“El
hecho de que los seres humanos sean crías destinadas
a humanizarse en la cultura marca un punto insoslayable
de su constitución: la presencia del semejante
es inherente a su organización misma. En el
otro se alimentan no sólo nuestras bocas sino
nuestras mentes; de él, recibimos junto con
la leche, el odio y el amor, nuestras preferencias
morales y nuestras valoraciones ideológicas.
El otro está inscripto en nosotros, y esto
es inevitable”. [1]
La reciente publicación de La
construcción del sujeto ético
[2],
seminario que Silvia Bleichmar dictara en 2006, constituye
una oportunidad para aproximarse a la fecundidad de
sus aportes y a una posición teorética
que concibe al Psicoanálisis como una teoría
viva, en tensión, abierta a revisión
y volcada a una tarea de pensar la subjetividad en
la época, no para degradarse en un relativismo
empobrecedor sino para rescatar la vigencia de los
grandes núcleos de verdad del descubrimiento
freudiano.
La potencia de la transmisión de Silvia Bleichmar
no reside exclusivamente en la lucidez y el rigor
con los cuales retrabaja la metapsicología
en su imbricación con la clínica, sino
también en la capacidad para articularlas con
las grandes problemáticas de la cultura. Los
ejes centrales de su conceptualización confluyen
en un verdadero programa de trabajo que, lejos de
toda simplificación esterilizante y de la repetición
reverencial de las fórmulas canónicas,
apunta a hundir el filo de la crítica hasta
la médula de las teorías, removiendo
el esclerosamiento de los enunciados de rutina, sin
complacencias hacia el estamento psicoanalítico
pero con un profundo respeto por las diferencias y
la honestidad de las interrogaciones que cada planteo
intenta resolver [3].
Si “la acumulación no necesariamente
es riqueza” [4],
la tarea que se impone es una depuración profunda
de los conceptos para separarlos del lastre de impasses
y aporías acumulados a lo largo de la historia
del Psicoanálisis con el objeto de sostener
sus paradigmas de base [5].
Poner a trabajar
el corpus psicoanalítico, en el sentido acuñado
por Jean Laplanche [6],
supone recuperar las exigencias del descubrimiento
freudiano, con la convicción de que el Psicoanálisis
constituye la teoría en la que reside la defensa
más importante de la subjetividad como producción
histórica que se haya desplegado desde los
comienzos de la humanidad [7].
Para ello, es preciso analizar los mecanismos autoinmunes
–tal como los describiera Jacques Derrida [8]–
con los que ciertos sectores del movimiento psicoanalítico
se resisten a plantear nuevas preguntas o maquillan
de novedad la aplicación de viejas respuestas
sin someter a prueba los presupuestos de partida:
“¿Podremos recuperar el entusiasmo de
los orígenes a partir de la convicción
de que las nuevas tareas ameritan no sólo una
‘puesta al día’ sino una verdadera
puesta sobre sus pies de los enunciados de base?”
[9].
Esta tarea es la que encara la autora en toda su
producción. En lo que concierne a la instauración
del sujeto ético –diferenciado del sujeto
disciplinado– apunta a establecer las premisas
psíquicas de dicha construcción y sus
diversos destinos en la estructuración subjetiva.
La cuestión de la ética:
una exigencia de trabajo
La problemática de la ética va delineándose
en la obra de Silvia Bleichmar en concordancia con su
teorización del sujeto psíquico, rastreando
las condiciones de su instalación y examinando
sistemáticamente las concepciones psicoanalíticas
sobre la construcción de las legalidades. Esta
propuesta de trabajo alcanza su mayor despliegue en
los últimos períodos de su producción
[10]: si En
los orígenes del sujeto psíquico [11]
y La fundación de
lo inconciente [12]
exponen metapsicológicamente la constitución
exógena del psiquismo a partir de la inscripción
de la sexualidad pulsional en los primeros tiempos de
la vida y su posterior clivaje con la represión
originaria, La construcción
del sujeto ético [13]
articula los prerrequisitos para la instalación
de la ética a partir de las ligazones amorosas
que precozmente organizan el enlace al semejante y su
posterior consolidación en las instancias ideales.
Por otra parte, esta exigencia de situar los orígenes
de la ética no se funda exclusivamente en la
comprensión de los procesos de conformación
de la tópica psíquica, sino que se apuntala
en la necesaria recomposición de la trama social
fracturada por los acontecimientos de nuestra historia
reciente. La elaboración conceptual aparece
indisociablemente imbricada con el impacto provocado
en Argentina por la llamada crisis
de 2001. Silvia Bleichmar exploró el
proceso de desmantelamiento de la subjetividad entonces
producido [14],
identificando las formas del malestar
sobrante que sometió a los sujetos a
un excedente de sufrimiento “que no remite sólo
a las renuncias pulsionales que posibilitan nuestra
convivencia con otros seres humanos, sino que lleva
a la resignación de aspectos sustanciales del
ser mismo como efecto de circunstancias sobreagregadas”
[15].
