publicidad.
Al intentar imaginar la experiencia definitiva de
leer y escribir en esta nueva forma textual, convendría
prestar atención a lo que Mikhail Bakhtin ha
escrito en relación a la nueva novela (polifónica),
aplicable al hipertexto y al tema que nos preocupa:
“está construida como una multiplicidad
de voces”. El problema estaría en determinar
si este nuevo soporte textual –no previsto por
Bakhtin- se construye como el simulacro virtual de
un conjunto “democrático” de voces
que sea -en el plano de lo real- una nueva, sutil,
sofisticada y eficaz manera de dominación a
nivel planetario.
La patética realidad actual indica que E.E.U.U.
controla el 75% del mercado audiovisual internacional.
Por ejemplo, en Europa y Latinoamérica, el
82% del material audiovisual que circula en las pantallas
es de origen estadounidense, mientras que en E.E.U.U.
el material europeo y latinoamericano llega solo al
10%. En este sentido, el crítico y semiólogo
español Román Gubern, se expresó
contra la americanización mediática,
“como el verdadero nombre de la globalización”.
A propósito, es de recordar la pertinente observación
de Noam Chomsky en cuanto a cómo y de qué
modo funcionan las relaciones entre las palabras y
el control social, como así también,
la presencia del Estado en las formas de la comunicación
masiva. En Internet se impone la lengua instrumental
de los tecnócratas y el lenguaje tiende a convertirse
“en territorio ocupado”.
Chomsky es el que mejor percibe y describe el escenario
de las comunicaciones masivas; sus críticas
a la política actual de los medios apuntan
a la tergiversación, la inversión, el
cambio de sentido, la construcción y la manipulación
de la realidad que define al mundo actual: se bombardean
e incendian ciudades y a eso se le llama “pacificación”.
A las masacres y genocidios de pueblos enteros se
los denomina eufemísticamente “rectificación
de fronteras”. También dice el lingüística
norteamericano: “ya en los años 40 se
tomó -en los círculos de la industria,
de las relaciones públicas- la decisión
de introducir expresiones como “libre empresa”,
“mundo libre”, “libre mercado”,
en lugar de términos descriptivos convencionales
como “capitalismo”. De ese modo, se impone
un sistema de comunicación masivo encubridor
e hipócrita, “un estilo muy medio”,
y todo lo que no está dentro de esos códigos
y normas es considerado hermético, excéntrico,
fuera de tiempo y de lugar. De este modo, una única
conciencia, una única voz tiránica y
patriarcal, LA VOZ de este nuevo ídolo electrónico
de “comunicación masiva” -que siempre
es la que emana de la experiencia combinada del enfoque
del momento- absorbe en sí misma como objetos
las otras voces, las otras conciencias. Un solo idioma,
un solo soporte, una única estética,
una sola identidad: el famoso “pensamiento único”
que convierte a las leyes del mercado en legitimadoras
políticas y sociales supremas, universales
e inapelables.
Desde este punto de vista omnisciente y omnipresente,
todo estaría visto como “pedazos”
o “bocados” a incorporar; “las terceras
personas” no participantes “realmente”,
pero sí virtualmente, no serían representadas
de ningún modo. No habría lugar para
ellas. Internet, como medio de comunicación,
es uno de los tantos “artefactos” de los
que se vale la tan mentada y elogiada globalización.
Examinado en sus dimensiones materiales y simbólicas,
parece apuntar a una contracción del espacio
mundial, a una mancomunidad de los valores y de las
prácticas culturales (“globalización
de los intercambios”) conformando lo que algunos
investigadores como Paul Mathias, llaman “la
ciudad de Internet” [3].
Sin embargo, no se trata de la construcción
imaginaria de una ciudad, sino de una nueva y más
sutil espacialización del capitalismo. Su espejismo
más tenaz es el de imponer como real una “democracia
mundializada” cuyos contornos, sin embargo,
siguen siendo –como el de todo espejismo- difuminados,
y cuyo proyecto resulta inconsistente, difuso o contradictorio.