En virtud de que este malestar “está
dado, básicamente, por el hecho de que la profunda
mutación histórica sufrida en los últimos
años deja a cada sujeto despojado de un proyecto
trascendente que posibilite, de algún modo,
avizorar modos de disminución del malestar
reinante” [16],
las modalidades de la violencia a las que dio origen,
asociadas a la impunidad y al resentimiento por acumulación
de promesas incumplidas, pueden entenderse como consecuencias
del brutal proceso de desubjetivación, fractura
del contrato social y reducción de la ética
a la pragmática [17].
Premisas de constitución
de la ética en el sujeto psíquico
Establecer las condiciones de constitución
del sujeto ético obliga a revisar una serie
de mitos y teorías del psicoanálisis
con los que se ha intentado derivar la instalación
de legalidades de la instauración del superyó,
propiciando de este modo una superposición
entre moral y ética.
Silvia Bleichmar explora, en un movimiento de reformulación
y de rescate de los aportes de diversos autores y
perspectivas (Freud, Klein, Lacan, Winnicott, Bion,
Laplache, entre otros) y en orden a una fundamentación
metapsicológica, los prerrequisitos de la conformación
de la ética a partir de los enlaces amorosos
que ligan al otro desde los primeros tiempos de la
vida.
En tanto el psiquismo se constituye a partir de la
acción sexualizante y narcisizante del adulto
sobre el niño –premisa de partida para
la estructuración de sus sistemas psíquicos–,
el otro se halla presente desde los orígenes,
ya sea como instituyente de la sexualidad o como propiciador
de las ligazones capaces de producir derivados. Esto
implica que su reconocimiento se instala precozmente:
“la función materna ocupa un lugar princeps
en su doble carácter: en tanto es capaz de
generar un plus de placer que no se reduce a lo autoconservativo
mediante los procesos de pulsación que dan
origen a las inscripciones de los objetos originarios,
y en sus aspectos ligadores, de apertura de los sistemas
deseantes a partir de nuevas vías de placer
que no quedan reducidas ni fijadas a la satisfacción
pulsional más inmediata” [18].
En esta dirección pueden rastrearse las condiciones
mismas de instalación de la ética en
el narcisismo trasvasante
del adulto [19],
capaz de investir a la cría religando la excitación
que se inscribe en la implantación de la pulsión.
Esto guarda relación con “la capacidad
ligadora que el otro instaura, con la posibilidad
del otro de reconocerlo como semejante, y al mismo
tiempo, como alguien distinto […] Alude precisamente
a la capacidad del adulto de ubicar una imagen totalizante
en el niño, trasvasada de su propio narcisismo
[…] La idea de narcisismo trasvasante alude
a la necesidad de que esté presente el narcisismo
para poder narcisizar al niño […] Es
precisamente el narcisismo trasvasante el que permite
equilibrar los cuidados precoces y simbolizar al otro
como humano” [20].
Este desdoblamiento de la función del otro
“es la fuente de toda constitución posible
y de la del sujeto ético, porque en la medida
en que se produce su reconocimiento ontológico
y, al mismo tiempo, una diferenciación de necesidades
y un reconocimiento de estas diferencias, el sujeto
no queda capturado por una sexualidad desorganizante
que el otro le inscribe, sino que empieza a constituirse
en un entramado simbólico que lo des-captura,
tanto de la inmediatez biológica como de la
compulsión a la que la pulsión lo condena”
[21].
El yo se constituye entonces no como un desprendimiento
modificado del inconciente, sino como una masa ideativa
cuyo investimiento es residual de los ligámenes
amorosos del otro, localizando al narcisismo como
tiempo segundo de la sexualidad humana, abierto sobre
el Edipo complejo y las instancias ideales que habrán
de estructurarse. El amor del otro crea el entramado
de base sobre el cual el yo habrá de instalarse
como representación de sí y como condición
necesaria para el funcionamiento de los sistemas diferenciados
y para el contrainvestimiento del autoerotismo, sin
el cual el sujeto quedaría librado a la desligazón
de la pulsión de muerte.
Los primeros rehusamientos pulsionales del niño
–entre los cuales el control esfinteriano adquiere
un sentido ejemplar– corresponden a los movimientos
que precozmente sostienen la organización de
la ética, en la medida en que corresponden
a renuncias que se efectúan por amor al adulto
que demanda. Se advierte, desde los primeros tiempos
de la vida, un posicionamiento del sujeto en una doble
intersección: con relación a sus mociones
pulsionales, atravesadas por una ajenidad radical
a partir de la instalación de la represión
originaria que las sepulta al inconciente; y con respecto
al semejante, cuyo estatuto de tal sólo puede
constituirse a partir de una diferenciación
tópica que dejara incognoscido el carácter
residual de sus pulsaciones primarias.