Lo que en la práctica propone Internet es
lo opuesto a lo que Michel Foucault llamó “la
arqueología del saber”. En lugar de reconstruir
una unidad perdida a partir de los fragmentos, de
las ruinas y destrozos (a partir del pasado, de la
evidencia histórica, y de las identidades),
Internet trabaja sobre los fragmentos de un “edificio”
nunca construido. Como afirma Beatriz Sarlo: “el
único obstáculo eficaz a la homogeneización
cultural son las desigualdades económicas:
todos los deseos tienden a parecerse, pero no todos
los deseos tienen la misma oportunidad de realizarse.
La ideología nos constituye como consumidores
universales, aunque millones sean únicamente
consumidores imaginarios. Si, en el pasado, la pertenencia
a una cultura aseguraba bienes simbólicos que
constituían la base de identidades fuertes,
hoy la exclusión del consumo vuelve inseguras
todas las identidades”.
[4]
A medida que el lector se mueve por la red de textos,
desplaza constantemente su propio centro y, por lo
tanto, el enfoque o principio ideológico organizador
de su investigación y experiencia. Su centro
de atención es provisional, está compuesto
de cuerpos de textos conectados, aunque sin eje primario
de organización. En otras palabras, el ente
que se conoce como libro, obra o texto en el campo
de la imprenta, carece de centro. Este “híbrido”
se experimenta como un sistema que se puede des-centrar
y re-centrar hasta el infinito, en parte porque transforma
cualquier documento, o testimonio unitario del pasado,
en un centro pasajero, provisorio, en un mero directorio
liviano, fugaz e intercambiable.
Este mecanismo anula la idea de proporcionar sus
tiempos al tiempo y sus espacios al espacio. Esta
forma distinta -basada en el corte, el vértigo
y la apropiación como medio para economizar
tiempo y espacio- se proyecta como dominante y excluyente
de otras formas que recurren a relaciones de sentido,
de belleza, de emoción. Une los elementos separados,
reduce las duraciones y las distancias. Es, después
de todo, la lógica de los imperios para los
que sus componentes nunca están lo suficientemente
juntos, sus provincias siempre son demasiado grandes
para abarcar. Esta especie de “montaje rápido”
es una variante de las viejas técnicas de poder
y trabaja reduciendo las cadenas de comando para controlar
mejor los extremos. Culmina, con el así llamado
“tiempo real”, la abolición de
toda distancia y toda duración al servicio
del imperio del mercado mundial, siendo que -en realidad-
las cosas no existen sino porque están separadas
y que, para respetarlas y conocerlas, hace falta sortear
las distancias que las separan, tomándose el
tiempo real que sea necesario. Este concepto se opone
a esa ideología de fusión (tanto en
el terreno de las artes como en el de la organización
de los pueblos), la que satura nuestras pequeñas
y grandes pantallas bajo la forma de una acumulación
frenética.
Sin embargo, esta forma de dominación no es
nueva; la cultura occidental imaginó estas
entradas casi mágicas a una realidad en forma
de red mucho antes de la aparición de las tecnologías
informáticas. Por ejemplo, la tipología
bíblica que tan importante papel desempeñó
en la cultura inglesa en el siglo XVII y en la norteamericana
en el siglo XIX. Ellas concebían la historia
en forma de tipos y sombras (virtuales) de Cristo
y de la providencia divina. Así Moisés,
que existe por sí mismo, también existe
como Cristo, quien cumple y completa el significado
del profeta. Como lo demuestran los innumerables sermones
y comentarios de la época victoriana, cualquier
persona, acontecimiento o fenómeno servía
de ventana mágica en la compleja semiótica
de los designios divinos para la salvación
del hombre. Al igual que el tipo bíblico, el
Internet, permite a los acontecimientos y fenómenos
significativos participar simultáneamente de
varias realidades o niveles de realidad, donde las
voces individuales aportan irremediablemente un camino
en la red de conexiones. Dado que, en los Estados
Unidos, el protestantismo evangélico preserva
y difunde estas tradiciones de exégesis bíblica,
no sorprende demasiado descubrir que una de las primeras
aplicaciones de este nuevo soporte ha tenido que ver
con la Biblia y su tradición. Esta capacidad
tiene una relación obvia con las ideas de la
postmodernidad, que insiste en la necesidad de cambiar
rápidamente de puntos de vista descentrando
la discusión. En estos sistemas se le ofrece
al lector, como “señuelo”, “la
posibilidad” y “la libertad democrática”
de poder escoger su propio centro de investigación
y experiencia. Pero lo que este principio significa
en la práctica es que el lector pierda su centro,
su ideología y su identidad organizativa. ¿Es
Internet un medio de comunicación masiva o
un nuevo nihilismo electrónico?
Presencia de una ausencia, realidad volátil,
imágenes ectoplasmáticas, encapsulamiento
de la realidad, conciencia sitiada: todo ello señala
en dirección a una devaluación de la
realidad, a un distanciamiento ascético, a
un principio de renuncia a la inmediatez táctil
y olfativa, al contacto personal, a la percepción
inmediata, a la interacción erótica
individualizada, a la relación intuitiva con
el entorno físico. Internet: ¿realidad
virtual o trampa real? El encapsulamiento mediático
del espectador-lector configura la condición
de una existencia individual monádica, degradada
psíquica y sexualmente, comunicativa y artísticamente.
Las redes de “comunicación” electrónica,
desempeñan culturalmente el papel del sacerdote
nihilista. Este nihilismo mediático tiene que
ver fundamentalmente con la dialéctica del
reconocimiento electrónico y, en general, con
la transformación mediática de la relación
humana con su hábitat social y natural. Es
el resultado de su doble condición de distancia
y proximidad con respecto al objeto, de mediación
técnica y manipulativa, por una parte, y de
cercanía mimética o poder mágico,
por otra. Y es, asimismo, la imposibilidad por parte
del espectador de conferir un sentido al mundo que
le rodea. Y ésta es la condición electrónica
de la destrucción de la experiencia.
En cuanto al soporte técnico, “el ordenador”,
éste ha pasado a ocupar un lugar central, “religioso”,
en las actividades rituales del mundo postmoderno.
Esta “nueva idolatría
virtual” se propone reemplazar las funciones
intelectuales más elevadas del cerebro humano.
Sin embargo, y desde este punto de vista, sometido
al determinismo implantado por el hombre en su programa,
el ordenador tiene el comportamiento obediente de
“un tonto lógico”. Como declaró
gráficamente Karl Popper: “los ordenadores
podrán solucionar problemas, pero nunca descubrir
problemas, que es una capacidad humana”. Este
“humano escepticismo”, acerca de la inteligencia
resolutiva de las máquinas se ha multiplicado
a partir de los postulados de incertidumbre de Heisemberg,
del concepto de inverificabilidad matemática
de Gödel y de la noción de imprevisibilidad
de los sistemas complejos de Prigogine, que en realidad
han sido verdaderos mazazos a “las esperanzas
monárquicas de la ciencia” (al servicio
del capitalismo imperial, llamado eufemísticamente
globalización) tanto para conocer el comportamiento
de la realidad, como para cuantificar sus manifestaciones
y, más aún, para preverlas.
A la vez, se impone una afirmación generalizada:
no se puede negar que Internet nos permite estar “mejor
comunicados” unos con otros. A ella contestó
de manera irónica en un reportaje para el diario
La Nación, el escritor de ciencia ficción
Ray Bradbury, cuya vigencia en su obra “Fahrenheit
451” (llevada al cine por el genial director
Francois Truffaut en la década del 60), no
se puede negar. Internet plantea serios cuestionamientos,
y ciertas paradojas y contradicciones, que por cierto
exceden el marco y la problemática propia de
Internet. Bradbury respondió: “Tenemos
demasiadas comunicaciones, estamos demasiado comunicados.