Ética y constitución
de las instancias ideales: una revisión necesaria
La ubicación de los orígenes de la
ética a partir de los rehusamientos pulsionales
que van instalándose desde los tiempos de infancia
y que se fundan en los ligámenes amorosos al
otro, permite explorar los antecedentes de la renuncia
edípica que da origen al superyó y a
las instancias ideales. Diversas situaciones cotidianas
y clínicas advierten acerca del surgimiento
temprano de modos de identificación con el
semejante en la infancia y el reconocimiento del daño
o sufrimiento que las acciones del niño pueden
producirle, dando lugar a las primeras formas de la
culpabilidad.
A partir de esto, Silvia Bleichmar reformula una
serie de cuestiones centrales de la teoría
psicoanalítica en las que se anudan la conformación
del superyó y de los ideales con las problemáticas
de la edificación de las legalidades, el impacto
subjetivo de las normas, las concepciones relativas
al sepultamiento del complejo de Edipo y la ética
misma de los analistas.
Abandonando la pretensión de exponer en detalle
las tesis y desarrollos que se desprenden de su conceptualización
–para lo cual remito a la lectura de sus publicaciones–,
es posible establecer una serie de aportes que inciten
a desplegar diferentes líneas de trabajo:
- La instauración
de la ética precede a la estructuración
del superyó como instancia en la infancia:
como se ha planteado, la ética no es simplemente
residual a la renuncia edípica, sino que “el
sujeto ético se constituye ya en los orígenes,
en los tiempos en los cuales se empiezan a producir
las renuncias al goce como una forma de ceder lo autoerótico
en función del amor del otro” [22].
La ausencia de rehusamiento al goce, los modos de
ensamblaje entre sadismo, narcisismo y crueldad, la
desubjetivación del otro tomado como puro objeto
parcial para la satisfacción pulsional, la
dominancia de modos de funcionamiento desligados que
propician la compulsión, permiten el abordaje
de complejas problemáticas clínicas
y la revisión de categorías como “perversión”
y “psicopatía” en su pertinencia
y alcances.
- Deslinde entre los
orígenes del ideal del yo y la conciencia moral:
el rastreo de los orígenes del ideal del yo
permite una articulación con la estructuración
narcisista, mientras que la conciencia moral se presenta
asociada a la instauración del superyó
y al eje de la culpa. Este distingo aporta un esclarecimiento
psicopatológico en tanto “el conflicto
entre el yo y la conciencia moral da origen a la culpabilidad,
mientras que el conflicto entre el yo y el ideal del
yo tiende a la melancolización y al colapso
narcisista” [23].
Asimismo, resulta de interés el relevamiento
de las diferentes concepciones que se desarrollan
en la obra de Freud con respecto a la instauración
de la culpa y de la moral, ya sea desde la teoría
del parricidio o de la castración, con sus
divergencias y tensiones.
- La transmisión
de la ley como ley impregnada sexualmente:
la construcción de legalidades y su inscripción
no se produce por una pura articulación discursiva,
desencarnada del sujeto clivado que ejerce la pautación,
sino por el hecho de que el legislador mismo está
impregnado de fantasmas en el momento en que transmite
la ley. En la instauración de las legalidades
se filtra el fantasma del adulto, lo cual determina
diversos destinos en la constitución subjetiva
del niño, no solamente en términos de
identificación sino en tanto los enunciados
de la ley también participan en la fundación
del deseo. Una consideración de este aspecto
conlleva deconstruir la representación estructuralista
del padre de la ley y la madre narcisista, para situar
que “es imposible la transmisión de la
ley sin que se juegue ese doble aspecto, que es, por
un lado, la instauración de la norma y, por
el otro, la producción de fantasmas sexuales,
en la medida en que la transmisión no es neutral
y además está atravesada por figuras
que tienen relación con modos de libidinización
mutua” [24].
- Importancia de la comprensión
de los sentimientos negativos por su relación
con las condiciones de instauración de la ética:
habiendo sido poco trabajados en su especificidad
y espesor metapsicológico, la posición
del sujeto con respecto a los sentimientos llamados
negativos permite cercar las formas de representación
de la relación al otro y los destinos de las
mociones pulsionales que se agitan en la dinámica
intersubjetiva. Los diferentes sentimientos que van
emergiendo a partir de la frustración de la
fantasía de completud omnipotente del otro
y del deseo de colmamiento que presupone –y
sus modos de significación–, permiten
identificar la especificidad del odio, la envidia
y los celos, tanto en la experiencia subjetiva como
en el interior mismo de la situación analítica.