¿Con cuánta gente quiere usted estar
conectada? ¿Cuántos amigos de verdad
tiene?, ¿cuatro?, ¿cinco? ¿Por
qué se quiere estar en contacto con todo el
mundo? Yo creo en el contacto humano.”-
Cuando todo se ve nada se ve, y nada vale. La indiferencia
ante las grandes diferencias e injusticias provocadas
por la globalización crece con la reducción
de lo válido a lo visible. En Internet todos
los ideales particulares se terminan alineando uno
tras otro en la porción de la humanidad dotada
de la más fuerte visibilidad social. De ahí
se sigue que la lengua del más rico se convierte
en la de todo el mundo y que la ley del más
fuerte es la regla suprema. Internet, como parte de
la Iconosfera actual, aspira a ser omnipresente; para
ello tendría el cinismo como virtud, el conformismo
por fuerza y un nihilismo consumado por horizonte.
Esta es la razón, en verdad, de que la “aldea
global” implique, en los países marginados,
un espacio menos igualitario que comunitario. La “comunidad”
de los usuarios de Internet es, pues, el engendro
de una unión entre una visión, exclusivamente
técnica y profundamente paranoica de la posmodernidad
humana, y una aspiración fusionista a la comunicación
explosiva de los deseos.
Como en su origen Internet es el resultado de un
instrumento bélico, su efecto -al menos por
el momento- resulta bastante comprensible: no fomenta
la comunicación, el acercamiento real de las
personas, sino que –por el contrario- la idea
militar de la red se basa en que existe una distancia
que hay que preservar. Esto es así ya que la
viabilidad de una red de ordenadores -susceptibles
de asegurar la transmisión de los datos informáticos
en cualquier circunstancia y momento- implica que
tales ordenadores estén físicamente
alejados unos de otros y que las personas no sean
más que simples operadores, y no sujetos que
se comuniquen. En definitiva, meros instrumentos al
servicio de funciones operativas, ya sean estas militares,
como fue en el principio, o comerciales como lo son
ahora. Asimismo, recordemos que -como pudimos comprobar
en los últimos acontecimientos ocurridos en
Egipto- si bien Internet (en especial el Facebook)
fue muy importante, lo determinante sigue siendo la
presencia de los cuerpos. Se puede convocar por medio
de Internet a asistir a una manifestación,
pero hay que poner el cuerpo en la misma.
Otra cuestión a tener en cuenta cuando hablamos
de Internet, y en la que sintomáticamente no
se ha profundizado, es que la red abre al usuario
“todo un mundo ilimitado” pero que, al
mismo tiempo, amenaza seriamente toda privacidad e
intimidad. El abuso del sistema puede llevar al límite
de que los beneficios del e-mail, por ejemplo, terminen
siendo menores que sus perjuicios: la inclusión
compulsiva en bases de datos sin ser consultados,
los mensajes con propaganda o promociones, aun cuando
se indique que no se los quiere volver a recibir.
Al respecto, Internet nos enfrenta a la siguiente
paradoja: por un lado nos fascina la posibilidad de
contactar a cualquiera, en cualquier momento, pero
también cualquiera, en cualquier momento, nos
puede contactar, nos interese o no. Se puede evitar
recurrir a tales tecnologías a fin de impedirlo,
pero se corre el riesgo de perder otros tipos de oportunidades
que dicha tecnología pone a disposición.
En síntesis: “Con Internet nosotros
sentimos que tenemos acceso a un mundo ilimitado,
y es cierto. Pero nos olvidamos de que ese mundo ahora
también tiene acceso a nosotros, y amenaza
nuestra privacidad de modos que ni siquiera imaginamos”.
“La afirmación de Nicholas Burbules,
norteamericano, filósofo de la educación
egresado de la Universidad de Stanford y especialista
de la Universidad de Illinois en el impacto social
de las nuevas tecnologías, alimenta la difundida
sospecha de que la Red que usamos como medio de comunicación
masiva, con fascinación y cierta inocencia,
puede ser también una trampa en la que quedemos
atrapados.” [5]
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