- Revisión del
complejo de Edipo y su relación con la constitución
del superyó y la instauración de las
legalidades: considerar los prerrequisitos
de la construcción del sujeto ético
obliga a someter a crítica una cierta conceptualización
acerca del complejo de Edipo saturada de enunciados
que reproducen un modo de producción de subjetividad
histórico, para recuperar su significatividad
y la vigencia de su conceptualización [25]:
“Es ya insostenible el furor estructuralista
que termina superponiendo estructura edípica
con constelación familiar, en razón
de una diferenciación de funciones en la cual
cada uno de los miembros intervinientes se presentan
sin clivaje. El aporte de una estructura de cuatro
términos tiene ventajas cuando es comprendida
como modelo, y desventajas cuando se pretende su traslado
a la realidad encarnada por sujetos psíquicos.
Que el superyó sea patrimonio de la identificación
al padre no puede ya sostenerse en la idea de que
su proveniencia sea efecto de la presencia de un “hombre
real” –padre, abuelo, tío o lo
que fuera-. Padre, si se conserva como función,
es una instancia en el interior de todo sujeto psíquico,
sea cual fuere la definición de género
que adopte y la elección sexual de objeto que
lo convoque” [26].
El Edipo es reformulado en términos del acotamiento
que cada cultura ejerce sobre la apropiación
del cuerpo del niño como lugar de goce del
adulto. La asimetría de saber y poder entre
adulto y niño redefine la función de
construcción de legalidades y torna necesaria
una revisión de las categorías “función
paterna” y “Nombre del Padre”. El
acento se coloca entonces en la función terciaria
de un separador que impone sobre el adulto la renuncia
a la apropiación del niño, más
allá de la adherencia a las formas tradicionales
de la familia y a la homologación entre Ley
y autoridad.
La conformación del superyó, a partir
de un retrabajo de la autora sobre las diferentes
líneas con que se expone en la obra freudiana,
supone considerar a sus enunciados como del orden
del imperativo categórico, y no de un imperativo
hipotético sostenido en una razón pragmática
–como se deriva de la teoría de la castración–.
Esto resitúa la cuestión de la castración
en términos ontológicos, revistiendo
una importancia fundamental en la estructuración
psíquica más allá de los modos
con los cuales se articula en la teoría sexual
infantil.
- La ética del
analista en tanto sujeto social se distingue de la
ética que está suscripta por la aplicación
del método: planteando la diferencia
entre ética (como del orden de lo trascendente)
y moral (en tanto histórica) se torna fundamental
afirmar que “la práctica psicoanalítica
no es ajena a una ética, la que atañe
a la ampliación de los márgenes de la
libertad de decir, de la libertad de pensar. Hay que
haber atravesado el desgarramiento de un proceso analítico
para reconocer lo difícil que es el movimiento
de conquista de esta libertad de pensamiento, movimiento
realizado siempre en una lucha intensa contra los
abrochamientos imaginarios con que las pasiones anudan
el pensamiento” [27].
Un abordaje de las condiciones de aplicación
del método localiza a la ética como
un vector fundamental de la transferencia y de la
dirección de la cura. Cuestiones como la abstinencia,
la neutralidad, el encuadre y el contrato analítico
son concebidas desde un emplazamiento ético
del analista que apunta a la resolución del
sufrimiento del paciente al interior de una propuesta
humanizante. En este sentido, la rigidización
técnica o la reducción a una mera función
operatoria puede ser encubridora de la angustia del
propio analista, reforzando la arbitrariedad y sus
modalidades defensivas: “nuestra práctica
deviene ética precisamente por la abstinencia
de enjuiciamiento moral, por la acogida benevolente
respecto al decir y hacer del otro, por la puesta
en suspenso de toda disputa respecto a las formas
de resolución de vida práctica”
[28].
La relevancia de estas conceptualizaciones, que hemos
expuesto de manera sucinta, inauguran nuevas vías
de simbolización y producción acerca
de la interiorización de la ética en
los tiempos de la estructuración subjetiva,
y de comprensión del horizonte social: “Es
esta condición de base de la transformación
del cachorro humano en ser humano la que genera la
expectativa de reencuentro con la solidaridad y el
compromiso con el otro humano, en razón de
que el semejante no puede dejar de arrancarnos, con
su presencia tensionante, del egoísmo. Es el
hecho de que nuestra vida haya sido valiosa, amorosamente,
desde su inicio mismo, para otro, y que su vida a
su vez haya sido la condición misma de nuestra
existencia, no sólo material sino subjetiva,
lo que constituye el fundamento de la Ética
como reconocimiento de nuestra obligación hacia
el semejante” [29]. |